El creador de nuestra bandera probablemente se desmayaría al saber que, dos siglos después, el 30% de pobreza confirma el error de fomentar el populismo
“De regular estatura, ojos grandes de color azul sombrío, cabello rubio y sedoso, tez muy blanca y algo sonrosada. Su fisonomía era bella y simpática. Su carácter, de una grave serenidad. La nariz era algo prominente, fina y ligeramente aguileña. Era escaso de barba, no usaba bigote y llevaba la patilla corta a la inglesa. Su contextura era delicada y su educación física no lo había preparado para los trabajos de la guerra”. Así describe Bartolomé Mitre a Manuel Belgrano , el prócer que suscita amores como casi ningún otro grande de la historia nacional.
No era militar, sino humanista. Se educó en Salamanca y recibió su título de abogado en Valladolid. Pero su interés radicaba en los idiomas vivos, la economía política y el derecho público. Durante esos ocho años en la Península (1786-1794) fue influenciado por las ideas reformistas que adoptó Carlos III, versión española del “despotismo ilustrado” y también de la Revolución Francesa, que aterrorizó a los Borbones.
Como él mismo lo reconoció, en lugar de ser leguleyo, prefirió dedicar su vida a mejorar la de los demás. No como sacerdote ni como enfermero, sino difundiendo las ideas del progreso y la modernidad, promoviendo reformas para sacar a las Provincias Unidas de la pobreza, el atraso y la ignorancia.
Belgrano estudió a los fisiócratas, como Quesnay y Turgot, contrarios al mercantilismo absolutista, el intervencionismo estatal, los monopolios oficiales, los controles al comercio interior y las restricciones al comercio exterior. Aprendió que la riqueza de una nación no consiste en la prosperidad del Estado, sino en el bienestar de sus ciudadanos.
Supo en España que Carlos III había creado el Consulado en Buenos Aires y que él mismo sería designado su secretario perpetuo. Tras regresar a Buenos Aires en 1794, pudo dedicar sus esfuerzos a difundir las nuevas ideas desde ese cargo. Su visión de futuro lo convierte en un predecesor de Rivadavia, de Alberdi, de los estadistas de la Organización Nacional (Mitre, Sarmiento, Avellaneda) y se anticipó, casi un siglo antes, a la Generación del Ochenta, liderada por Roca.
Fue el único de su tiempo que escribió en forma sistemática acerca de la educación común como basamento esencial de la sociedad. Según Belgrano, no hay mayor desgracia que mantener al pueblo en la ignorancia (“y, por consiguiente, en la pobreza”) para conservarlo en la mayor sujeción. Probablemente se desmayaría si supiera que dos siglos después aquella nación incipiente mantendría un 30% de pobres para sostener el populismo. Por la temprana luz que echó sobre este tema, ¿cómo no amar a Belgrano?
Las pampas no tenían cultivos y sus habitantes eran pobres sobre suelos fértiles. La agricultura no se había difundido por la baratura del ganado cimarrón. Belgrano advirtió la necesidad de impulsarla, con la enseñanza de sus técnicas y con la liberación del comercio. Si se permitiese la exportación de los frutos, los ingresos aumentarían al igual que las tierras cultivadas, mejorando el nivel de vida de la población. Belgrano no podría creer que dos siglos más tarde, para “proteger la mesa de los argentinos”, se prohibió la exportación de trigo, de carnes y de leche, como en el siglo XVIII. Por su comprensión acerca del vínculo entre el comercio y la producción, ¿cómo no amar a Belgrano?
La agricultura exige caminos, puentes, canales y represas para cultivar y trasladar sus mieses. Para la navegación interna y de ultramar se necesitan puertos, faros y balizas. Los negocios requieren seguros para cubrir riesgos y operaciones de cambio para las transacciones con el extranjero. Todo ello demanda inversiones, ingenieros, escuelas de comercio y de navegación, que Belgrano proponía. En su puro candor, jamás hubiera imaginado que las obras públicas pudiesen servir para enriquecimiento personal. Por sus sueños de desarrollo honrado, en esas agrestes pampas, ¿cómo no amar a Belgrano?
Como agudo sociólogo advertía que, sin incentivos al trabajo, los más industriosos deberían mantener a los zánganos: “Infeliz del pueblo donde, con el trabajo de uno, se mantienen cinco individuos en la inacción y el abandono”. Sorprendería a Belgrano saber que en pleno siglo XXI, en ese país que imaginaba, hay 8 millones de personas que deben generar riqueza para pagar a 20 millones que cobran del Estado. Ante aquellas frases, políticamente incorrectas, ¿cómo no amar a Belgrano?
Como político liberal, negaba que el Estado pudiese intervenir en la economía con éxito, pues “es una quimera que la razón repugna y que la historia del hombre desmiente”. Solo “el interés individual, el interés propio, es el más activo agente que mueve, despierta y pone en acción aún los más inertes brazos”. Respecto de los controles de precios (aforos) sostenía que al productor “lo desalientan de tal modo que antes querrá entregarse a la más vergonzosa ociosidad que sujetar el fruto de su industria al capricho de un aforador”. Si supiera Belgrano que pasado el año 2000, un secretario de Comercio, aforador desaforado, sujetó a su capricho a las industrias, para privilegiar el corto plazo sobre el bienestar sustentable. Por su sana crítica al intervencionismo estatal, ¿cómo no amar a Belgrano?
Conocedor de las técnicas contables, advirtió que sin estadísticas confiables no habría nunca emprendimientos sólidos: “Hasta ahora hemos procedido a ciegas en todos los ramos económicos, no teniendo una noticia, ni que se aproxime a la verdad de la estadística”. Y “sin conocimientos de la fortuna pública, de las necesidades y recursos de estas provincias, no es posible que se dicten las providencias más convenientes a la prosperidad general”. En años recientes, con tecnologías digitales y potentes computadoras, las provincias rioplatenses tampoco tuvieron estadísticas, para falsear el relato de un país simulado. Por la contemporaneidad de sus juicios, ¿cómo no amar a Belgrano?
Como pensador cosmopolita, predijo que el comercio acercaría a las regiones más distantes, uniendo “al mundo todo como una ciudad inmensa cuyas familias son los reinos y las provincias: ¡prodigioso recurso que a la vez fomenta la emulación y el lujo, que es el germen de la industria y el trabajo!”. No estaba en su mentalidad la “Patria Grande” que luego propondrían Manuel Ugarte y Haya de la Torre, para unir América Latina contra el imperialismo anglosajón. Por el contrario, Belgrano profetizó la globalización como fuente de trabajo y prosperidad. Su fervor independentista era para liberarse del yugo español y de las restricciones al comercio que sometían a los criollos para enriquecer a los monopolistas. Por su visionaria predicción del futuro, ¿cómo no amar a Belgrano?
En 1811 dejó la pluma para empuñar la espada, cuyo uso desconocía. A diferencia de San Martin y de Bolívar, no había hecho carrera militar e ignoraba el arte de la guerra. Pero su afán por aplicar las reformas que había propugnado lo llevó a situaciones que jamás hubiera imaginado. Con el fuego de esa pasión y el aura de su virtud, recorrió miles de kilómetros a caballo y en galeras, como no lo harían los políticos actuales, habituados a helicópteros y jets privados. Al Paraguay y al Alto Perú, varias veces. Pasando por la Banda Oriental, los esteros correntinos, los valles calchaquíes y el desierto de la Puna. Encabezó el éxodo jujeño y logró vencer al ejército español en Tucumán y Salta, las batallas más importantes en suelo argentino. Belgrano sufrió más derrotas que triunfos, pero su carisma y su ofrenda al prójimo lo han hecho perdurar más allá de los honores y las proclamas. Valores, transparencia, ascetismo y honradez son sustantivos que lo enaltecen y lo diferencian de muchos. Incluso de algunos que tanto dicen amarlo.
FUENTE: lanacion.com
Comentarios por Carolina Lascano