Línea de fuego, la última novela del escritor español, es la primera que toma específicamente el tema de la Guerra Civil. Pero como sucede con toda la buena literatura, también es una apertura a pensar el presente.
—“Línea de fuego”, tu último libro, es el primero que dedicás a escribir sobre la Guerra Civil Española. Encontramos muchos puntos de contacto entre las divisiones que creó la Guerra Civil y las que creó el proceso de la dictadura militar en los años 70 y 80 en la Argentina. Escribiste: “Llego a esta novela con treinta años de escritor, con muchos libros leídos”. ¿Qué brinda el paso del tiempo para meterse en un tema tan conflictivo?
—Nunca tuve intención de escribir sobre la Guerra Civil. Lo había utilizado en algunas novelas como El tango de la guardia vieja, en las novelas de mi espía, Falcó, como telón de fondo, pero nunca había querido entrar en el tema directamente. Pero es una novela que en cierta forma me obligaron a escribir. En los últimos tiempos, en España se polarizó y envileció mucho la vida política. Todo vale como arma política. Uno encuentra a políticos jóvenes, gente que ni ha leído ni ha vivido ni recuerda siquiera, hablando de la Guerra Civil con una inconsistencia estremecedora. Así que pensé que era un buen momento para recordar. No la guerra en su aspecto de retaguardia, que es muy conocido. Lo que hice fue referirme a una parte que no se menciona, la guerra en las trincheras. Los soldados que combatieron en uno y otro bando a veces obligados a estar allí, no por elección. Se habla muy poco de los que de verdad combatieron. Murió más gente en los frentes de batalla que en la retaguardia. Entonces, quise recobrar la memoria de los abuelos. Decir que no es como lo están contando. Que esto también fue la guerra.
—¿Lo que te obligó a escribir es ver que se utilizaba la Guerra Civil como un elemento más en la división política entre amigos y enemigos?
—Sí, toda guerra civil es muy compleja. Es falso eso de una línea que separa buenos y malos, blanco y negro, azul y rojo. No es verdad. De las guerras que hice como reportero, que fueron muchas, siete fueron civiles. Sé su complejidad, la dificultad de situar a los personajes en un lugar o en otro. Incluso en Argentina, sin ser una guerra civil, en el asunto de la dictadura militar tampoco está tan clara la línea. Es una guerra muy compleja. Todas lo son. Hay un montón de matices. En España la están contando como una guerra de cuatro generales, cuatro obispos y cuatro banqueros contra el pueblo español. O una guerra de Cataluña contra España, o al revés. Y eso no fue así. Quise devolver un poco la ecuanimidad. Quería una novela en la cual, al llevar veinte o treinta páginas leídas, al lector no le importase ya si era de un bando o de otro. Contar la peripecia, la realidad humana, la trinchera, el hambre, la miseria, el miedo, el sufrimiento. Eso no tiene ideología, no tiene bandera.
—En la Argentina siempre se marca con razón que no hubo una guerra. Lo que hubo fue un Estado que llevaba adelante un sistema de represión ilegal donde las diferencias eran totalmente desproporcionadas. No obstante, hay una canción muy popular de un músico argentino, Litto Nebbia, que dice: “Si la historia la escriben los que ganan, quiere decir que hay otra historia”. En la Argentina esa guerra sucia, como la querían llamar, inicialmente la ganó la dictadura, pero en términos políticos la perdió. No hay una historia contada por los que formalmente ganaron la guerra.
—Quizá fuera un error de mi parte mencionar tan enseguida a Argentina como comparación. No hay una comparación exacta. En la Guerra Civil Española hubo dos grandes bandos, dos Españas deliberadamente partidas. Había gente porque quería y otra porque estaba obligada, pero hubo dos Españas realmente que se enfrentaron combatiendo. La guerra argentina, que vi como reportero y luego sus consecuencias en la Guerra de las Malvinas, fue más bien una guerra desde el punto de vista de una casta militar, un estado militar, y una pequeña parte de la población que lo apoyaba, contra otra parte de la población y una gran masa indiferente llevada por las circunstancias. Sería excesivo hablar de guerra en Argentina. Podemos hablar de guerra sucia, pero no podemos compararla con el gran holocausto español, el más de medio millón de muertos. Hubo 20 mil personas muertas solo en dos meses y medio de combate. La argentina sería una hermana menor de la Guerra Civil Española. No lo digo infravalorándola.
—¿Por qué se suele contar los grandes conflictos sin grises?
—Hay una tendencia en el ser humano a simplificar. Es algo que pasó siempre, también ahora. Es un problema esencialmente de educación. Uno tiene generaciones de ciudadanos educados en colegios en la historia, en la memoria, en el debate, en la reflexión, en el ver que el adversario tiene a veces motivos tan poderosos como los de uno mismo. Hay que ponerse en el lugar del otro. Los colegios y las familias enseñan una aproximación intelectual al conflicto. En el mundo actual, en España, pero también en la Argentina, se tiende a simplificar todo. Es todo una especie de papilla educativa poco nutritiva, que tiende a la simplificación y va poco al detalle y poco al matiz. Frente a grandes conflictos o las grandes tragedias, eso es muy peligroso porque obliga a tomar partido. Te obligan a estar de un lado u otro. Si se es de izquierda, cómo se puede comprender a los de derecha. Aparecen los que dicen que se aprueba a Francisco Franco o a los comunistas. Esa dificultad para buscar el matiz, para discutir, para debatir, para escuchar al adversario, nos hace perder. Eso nos lleva a una peligrosa simplificación. Colocamos etiquetas sin debate. Los chicos llegan a la vida adulta mediatizados, sin capacidad de comprender. Y eso crea unos cortes sociales muy peligrosos, unas grietas imposibles de salvar. Me preocupa mucho. Por eso insisto en la educación, porque se perdió mucho tiempo. La educación hecha por gente sabia y honrada. El objetivo es crear generaciones de ciudadanos críticos que sepan distinguir el contrabando de la realidad, que sepan defenderse ideológicamente. Es algo que ya no ocurre. No pretendo cambiar el mundo con esto, pero con Línea de fuego quiero al menos plantear un poco el debate de que no todo es tan blanco o negro, que hay grises. Es justamente en el gris donde está la inteligencia, la lucidez, el debate, la posibilidad de reconciliación. Solo en el gris.
—¿En España también se utiliza la metáfora de la grieta?
—Es una palabra argentina. La uso porque sigo bastante la realidad argentina, tengo muchos amigos allí, a los dos lados de la grieta.
—En España quien ganó la guerra fue la derecha en términos militares. Culturalmente, se instauró que los que ganaron eran todos malos y los que perdieron, todos buenos. Es una suerte de batalla que se da también en la Argentina.
—En España, la guerra la ganó Franco, sus generales, el núcleo impulsor de la guerra. Los banqueros, los obispos. Pero la perdieron los españoles, unos y otros. Los vencedores, los que combatieron, después fueron relegados y enviados a sus casas, a sus arados, a sus campos para trabajar, a sus talleres. Volvieron a ser lo desgraciados que eran antes; los vencidos fueron perseguidos, ninguneados, exiliados y encarcelados. También fueron fusilados. No hubo una España vencedora contra otra. Fue un núcleo vencedor, de derecha o como queramos llamarlo, que se hizo con el país. Mi padre, mi tío y mi abuelo eran personas de la burguesía bien situada de la costa mediterránea española, bien de familia acomodada, con medios económicos, con un nivel cultural alto. En esta burda asociación que se hace ahora estarían colocados en la derecha. Sin embargo, combatieron con la República: un tío mío, voluntario, y mi padre porque le tocó estar forzoso; mi abuelo porque era marino. Mi suegro, el padre de mi mujer, era un joven campesino izquierdista muy radical, y le cayó tocar en el lado nacional. Combatió con el bando franquista y fue herido y fue condecorado por su valor en combate, siendo un joven de izquierda. Ese tipo de contradicciones, de realidades urbanas, es lo que en el discurso actual se olvida. En el momento, todo es mucho más complicado y difuso.
—No gana nadie en la guerra. Llevado al siglo XXI, en el que el valor de la vida es diferente, las guerras hoy son más simbólicas que militares. Quizá no gana nadie en la grieta.
—Nadie. Solo ganan los que manipulan. En España llegó al poder una clase política bastante analfabeta con escasa formación intelectual, con una escasa capacidad ideológica, por decirlo educadamente. Son viscerales. No son cerebrales. Son agresivos y demagógicos, no intelectuales. Es gente joven, y alguna no tanto, que al no contar con bases ideológicas solventes, al no tener una capacidad dialéctica para poder plantear la política en términos nobles o en términos clásicos, recurren a clichés, a lugares comunes, a tú y yo, a buenos y malos, blancos y negros. Están tanto en el arco de la extrema derecha como en el arco de la extrema izquierda. Suplen sus carencias intelectuales con clichés. Si estabas allí, eras malo; si estás aquí, sos bueno. Nada de lo que diga el otro bando me interesa. No quiero escuchar. Es terrible. No quiero oír. En España ocurre que a lo mejor va un político de derechas o de izquierdas a una universidad, algo que ocurre más con los de derechas, y no le dejan hablar. Lo escrachan para que no hable, y eso es muy interesante. Imaginen ustedes que ahora estuvieran vivos Jorge Rafael Videla o Leopoldo Galtieri, o un torturador de la ESMA, y fuera a una conferencia. Sería interesantísimo. Sentarse a ver por qué lo hizo, qué tenía en la cabeza cuando torturaba. Si me pusieran adelante a Jossif Stalin, a Adolf Hitler, al doctor Josef Mengele, a Joseph Goebbels, los escucharía. Después los fusilas, ejecutas, golpeas, insultas, encarcelas, pero antes escuchas. Hasta al malo hay que saber escucharlo. De todo se aprende. Aprendí en la vida mucho más de los malos que de los buenos. Ahora a todo el mundo al que no piensa como uno se le tapa la boca. Las redes sociales están para hacer el linchamiento inmediato. Es tan grave, tan triste, es tal la orfandad intelectual a la que nos condena, que el mundo se está tornando un lugar peligroso. Eso, más allá de mi novela.
—La gente de derecha es la que más padece ese escarnio.
—Sucede por una parte que la gente de derechas tiene una especie de complejo. Saben que ser de derechas hoy en un mundo tan injusto como este no es del todo éticamente sólido. Pero el de izquierdas cree que su identidad ideológica justifica todo. Frente al complejo de la derecha, tenemos también la certeza de que la izquierda se cree con derecho a todo, aunque alguno sea analfabeto. Ese complejo y esa superioridad moral de la izquierda hace que sea la izquierda sea más agresiva en estas cosas que la derecha, tanto en España como en Argentina.
—En este mismo ciclo de reportajes, la diputada del Partido Popular Cayetana Álvarez de Toledo dijo que había que dar una batalla cultural contra lo que llamaba, siguiendo a Mario Vargas Llosa, “la superioridad moral de izquierda”.
—La superioridad moral de izquierda es algo histórico, frente a una derecha basada más en los poderes fácticos, en el ejército, en la banca, en la Iglesia, cosas que no requieren una gran base intelectual. Son elementos muy poderosos por sí mismos. La izquierda siempre tiene como tradición mayor capacidad intelectual, un mayor debate. La izquierda siempre se caracterizó porque leía libros, porque leyendo el libro cambiás el mundo. Antes tenía una capacidad de debate dialéctica muy superior a la de la derecha. Y eso es lo que durante mucho tiempo hizo que la izquierda tuviera mayor peso mediático y cultural, tenía más argumentos evidentes que plantear. Pero ahora no. Ahora la izquierda moderna, que es analfabeta tanto como la derecha, vive de la herencia moral de cuando la izquierda era culta todavía. Ahora hay verdaderos analfabetos españoles o argentinos que hablan con alegría y superioridad moral. Eso hizo mucho daño. Bajo el paraguas moral de la izquierda, que es noble y tradicionalmente necesario, porque cambió para bien muchas cosas en el mundo, se esté cobijando en la actualidad, vía redes sociales, demagógica, una serie digamos de políticos analfabetos, de populistas, demagógicos, que no tienen soluciones. Y eso nos lleva a polarizaciones peligrosas.
—En tu libro hablás de una de las brigadas como “anarquistas, trotskistas, supervivientes de las purgas hechas del POUM pasados al otro bando, gente de unidades disciplinarias y chiquillos de la última quinta organizados a toda prisa para reconstruir un batallón”. ¿Hay una sutil descripción de Podemos en alguno de estos párrafos o de una izquierda más analfabeta?
—No quiero hablar de partidos concretos. Procuro mantenerme al margen de eso. No por miedo ni por nada. Lo hago porque es un debate tan sucio, tan desagradable, que no quiero personalizar.
—Otro texto tuyo del libro dice: “Cuando te acercas, ves seres humanos”. Recuerdo el célebre texto del etólogo Konrad Lorenz “Sobre la agresividad, ese pretendido mal”. Había sido primero reclutado por los nazis, prisionero y después prisionero y reclutado por los rusos. Por azar del destino, estuvo de un lado y después del otro. Decía que todos los generales se cuidaban muy bien de que sus soldados no tuvieran contacto con la población a la que iban a atacar. ¿La comunicación y el conocimiento verdadero reducen el poder simbólico o real de la guerra?
—Línea de fuego aborda este aspecto. Mientras que hay unos poderes que están tanto en el bando republicano como en el bando nacional, demonizando al enemigo, hablando de lo malos, lo perversos, lo inhumanos que son unos u otros, en la trinchera el enemigo está cerca. Aquel con el que se mata todos los días, se dispara, se grita, se insulta, se habla, se separa, cambia tabaco, mira, escucha, le canta una canción, habla de su pueblo, que es el mismo. Se crea una suerte de complicidad entre bandos que molesta mucho al que está manejando los hilos. Eso es muy propio de la guerra civil. La Guerra Civil fue muy española; muy de confraternizar y de matarse al mismo tiempo. Eso destruye el discurso. Cuando uno está, se da cuenta de que el adversario no es el diablo, que es un ser humano, un hombre como él, que tiene miedo, hambre, hijos, familia. En una guerra en tu propia lengua, es tu pueblo, tu memoria la que está enfrente. La gran tragedia fue la guerra. De ahí la infamia de quienes quisieron hacer una línea divisoria. Está claro que la República era lo correcto frente al franquismo. Pero en el frente no había hijos de puta de un lado y ángeles del otro. Es una barbaridad. La trinchera no marca una diferencia entre lo bueno y lo malo.
—Hay un ensayo de Sigmund Freud que habla del narcisismo de los pequeños detalles. Dice que las enemistades eran mayores entre aquellos que tenían pequeñas diferencias. En la Guerra de los Balcanes se peleaba un vecino con otro atrozmente. Pero años antes habían compartido enorme cantidad de elementos comunes. Si se quiere algo más trivial, como la rivalidad entre las selecciones de fútbol: los brasileños con los argentinos o entre los escoceses y los ingleses. El grado de cercanía requiere que se haga diferencia de pequeñas cosas que en realidad no existen.
—Lo vi en los Balcanes, por ejemplo. Aparecen los viejos rencores del pueblo. Ese tipo de rencores se dan, pero también aparecen otras cosas. En la guerra civil se equilibran ambas cosas, tanto el rencor como el conocimiento vecinal. Por eso es tan influyente el trabajo de manipulación que hacen los poderosos. Hay que espabilarse y matar al otro antes de que lo mate a uno. Eso pasa en los Balcanes: “Cuidado que los croatas os van a matar y a por ellos antes”. Y fueron. Cuando alguien tiene cultura en el sentido noble de la palabra, en el sentido generoso, cuando tiene una educación intelectual, es capaz de advertir, de identificar la manipulación de los canallas. Cuando uno no tiene elementos, no tiene antídoto frente a eso, se ve arrastrado por la propaganda, la manipulación, el populismo y la consigna elemental. Eso pasó en España. Buena gente, vecinos que podían ser nobles, que se hubieran ayudado en otras circunstancias, que hubieran ido juntos contra enemigos si hubieran invadido España, se mataron entre ellos. Y en Argentina lo veo. No una guerra civil, pero la incultura, la falta de formación intelectual, crea perfectos instrumentos para los canallas. Se da en la Argentina como en España. Me sorprende mucho que no lo vean.
—Se siembra odio aprovechando las frustraciones que los seres humanos tenemos. Así se crean batallones, reales o simbólicos, en el sentido de redes sociales o en el sentido de líneas de opinión o construcción de un colectivo político basado en la división.
—Deme dos vecinos que se lleven bien y conocimiento de ambos; con capacidad de manipular, conseguiré que se enfrenten. Siempre hay manera de hacerlo: el ascensor, la puerta que no limpias, la gotera de la maceta que riegas y cae en el piso de abajo, el ruido que haces por la noche cuando estás con tu señora o se mueven los muebles. Si esos dos vecinos tienen poca capacidad intelectual, no están preparados, serán más fácilmente enfrentables utilizando esos pequeños elementos. Es lo que hacen los políticos en España, en Argentina y en tantos otros sitios. Es lo que hizo Donald Trump, y otros tantos: utilizar esas pequeñas contradicciones para generar conflicto. Eso es continuo.
—En la guerra hay cuerpo, la diferencia entre la guerra simbólica, que podríamos decir hoy es lo que llamamos la grieta o la polarización del siglo XXI, en la Guerra Civil directamente lo que había eran cuerpos en contacto. La vecindad era muy importante. ¿Qué sucede en el mundo de las redes sociales?
—Cualquier herramienta puesta en manos nobles es positiva. Cualquier herramienta puesta en manos infames, es negativa. Las redes sociales son un vasto campo de ajuste de cuentas. Dan la posibilidad del linchamiento fácil, sin riesgo, hasta anónimo. En una parte está el impulso de la gente que las utiliza para desahogar su rabia, su rencor. En otra, está el manejo interesado y nada espontáneo de quienes las utilizan como herramienta de combate político. Tengo muchos amigos argentinos. Un muy amigo mío es Jorge Fernández Díaz. Es como mi hermano en Argentina. Tengo amigos que están en posiciones políticas diferentes a las de Jorge. Cuando en algún momento menciono a Jorge en las redes sociales, saltan sus adversarios de una manera absolutamente violenta. Las redes sociales son una suerte de multiplicador de ese tipo de situaciones. Antes eran los periódicos, la radio ahora. Otro problema es que cualquiera tiene voz. Eso es bueno y es malo, porque hay gente que tiene voz por motivos no intelectuales sino absolutamente fáciles, populistas y demagógicos. Tengo una edad en que estoy un poco fuera, terminando el recorrido. El mundo que viene ahora, el de los próximos veinte años, será muy difícil en este sentido. No será agradable.
—Hace veinte o treinta años, antes del surgimiento de las redes sociales, la mayoría de los medios de comunicación de calidad y prestigiosos tenían periodistas generalmente de centroizquierda. En Estados Unidos, por ejemplo, la mayoría de los periodistas, dos terceras partes, eran demócratas. ¿Qué pasó en la Guerra Civil Española? ¿Por qué la prensa se fue tornando reaccionaria luego del Watergate?
—La prensa en la Guerra Civil Española, la parte intelectual más solvente, se llevaba bien con la izquierda. También sucedía con las derechas. Hubo intelectuales muy potentes en la derecha como Rafael Sánchez Mazas, como Dioniso Ridruejo. José Antonio Primo de Rivera fue un intelectual bastante potente. Era un hombre culto leído que habla idiomas, no era una mala bestia, no era un estúpido como Benito Mussolini, un payaso, ni un gánster asesino como Adolf Hitler. Tenía una formación intelectual sólida. Había gente con elementos culturales, políticos y sociales muy interesantes en la derecha y también en la izquierda. Pero todo eso desapareció cuando vino la democracia. La izquierda, esa izquierda moderada o esa izquierda culta o razonable, se señoreó del panorama. Ahora esa izquierda culta y razonable despareció y la sustituyó el ruido de las redes sociales y una izquierda mucho más elemental.
—¿Cuánto se parecen a vos los periodistas de tu novela?
—Necesitaba meter la mirada no española, extranjera. Cómo se veía desde afuera la Guerra. Por eso introduzco tres periodistas extranjeros que están viendo la batalla con la mirada del no español. Me interesaba mucho eso. Es un homenaje a mis compañeros reporteros de guerra, tanto a los vivos y algunos de los muertos, como a los que cubrieron la Guerra de España en los dos bandos.
—Usaste la Guerra Civil Española para hacer una novela del presente.
—No soy un historiador; soy un novelista, cuento historias. Pero soy un ciudadano. Intento que a veces mis novelas conecten con la realidad. Mis novelas históricas son falsamente históricas. Si hablo del mundo de Alatriste o del Cid, de la Edad Media, estoy intentando buscar conexiones. Intento explicar el presente. Intento que expliquen lo que somos ahora. Somos lo que somos porque fuimos lo que fuimos. Mirando hacia atrás podemos intuir el presente. La historia para mí es fundamental; es madre de cualquier tipo de compromiso y de cualquier proceso intelectual. Pero fue borrada de los planes de estudio. Hay generaciones de ministros de Cultura y Educación absolutamente analfabetos o absolutamente sesgados. Apartaron la historia, convirtieron la historia de España en una especie de covacha, sin ningún tipo de peso en la vida de la formación de un chico. Un chico que crece sin memoria intelectual está perdido. No puede identificar. Lo nuevo no es más que lo olvidado. Todo ya ocurrió. La historia nos enseña a identificarlo. Nos enseña a reaccionar. Nos explica cómo nuestros abuelos o bisabuelos o architatarabuelos solucionaron problemas que hoy seguimos teniendo. Haber arrasado la historia, haberla borrado de los planes de estudio, dejó a los españoles en una posición de absoluta indefensión frente a quienes manipulan, a quienes utilizan la historia como arma arrojadiza de la política.
—¿A qué atribuís esa exclusión de lo histórico en los planes de estudio?
—No es conspiración, es simple estupidez. A menudo buscamos maldad en lo que a veces no es más que estupidez. Yo creo que es un proceso de comodidad. Es más cómodo. Ni siquiera es deliberado. Hace mucho más daño un estúpido que un malvado.
—Walter Benjamin decía que la historia era como un relámpago de un instante, que no se podía volver a ver nunca más porque uno nunca podía tener los ojos de ese momento. Y antes de la discusión sobre la objetividad en el periodismo, hubo la discusión en la historia respecto del grado de objetividad. Si la historia la cuentan los que ganan, el argumento que muchas veces se escuchó es que si hubiese ganado Hitler la Segunda Guerra Mundial, no se enseñaría la Revolución Francesa porque las repúblicas no hubieran triunfado y no tendría relevancia. ¿Puede haber en ese deseo de omitir la historia permitir alguna intención ideológica de manipular a la gente con la historia, de convertir la historia en captura para discusión del presente?
—La historia no la escriben los que vencen. Es una frase bonita, pero no es cierto. La historia de la Guerra Civil Española fue escrita por los vencidos durante mucho tiempo. Hay muchos más libros publicados sobre el bando perdedor que sobre el vencedor. Hay muchos más libros publicados contra Franco que a su favor. A veces, cuando una guerra acaba de terminar, es normal que el vencedor haga su manifestación escrita o gráfica o visual, pero el tiempo sitúa cada cosa en su sitio. Cuando uno está educado para identificar, puede saber perfectamente cómo fueron las cosas. El problema no es ese. El problema está en el teléfono móvil. Mi teléfono móvil es un Nokia antiguo, vale solo para hablar. Pero en los teléfonos que la gente normal lleva en el bolsillo, hay 3 mil años de cultura, de ciencia, de historia, de memoria, de literatura, de moral, de ética, de filosofía. Pero no recurrimos a ello. Lo usamos para mandar whatsapps, para jugar con matar marcianos o para hacer chorraditas. Lo usamos muy poco para lo que realmente puede valer. No es que la historia la escriben los vencedores; es que no tenemos el menor interés por reconstruirla.
—Debés ser uno de los periodistas con más experiencia en guerras que quedan hoy en el planeta. ¿Hay menos guerras hoy o se libran de manera más simbólica y no de la manera militar del siglo XX y comienzos del siglo XXI?
—No. Hay las mismas guerras. Si uno se pone a mirar en África, encuentra guerras en todos sitios. En Asia también. Pero en este momento el hombre occidental está más volcado hacia sí mismo. Cuando empecé, en los 70, una guerra en Eritrea, en el Golfo Pérsico, en Filipinas, en Nicaragua, en El Salvador, interesaba. En este momento el interés de Occidente está más volcado en sí mismo. Nos hemos vuelto más egoístas. Nos interesan menos los filipinos, angoleños, malienses. Pero los conflictos siguen siendo los mismos. El mundo sigue siendo un lugar peligroso, hostil y muy mal estructurado. La gente sigue muriendo en mil sitios, en mil guerras diferentes. Cambió nuestra percepción del mundo. Es una paradoja: en un mundo global debería ser al revés. El ser humano entró en un proceso que no voy a analizar porque tampoco soy un sociólogo. Solo soy un ex reportero que ahora escribe novelas. No pretendo analizarlo, pero es curiosa la enorme contradicción. Lo que pasa en realidad es que estamos en el final. La historia nos demuestra que todos los imperios nacen, crecen, se desarrollan, fenecen, se caen y mueren, y después llega otro imperio que los sustituye, los devasta, los arrasa y sobre sus ruinas erige un nuevo imperio. Lo que llamamos nuestro mundo, hablo de Platón, Aristóteles, Homero, Dante, Borges, ese mundo de Cervantes, Shakespeare, Montaigne, Montesquieu, Voltaire, está desapareciendo. Llegamos al final de un largo y rico proceso de 3 mil años. Estamos en ese momento de ruido, de caos, de derrumbe, de decadencia, y en una transición que puede durar a lo mejor un siglo. No sé cuánto tiempo durará, y vendrá otra civilización, otro imperio, que nos sustituirá, que sobre nuestras ruinas hará uno nuevo. Habrá monjes que en sus monasterios conserven los restos, como ocurrió en el siglo IV y V d.C. Pero esto se va. Se está terminando. Lo digo sin dramatismos. Tenía que ocurrir, la historia lo enseña y estamos llegando al final. Y todos los finales son caóticos.
—¿Qué responsabilidad tienen los medios en todo este proceso?
—Soy fundamentalmente pesimista. Lamento no dar un mensaje de esperanza. Fui reportero y periodista mucho tiempo. Iba y contaba: la guerra, el muerto, la tragedia. No creo que la prensa vaya a salvar nada ni a nadie. La prensa hace un papel necesario, sobre todo la prensa libre. Pero esto no tiene salvación. Lamento comunicarlo. No hay salvación, no hay solución. Es una batalla perdida. Esto se fue a un lugar ya oscuro, turbio, una descomposición de un cuerpo cultural, social, en el que la prensa noble y honrada, como los intelectuales honrados, como los escritores honrados, pueden hacer un papel de retaguardia, de último combate, de mantener todavía pequeños focos de resistencia donde se refugien los buenos. La prensa honrada, los escritores, los intelectuales decentes, son los monjes medievales que todavía dan un pequeño asilo, un pequeño resguardo, a los restos de ese mundo que se está destruyendo entre nuestros dedos de una manera absolutamente visible. La historia no se soluciona, se vive. No hay solución. Es un proceso que llegó a su fase terminal.
—¿Se acaba el mundo occidental y viene China?
—Se acaba Occidente en el sentido noble de la palabra. Se acaba Homero, Montaigne, Dante, Leonardo, Velázquez. Viene otra cosa. El concepto de ser humano que hay en Asia no es el mismo que en Europa. Allí no existe el individuo. Es la colectividad la que cuenta. Son las hormigas, hormigas rojas cuando era China comunista. Ahora no lo es, pero bueno… Estoy muy orgulloso de ser occidental, de lo hecho en la historia de la humanidad durante 3 mil años, desde Homero hasta ahora mismo. Todo eso no encaja en otras civilizaciones, en otras miradas sobre el ser humano, en otros conceptos del ser humano. Nuestros valores están en retroceso o están siendo asfixiados, aniquilados o apagados o marginados por otros mundos que vienen, por otras culturas que vienen. No digo que sean mejores o peores. No es una tragedia, es un proceso. No creo que exista una salvación, una solución. No vamos a cambiar el curso de la historia. Son muchos los autores que hablan de la decadencia de las civilizaciones, como Oswald Spengler y Arnold Tonybee. Es lo que nos tocó. Disfrutemos cuanto se pueda. Hay una frase mía que repito de vez en cuando: todavía podemos pensar como griegos, luchar como troyanos y, si hace falta, morir como romanos. Pero hay que asumirlo. Vivamos de acuerdo con nuestra época, manteniendo lo que podamos la herencia maravillosa de tantos siglos de progreso, de derechos humanos, de libertades. Pero fíjense en lo que viene. El Islam es la mujer con velo, la ablación, la sumisión de la mujer, la sumisión a un Dios. China es la colectividad, el ser humano no existe. Es el colectivo. Te sacrificas ante un colectivo. Son otras concepciones, mejores o peores. Para mí son peores, porque fui educado en la mía.
—El modernismo se caracterizó por un positivismo que podríamos decir tiene a Hegel con la idea del espíritu de la historia como una flecha ascendente. La humanidad va siempre progresando, siempre en una tendencia ascendente. ¿Lo que llega será peor o mejor?
—Se acabó.
—¿Se acabó también Hegel?
—La curva ascendente ahora ya está en la descendente. Se acabó. Es algo irreversible pero no pasa nada. No es dramático. Mi esfuerzo es hacer comprender que no es dramático. Nos tocó como le tocó al romano del siglo IV vivir en Roma, o al bizantino cuando cayó ante los turcos. Vivamos de acuerdo a nuestro tiempo con coronavirus, con mascarilla, con lo que sea, con analfabetos políticos. Vivamos de una manera decente y honrada, pero sabiendo, y eso es lo importante, sabiendo siempre dónde estamos, sin engañarnos. Eduquemos a los niños no en el cuento de Blancanieves, no en la fábula estúpida que los hace vulnerables frente a los lobos y los canallas. Eduquémoslos en la lucidez, en asumir que es una época de destrucción, de demolición de un mundo. En las demoliciones, hay momentos hermosos, hay vidas, hay amor, hay lealtad, hay compasión y camaradería, hay cultura. El futuro maravilloso que jamás va a llegar. Por eso mi obsesión siempre es la educación, los niños, preparémoslos, vacunémoslos, que se preparen, insisto, no para la estupidez buenista, sino para la lucidez crítica.
—¿El coronavirus resulta un síntoma de esa bisagra?
—Para mí es diferente. Tengo 70 años. No voy a ver el mundo normal. Lo que me quede, que serán no sé cuántos años, el mundo, mi mundo, el mundo en el cual yo crecí, viajé, me crie, me eduqué, leí, viví, amé, peleé, desaparece. Esto se lo ha llevado. Es el final de ese mundo, lo que decía Stefan Zweig, el mundo de ayer. Ahora viene otro. La pandemia no es un accidente puntual, es un cambio de manera de entender el mundo, la vida, y es un barrer ciertas cosas del mundo pasado. No voy a ver los resultados, soy demasiado mayor, pero los jóvenes sí los verán. Haya vacuna o no, pase o no pase, dure un año o dure cinco, el mundo ya no va a ser exactamente igual. Esta pandemia es como la caída de Bizancio o de Roma. No es el final del mundo. Es el final de mi mundo. Mi educación me permite asumirlo. Y además la vida como reportero me enseñó que las cosas arden y se queman y la gente muere, y que el mundo es un lugar hostil y peligroso. Estoy psicológicamente preparado para asumirlo. Ojalá cuando vengan los momentos duros los jóvenes de ahora estén preparados para hacerles frente sin enloquecer. He visto sociedades enloquecer por guerras, epidemias, catástrofes. Perder todas las referencias morales, éticas, y el egoísmo humano. Más nos vale educar niños que el día de mañana sean capaces de afrontar con esa serenidad el mundo difícil que vendrá.
por Jorge Fontevecchia*
Perfil, 1 de marzo de 2021
* Cofundador de Editorial Perfil – CEO de Perfil Network
Producción: Pablo Helman, Débora Waizbrot y Adriana Lobalzo