En las pocas semanas que lleva transitadas, este año ha dado suficientes advertencias de que en su transcurso podrían producirse hechos de consecuencias memorables.
Habría que ser clarividente para aventurar después de solo veintitantos días que 2022 se propone trascender no menos que 1922, notable por los sucesos que deparó.
Veremos en qué termina. Pero, en apenas unas semanas, 2022 ha emitido suficientes advertencias de que los hechos que se produzcan en su travesía podrían tener a largo plazo consecuencias memorables. No parecen las mejores, a excepción de la esperanzada creencia de la ciencia de que dejaremos atrás la epidemia que ha turbado nuestras vidas y desolado el mundo con más de 5 millones de muertes.
Nick Rennison, prolífico escritor inglés especializado en Sherlock Holmes, ha hecho una pausa en la rutina de autor de ficciones. Ha dejado de lado la vida del perspicaz detective de 221B Baker Street, Londres, a quien trata como un personaje real, y se ha concentrado en qué sucedió en el mundo exactamente hace cien años.
Hoy, en la Argentina estamos sobre ascuas, solo dos meses antes de marzo, en que debería firmarse el acuerdo con el FMI que evite al país el temido salto al vacío, y en el mundo, Rusia y los países de la OTAN se muestran de tal manera los dientes por Ucrania que retrotraen todo a los días más tensos de la Guerra Fría.
Rennison sabe bien lo que 1922 significó como antecedente para la tragedia mundial que se desarrollaría por etapas, en unos casos, y en capítulos simultáneos, en otros. Se ahogaron libertades y destruyeron instituciones democráticas como preludio de una nueva conflagración que devastaría Europa y otras regiones.
Casi cuando en la Argentina Marcelo T. de Alvear iniciaba en 1922 el que ha sido considerado por muchos el mejor período presidencial de la Argentina en el XX, Lenin fundaba, dos años antes de morir, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Aglomeró en una conducción tiránica a Rusia, Ucrania, Bielorrusia y la entonces Transcaucasia. El “hombre nuevo” que debía encarnar la URSS en el sueño del materialismo histórico envejeció con rapidez prematura. Su cuerpo esclerotizado desde temprana edad dijo basta en 1991, después de siete décadas. No conoció la inmortalidad a la que aspiraban los bolcheviques, pero tuvo una vida más larga que la de los “mil años” del otro gran delirio del siglo XX. El del nacionalsocialismo alemán.
“Rusia y los países de la OTAN se muestran los dientes, y retrotraen todo a los días más tensos de la Guerra Fría”
Benito Mussolini sería aliado de Hitler en la Segunda Guerra. En 1922 había marchado sobre Roma con sus camisas negras como presidente del Partido Nacional Fascista. Al término de aquella demostración de fuerza fue ungido presidente del consejo de ministros de Italia y en sus primeros años recibió alabanzas de líderes democráticos enceguecidos en su oposición al totalitarismo comunista que amenazaba con expandirse fuera de la URSS.
Si bien desde fines del siglo XIX Estados Unidos constituía una potencia de mayor escala que el Reino Unido, todavía en 1922 podía decirse que “la pérfida Albión”, como la descalificó Napoleón con dudosa autoridad moral, se hallaba en el apogeo territorial de su imperio. Abarcaba más de 33 millones de kilómetros cuadrados afianzados desde 1884 por el reparto de África en zonas de influencia que habían hecho entre sí las potencias europeas.
Sin embargo, 1922 marcaría un punto de inflexión crucial para la integridad del Reino Unido. La guerra independentista de guerrillas, de 1919 a 1921, derivó en la proclamación del Estado Libre Irlandés, con capital en Dublín, mientras Irlanda del Norte se aferraba a la Corona.
En noviembre de 1922, la asamblea nacional turca disolvió el sultanato, que había perdurado 623 años. Se formalizaba así la disolución del Imperio Otomano, condenado a muerte al fin de la Primera Gran Guerra. El último sultán, Mehmet VI, huyó del palacio que habitaba en una ambulancia del Ejército británico. Lo hizo con la precaución, dice la leyenda, de llevarse al exilio las tres más bellas mujeres de su harén.
El libro de Rennison, Scenes from a Turbulent Year (“Escenas de un año turbulento”), editado por Old Castle Books, está llamado a dejar a los lectores sin respiro. No porque la naturaleza humana haya cambiado en exceso en un siglo. Así como Virginia Woolf, una de las grandes escritoras inglesas, recibió el Ulises, de Joyce, al aparecer en 1922, como la obra de un estudiante aburrido mientras se rascaba las costillas, así Joseph Stiglitz, premio Nobel de Economía, ha dicho, sin que se le doblen las rodillas por el peso de su enorme fantasía, que el gobierno argentino logró el año último un milagro de recuperación económica. La fiabilidad de los títulos y los comportamientos es a veces relativa; lo que importa es conocer las razones profundas por las que quienes hablan se salen de la raya.
En algo se modificaron, sí, los condicionamientos de la humanidad desde aquella época. Uno concierne a la longevidad del género. Ahora vivimos en promedio un tercio más de tiempo. Lo hacen notar, sin habérselo propuesto, autores como Francis Scott Fitzgerald. Fue uno de los que retrataron con fidelidad los Roaring Twenties, los años de 1921 a 1929 del jazz, el art déco y la duplicación de la riqueza norteamericana, y maestría que atrapó a generaciones de lectores. En Suave es la noche, una de sus novelas aclamadas, el protagonista, Dick Diver, es un psiquiatra versado en alienaciones provocadas por la guerra de 1914-1918. Se habla de la desaparición de un párroco y Dick informa con naturalidad: “¿De qué ha muerto? De viejo: tenía setenta y cinco años. Había vivido muchos años”.
Las veinte horas de andanzas de Leopold Bloom, “un nadie”, por las calles de Dublín el 16 de junio de 1904 constituían un pastel irlandés de difícil digestión, incluso para una intelectual consumada como Virginia Woolf. Era en demasía espesa esa intrincada remisión de Joyce a personajes y situaciones de la Odisea o a la espiritualidad de otras obras maestras, como Divina Comedia. Borges, medio en broma, medio en serio, confió alguna vez que se había abstenido de leer por entero las casi 800 páginas del Ulises.
Por si el famoso trabajo de Joyce no hubiera alcanzado para controvertir el canon de la literatura mundial, 1922 conmovió con una segunda obra de relevancia histórica, The Waste Land (“La Tierra Baldía”), de T.S. Eliot. En 1948, el autor obtuvo el Premio Nobel de Literatura, y bastantes décadas después, se publicó una admirable traducción al español, para la Academia Argentina de Letras, de Rolando Costa Picazo. Poema largo, sentenció Costa Picazo, como los de los siglos XVIII y XIX, “con una técnica de yuxtaposición y fragmentariedad… y un despliegue de erudición que lo hacía particularmente difícil y oscuro”, pero con el que Eliot “cambió el mapa poético de manera radical”.
“Escenas de un año turbulento” ha traído a la memoria un traspié de nuestros colegas de The New York Times, de cuyas páginas el vapuleado Stiglitz ha sido por años colaborador regular. Se cita la edición del 21 de noviembre de 1922 como la del primer artículo en que el afamado diario se ocupó en verdad de Hitler, pero más que nada por haber deslizado que en su vida privada no era de un antisemitismo tan violento o genuino como aparentaba.
En 1922 hubo otros hechos para destacar cien años más tarde. A raíz de la muerte de Benedicto XV, fue elegido papa el arzobispo de Milán, Achille Ratti, hombre de extraordinaria cultura. Rigió los destinos de la Iglesia como Pío XI y en 1929 acordó con Mussolini los tratados de Letrán, que originaron el Estado Vaticano. En 1922, Niels Bohr, dinamarqués, ganó el Premio Nobel de Física por su teoría de la estructura atómica y ya sabemos en lo que todo eso terminó en 1945. Un año antes lo había ganado Einstein por sus contribuciones a la física teórica y por trabajos sobre el efecto fotoeléctrico. Aún se escuchan voces viperinas conjeturando que no lo distinguieron por la teoría de la relatividad pues esta se hallaba entonces fuera de la comprensión plena de quienes conferían en Suecia la alta distinción.
Todo es posible: incluso que un premio Nobel haya dicho que el actual gobierno argentino ha sido capaz de producir un milagro económico por el grado de reactivación logrado en 2021. Se olvidó, claro, de descontar las pérdidas brutales habidas en 2020 en el PBI, en medio, entre otras incidencias, de la paralización de actividades por la pandemia. Milagro, verdadero milagro de 2022, sería un hallazgo de la arqueología a la altura de la fabulosa conquista de Howard Carter en 1922: la tumba de Tutankamón, que descubrió en el Valle de los Reyes.
Borges habría simplificado los trámites críticos: “Stiglitz es de una desmemoria minuciosa”.
por José Claudio Escribano
La Nación, 23 de enero de 2022