“Temporis progressu, utilitatem perpetuo”
El latinajo dice bien. Cambia el tiempo, pero las políticas― los políticos― permanecen. Hoy como ayer, en lugar de ser servido el pueblo prevalecen los partidos. Esto es, cada político con su “yo” particular, anteponiéndose al “nosotros” (el pueblo)
(Lo que vamos a tratar aquí bien puede valer para cualquier país del orden mundial (incluido el del lector que me lee― valga la redundancia― Porque las políticas y los partidos son muy parecidos en todo el mundo)
Deshojando las caducas hojas del tiempo retrocedamos a los albores del siglo pasado. Corría por aquel entonces el año 1903 cuando la revista “Alma española” encuestaba a diversas celebridades de la vida pública, políticos e intelectuales. El enunciado del reportaje respondía al sugestivo título “El porvenir de España”. Entre ellas estaban Antonio Maura (Presidente del Consejo de Ministros durante el reinado de Alfonso XIII), Romero Robledo (Ministro), el conde Romanones (político), Blasco Ibáñez (novelista) , Miguel de Unamuno (filósofo y escritor) y Pablo Iglesias ( fundador del Partido Socialista)
La pregunta era de largo alcance: “¿Cuál debe ser la base para el engrandecimiento de España?”
(Me permito llamar la atención del lector a fin de hacerle observar cuál era entonces la situación― más de un siglo lo contempla― y cuál es hoy)
Maura y Romero argüían que desde hacía más de un siglo se practicaban políticas execrables y que los gobernantes debían sobreponerse a la política de partidos.
Seguramente, tú, lector, pensarás para tus adentros que también hoy se vienen gestionando políticas condenables que han traído la ruina y la división al país, y que la sociedad se hunde en una miseria galopante, en la que sobreviven los de siempre, los que más tienen y los que mandan. No, no verás por lo general, que cuando abandona un político la política lo haga con una mano delante y la otra detrás, sino más bien por la puerta giratoria. Durante el mandato los hay que incluso azuzan a unos contra otros sembrando el odio, dividiendo al pueblo en dos bandos: los buenos― ellos― y los malos― los otros―. Basta con crear una “memoria histórica”, cuando las viejas rencillas quedaron superadas en una transición en la que participó todo el pueblo. Faltan cabezas suficientemente amuebladas. El sur debe mirar al norte.
Romanones hablaba de la necesidad de la cultura. Hoy bien podríamos preguntarnos: ¿Qué cultura es aquella que se viene cambiando conforme se altera el signo político? Fácil es deducirlo: aquella que se adapte mejor a la finalidad de los que mandan. Y si es necesario reescribir la Historia, se hace. Memoria histórica la llaman. La memoria nunca es historia, sino recuerdo de ella. Por eso, los programas educacionales no responden a la finalidad docente, sino a la ideología del poder.
Blasco Ibáñez, el prolijo autor de novelas como “Cañas y barro” o “La araña negra”, de tendencia “progre” respondía con aquello de que el pueblo fuese gobernado por la “ciencia impía”. Sabemos lo que es ciencia. Impiedad, también. Pero, ¿qué diantres es eso de la ciencia impía? Porque, hasta donde podemos saber, el conocimiento científico se obtiene mediante la observación y la experimentación. ¿Cómo habrá de medir la ciencia la piedad o su contraria? A no ser ― y también hoy se viene haciendo― que se trate de legislar desde la increencia de los mentores del materialismo dialéctico, reduciendo al hombre a mera materia. Una pseudo religión de corte marxista, en la que su paraíso se queda en los gulags o el aislamiento social.
Respondía nuestro inmortal Unamuno: “El porvenir no está en un punto determinado. Eso es para los sectarios. Al enfermo que yace extenuado por el hambre, y el hambre la ha traído la inapetencia hay que hacerle comer, y esto se logra por sugestión. De orden espiritual ha de ser la nuestra”
La testa del filósofo rasga con el bisturí de la palabra le pregunta a la que se le somete. Pues, en efecto, el porvenir no reside aquí o allí. El hombre es materialidad, pero también espíritu. Y no se le puede llenar de las necesidades de fuera a costa de sofocar las de dentro, que le distinguen de cualquier otro animal. Ha de llenarse el estómago ciertamente, pero no por ello descuidar cotas más elevadas. Y paradójicamente hay partidos que pretenden hacerse con el control del individuo, ahogando cualquier voluntad trascendente, viniendo así a convertirse en pseudo religiones laicas
Nos queda un último escalón y es el de hacer partícipe de la política a los ciudadanos. Según insistía Pablo Iglesias, el votante ― no olvidemos que ha de hipotecar su voluntad durante cuatro años― debe “trocar su quietud en actividad”.
Es comprensible que estemos cansados de la política― mejor, de los políticos―; nadie ocupa el espacio propio. La derecha se ha desplazado al centro. El centro oscila entre la derecha y la izquierda. Y la izquierda araña votos del centro y si es posible de la derecha.
Amén de pequeños partidos separatistas que sólo apoyan recibiendo prebendas. Una colección de chupópteros que recogen las migajas a costa del resto del país. Y lo peor, es que no se puede prescindir de tanto mequetrefe intelectual, ― ¿a quiénes salvar?, ―pues sería como venir a caer en el anarquismo.
A estas alturas― 118 años lo contempla― no me siento capaz de hacer aflorar la verdadera intención que puedan encerrar sus palabras. Puedo intuirla, interpretarla, eso sí. Posiblemente se referiría a la actividad callejera; a exigir a la clase dominante aquello que propugna la que no ocupa el poder en ese momento. El Pueblo no puede contentarse con las migajas que se le echa para mantenerlo callado. Antes era pan y circo; ahora promesas que no suelen cumplirse y acaban emporando los logros adquiridos.
Si se quiere engrandecer en país ha de regenerarse la política. Hace siglos, Jerjes, sucesor de Darío, rey de los persas invadió Grecia. Cuando los griegos tuvieron noticias de ello, al principio lo ignoraron, cómo si mirando hacia otro sitio se solucionase el problema. Tuvo que surgir Leónidas de Esparta, y con sólo trescientos guerreros hacerles frente en el desfiladero de las Termópilas, si bien finalmente acabó sucumbiendo ante el poderío del atacante. No obstante, al contemplar su gesto, el pueblo reaccionó y terminó expulsándole. Se impone, pues, reconocer la situación. Después, analizarla. Y finalmente reaccionar. Demandar cambios. Lamentarse no sirve para nada. Si el pueblo calla, el pueblo sufre. Ha de saber exigir. ¿Exigir, pero qué?
Ha de exigirse que los altos cargos― el primero de ellos, el Presidente del Gobierno― sean ocupado por personas de reconocida valía, formación y competencia. Acreditar un código superior que le haga ir más allá de sus propias conveniencias e incluso las del grupo que le ha aupado al poder. Sus certidumbres han de hacerle entender que está para servir al pueblo y no para servirse de él. Ha de poseer la capacidad de liderazgo ético para interpretar qué es lo que realmente necesita el pueblo, sin plegarse a los intereses de los lobbies― aunque pudieran proporcionales votos―, estando dispuesto, si su propia conciencia lo rechazase a enfrentarse con sus colaboradores y votantes. Saber distanciarse de una ética y moral laxa. Tomar conciencia de que el pueblo no le pide que se convierta en ideólogo, ni tampoco que trate de descafeinar las tradiciones, ni siquiera que les conculque su propia ideología, sino, más bien que su trabajo ha de consistir en el mayor bienestar para los ciudadanos.
La titularidad de cada ramo ha de recaer sobre la persona más idónea― que por supuesto ha de ser conocedor del medio― Así, si se trata de Economía, el economista de mayor prestigio y experiencia. Si Sanidad, profesional cualificado del ramo, si Cultura, alguien relevante en el mundo de las letras, si Ejército un militar de graduación y mando. Profesionales y tecnócratas.
Ha de exigirse que mande el partido más votado, y no que el ganador acabe como perdedor por hacerse una coalición entre los perdedores después del sufragio. Las coaliciones se hacen antes de los comicios para saberse qué ofrecen y a quién se vota realmente. Lo contrario resulta un fraude. Ahí están si no, las alianzas con formaciones insignificantes dispuestas a venderse por un puñado de prebendas, ― como Saúl vendió su primogenitura por un plato de lentejas― Partidos que saben que no pueden resultar ganadores, pero sí sacar la mayor tajada posible para sus intereses, aun yendo contra el interés general del Pueblo.
Ha de exigirse que sean cumplidas las promesas electorales que figuran en el programa de su Partido. El político― desgraciadamente, convertido en profesional de la política― exprime todos los recursos posibles para acercarse al ciudadano. Entre ellos la mentira, a sabiendas que nunca podrá cumplir determinadas promesas electorales. No se entiende que sea un delito la publicidad engañosa ― aquella que figura como reclamo para atraer la voluntad del comprador― y sin embargo se mienta al pueblo sin incurrir en delito fragrante.
Ha de exigirse que el gobernante responda de su gestión. No es concebible que un delito menor cual es robar una gallina pueda acarrear pena de un año de cárcel, y sin embargo el máximo mandatario de un país pueda irse de rositas haga lo que haga. ― Fíjense, si no, en algunos políticos de generaciones precedentes cómo han dejado económica y moralmente su país y disfrutan de una situación envidiable― No hace tanto tiempo, el Presidente de Islandia, al abandonar su cargo fue sometido a juicio y condenado por malversación. Si se quiere elevar la categoría de la política, habrá que responsabilizar de ella a los que la dirigen. Que entiendan que no quedará impune la comisión de un delito, lo cual implica prestar atención a cada decreto o ley que se apruebe. Una vez concluido su periodo, el Presidente se someterá a juicio para reconocérsele y premiar su labor en favor del país, o por el contrario le serán exigidas responsabilidades. Sin descontarse que a alguno pudieran concederle la baronía de la inutilidad.
Por Ángel Medina