Teatro Colón, viernes 18 de marzo de 2016
Por Néstor Iglesias
El Teatro Colón homenajeó la memoria de Alberto Ginastera, a 100 años de su nacimiento, el compositor argentino de música clásica más trascendente en el plano internacional del Siglo XX. Basó su producción operística en una receta muy frecuentada, combinando escenas explícitas de sexo, violencia y muerte, en franca interpelación a la sociedad y a las vivencias personales que lo rodearon en su época.
La concepción dramática cultivada por Ginastera, según testimonios del propio Maestro, fue influenciada por los momentos históricos y las vicisitudes socio-políticas que le tocaron vivir, orientando su inspiración hacia lo que se podría definir como “tragedia musical”, derivada del teatro musical de acción. Transitó al límite con las buenas costumbres burguesas de la época, confrontando tanto con determinados sectores de ciertos grupos dominantes al intentar desenmascarar la hipocresía con que ejercían algunas prácticas ocultas, como también con las vanguardias culturales autodefinidas como iluminadas, aunque carentes del control político-económico.
La aceptación local de sus obras estuvo muy lejos de los públicos que abrevaban en la música académica, y desconocían la producción de fuerte sesgo nacionalista de una generación de compositores latinoamericanos influenciados por las tendencias europeas de la primera mitad de siglo. En el ámbito lírico, la temática sobre la que trabajó Ginastera no fue tan diferente de la habitual en el género. Lo que en los siglos XVIII y XIX eran tratados bajo la calificación de heroísmo y pecado, o entre el poder y la traición, el Maestro lo mostró como tragedias que se desarrollaban entre la violencia y el sexo, entre el sometimiento y la degeneración. Si no nos detenemos en el grado de exposición y en las formas estéticas y grotescas que primaron en su producción, las mismas no están muy apartadas de la generalidad de los argumentos operísticos.
No obstante, la profundización en la búsqueda del rédito en la experiencia morbosa de la relación sexual traumática y violatoria, emparentada con la concepción protestataria del Maestro, la exposición del detalle explícito en el libreto y por ende en la escenas que desatan los nudos del conflicto, y la impermeabilidad cultural de las audiencias habituadas a un repertorio apretado, y por ese entonces deslumbradas con el redescubrimiento mundial del bel canto, sumieron a las tres óperas de Ginastera en el ostracismo y el olvido. Tan solo la prohibición de Bomarzo que dictara el presidente de facto Juan Carlos Onganía proyectó a la misma a las vidrieras del ambiente, por el simple hecho de hablarse de ella más allá de sus valores intrínsecos, y a los comentarios de los pocos viajeros de aquellas épocas que pudieron relatar la hazaña de haberla visto en algún escenario extranjero.
Nacido en 1916, el joven Alberto Ginastera asombró con apenas 20 años de edad con su música para ballet Panambí, iniciando un período muy fecundo de composición, que los musicólogos catalogan como “Nacionalismo Objetivo”. La pieza había sido estrenada en el Teatro Colón por Juan José Castro, y fue presentada por primera vez en Estados Unidos años más tarde por la Orquesta de la NBC, bajo la batuta de Erich Kleiber. Las formas musicales utilizadas coqueteaban con el poema sinfónico, y en ellas el Maestro se involucró en una gestión musical descriptiva de leyendas fantásticas con elementos románticos tomados de las culturas pampeanas y guaraníes. Fue una etapa de riquísima inspiración para sentar las bases de un estilo propio latinomericano, a la manera del mexicano Silvestre Revueltas, o de algunas obras del carioca Heitor Villa-Lobos, aunque el brasileño estuvo mucho más influenciado por la Europa de la preguerra.
Se pueden descubrir una gran carga tonal, armonías originales que remiten inmediatamente al sur del Nuevo Mundo, tiempos y cadencias que revelan la trascendencia de Béla Bartók, la arrolladora energía de Igor Stravinsky, y muchas de las propuestas armónicas de Claude Debussy y Manuel de Falla. La pieza más frecuentada hoy día por la orquestas sinfónicas de las plazas musicales más importantes de Occidente es la suite de ballet Estancia (varias veces reformulada desde 1941), estructurada en varias secciones entre las cuales su danza final, el célebre Malambo, ha sido sindicado como inspirador del ballet Rodeo (1942), una de las obras más reconocidas del norteamericano Aaron Copland. Melodías frescas, joviales, con ritmos sostenidos y decididamente vitales, confieren a sus obras una fuerza emocional casi beethoviana.
Tras una profunda depresión anímica motivada por su decidido enfrentamiento con el régimen peronista, Ginastera emigró a los Estados Unidos gracias a una beca Guggenheim postergada durante el transcurso de la Segunda Guerra Mundial, en donde comenzó a desarrollar las actividades que lo catapultarían como uno de los músicos más influyentes de su época. De regreso a la Argentina, y en decidida oposición al gobierno que ya estaba en decadencia, sufrió la postergación económica y cultural al que lo sometieron las autoridades, hecho que seguramente marcó el nuevo cauce creativo del Maestro. La politonalidad amalgamada con un fuerte cromatismo, y la incorporación de nuevos elementos tímbricos y percusivos, impulsaron al propio compositor a autodefinirse como mentor del “Nacionalismo Subjetivo”, en el que se entremezclan motivos folklóricos locales matizados por atonalismos y disonancias que son de fácil incorporación, aún para oídos no preparados o poco permeables a las tendencias de lo que por ese entonces era de última hora.
Tras la Revolución Libertadora de 1955, su trayectoria local despegó hacia nuevos horizontes, y en 1958 estrenó su Segundo cuarteto de cuerdas en Washington, pieza que lo proyectó a los primeros planos internacionales y a partir de la cual le siguieron numerosos encargos, la gran mayoría de ellos con el beneplácito de la crítica especializada y de los grupos ultra-modernistas que profesaban el culto por el atonalismo y el serialismo. Impulsado por los sucesivos éxitos, el Maestro se abocó al desarrollo de nuevas técnicas experimentales en la materia.
Atrás habían quedado las estéticas telúricas nativas y las armonías que remitían a una Sudamérica profunda, precolombina, inocente, llena de encantamientos y “realidades mágicas”, para dar lugar a la etapa que ha sido denominada de “Neo Expresionismo”, durante la cual el tránsito por el modelo dodecafónico y el poliestilismo lo impulsaron a declarar que su apego por el folklorismo sofisticado y espiritualizado de Bartók, y el estilo nacionalista que había cultivado, eran cosas del pasado.
Fue en esos últimos años cuando Alberto Ginastera incursionó en el ámbito operístico con sus tres producciones; en primer lugar fue Don Rodrigo (1963-64), con libreto del dramaturgo y literato español Alejandro Casona, autor de Los árboles mueren de pie. Una estructura musical simétrica, con fuerte descripción dramática de los conflictos psicológicos de la actualidad alrededor de experiencias de amor y muerte transportados a una ambientación de la España a punto de sucumbir bajo la invasión musulmana.
Le siguió la controvertida y censurada Bomarzo (1966-67), que con libreto de Manuel Mujica Láinez sobre la novela homónima de su autoría, describe mediante una sucesión de escenas del pasado del protagonista, al estilo flash-back, la obsesión por la inmortalidad, la perversión, la prostitución, la traición, los celos y el desenlace de la muerte. Al poliestilismo musical del tratamiento instrumental, al que le sumó efectos espaciales proporcionados por una percusión multisonora y elementos microtonales aleatorios, introdujo en el plano vocal la alternancia entre la declamación y el canto “de cabeza”. Pero el hecho significativo de la trascendencia de esta ópera fue el decreto municipal 8276/67, que con considerandos fundamentados en el dictamen de una comisión asesora (?) que recomendaba “adoptar las medidas necesarias para resguardar la moralidad pública”, excluyó a Bomarzo de la temporada lírica 1967 del Teatro Colón de Buenos Aires.
Su tercer obra para el teatro musical fue Beatrix Cenci (1971), encargada para la apertura del Kennedy Center de la ciudad de Washington, y para cuyo libreto Ginastera convocó a William Shand, un novelista y dramaturgo escocés radicado en Buenos Aires desde muy pequeño e impulsor de una fina y delicada polémica sobre la realidad argentina de la época, y al poeta Alberto Girri, dueño de un estilo intelectualizado y confrontativo con las costumbres y tradiciones locales. El origen argumental data de crónicas italianas de Stendhal y de la obra Los Cenci de Percy Shelley, pero seríamos injustos si no mencionamos y destacamos la influencia en la génesis de esta ópera del novelista, dramaturgo, actor y director de teatro Antonin Artraud. Creador del denominado “teatro de la crueldad”, el francés entendía que una pieza dramática debía alterar a la audiencia tanto como fuera posible, por lo que proponía una mezcla de elementos lumínicos, sonoros y escénicos perturbadores, a fin de plasmar durante el desarrollo de la acción su visión nihilista del universo mediante la utilización rigurosa de la palabra para incitar al caos.
Artraud consideraba que su obra Los Cenci no había ilustrado suficientemente bien sus pretensiones de poner en escena su “teatro de la crueldad”, pero había preparado el camino para ello. Parecería haber un vaso comunicante entre algunas características sociales de las clases dominantes en los tiempos renacentistas, eminentemente cristianos y dogmáticamente neo-aristotélicos, y la concepción revisionista del teatro-tragedia musical de Ginastera. Se sabe que la simple mención de la palabra “Renacimiento”, en su connotación histórico-artística remite inmediatamente en el imaginario popular a una imagen de belleza estética pocas veces igualada por la Cultura Occidental, y que además está acompañada por una dimensión del ser humano pre-burgués encasillada en las características de filántropo y promotor del canon del arte. Tanto Artraud como Ginastera se revelaron ante la desmesura de aquella imagen e intentaron mostrar al villano, al anti-héroe, al monstruo que se escondía detrás de la impunidad del poder económico o político. Las atrocidades de la Roma del siglo XVI parecen haber sido la excusa y el vehículo para representar las impresiones que el Maestro conservó de la decadencia de la Argentina de post-guerra, y de todos los vicios y excesos que metafóricamente se explicitan en la ópera.
Desde lo estilístico, y fiel a la multiplicidad de corrientes que se aúnan en sus composiciones tardías, el Maestro incluye visiones oníricas deformadas a la manera sub-realista, que disimulan la violencia inherente al flagelo sexual más despreciable, o al desentendimiento de la instituciones Justicia o Iglesia con las aberraciones evidentes que se van desarrollando. Esta debilidad moral de quienes deben ser guardianes de los más elevados ideales del ser humano desata la indignación entre el público pasivo, y moviliza hacia la rebelión a las audiencias más reactivas. La “Crueldad” de Artraud se potencia con los sonidos extraños, profundamente desgarradores, peligrosmente estimulantes que Ginastera arranca de la orquesta y del coro. La dictadura que cobardemente protagonizó la triste “noche de los bastones largos”, la que prohibió la ópera Bomarzo, los ballets La consagración de la primavera de Stravinsky y El mandarín maravilloso de Bartók, y la película Blow up de Antonioni, entre tantas obras de teatro en el Instituto Di Tella, se prolongó después del “Cordobazo” a través de otros presidentes argentinos de facto.
Ninguna autoridad de la cultura local, y mucho menos Levingston o Lanusse, se dio cuenta que en la capital de los Estados Unidos, el presidente Nixon, su esposa, Joan Kennedy, esposa del senador Edward Kennedy y el productor Gerald Freedman director del éxito del musical Hair fuera del circuito de Broadway entre otras personalidades, se estremecían durante el estreno de Beatrix Cenci y ovacionaban a Ginastera el viernes 10 de septiembre de 1971. El reconocido crítico musical del The New York Times Harold Schöenberg escribió en el influyente suplemento cultural del diario “La obra es poderosa y emocionante. El idioma musical de Ginastera es el ideal para la expresión de odio, temor y angustia que se desprende tanto del mundo actual como de la sociedad renacentista en la cual trascurre el drama vivido por la bella Beatrix Cenci, incorporada, definitivamente, al elenco de las más sufridas y cautivantes heroínas de la ópera de todos los tiempos“. Se necesitaron más de 20 años para que subiera al escenario del Teatro Colón, en 1992, con la dirección musical del maestro Mario Perusso.
Las actividades líricas de la sala principal del Teatro Colón arrancaron en 2016 con un merecido homenaje al compositor argentino de música académica y de óperas de mayor presencia en el plano internacional, con la presentación de Beatrix Cenci. El libreto se enmarca en hechos verídicos acontecidos en Roma a fines del siglo XVI, narrando algunos episodios en los que el conde Francesco Cenci es asesinado por su familia como consecuencia de los abusos y vejámenes aberrantes para con todos sus allegados y particularmente con su hija Beatrix, en un contexto político en el que el conde, tesorero de los Estados Pontificios, imponía su voluntad incluso ante las máximas autoridades eclesiásticas.
La obra, que originalmente tiene dos actos, fue presentada sin interrupciones, lo que desde el punto de vista dramático mantiene la tensión teatral, especialmente tomando en consideración que lo textos están muy cargados de metáforas y referencias a un conflicto entre las realidad que viven los personajes y el plano onírico en los que se los trata de colocar; esto último, posiblemente encierre el propósito de ubicar en una dimensión atemporal el relato y poder conectarlo con la época de su autoría.
En tal sentido, la puesta dirigida por Alejandro Tantanian trató de reflejar mediante la utilización de miniespacios la gran variedad de instantes en los que se expresa la corrupción, la perversidad a través de la violencia, el sometimiento sexual y orgiástico, la irracionalidad de la alegría del padre por la muerte de sus hijos, el desconocimiento de reglas y relaciones jerárquicas ante la supremacía del poder. Tras una impresionante escena inicial en la cual el coro, casi al estilo griego es testigo de la historia, la comenta y reflexiona sobre la misma, en la que se despliega una gama de matices vocales en múltiples voces excelentemente amalgamadas y que, a pesar de la formación estática transmite un movimiento expansivo colosal, el resto de la versión estuvo sobresaturada de figurantes y personajes que mediante el desnudo innecesario o el uso de un vestuario incoherente diseñado por Oria Puppo, provocaron el corrimiento del foco de atención natural en los protagonistas y distrajeron a la audiencia.
La escenografía, también de Oria Puppo, planteó un gran espacio similar al interior de un palacio que puede ser el familiar o el de un tribunal, cuyas paredes son continuamente limpiadas por personal de maestranza, brindando la idea de cómo la Justicia lava las causas y hace caso omiso de los hechos delictivos que se desarrollan en su propio medio. La escena final proveyó un cadalso que se asemejaba a una cápsula de un juego de parque de diversiones, algo que quien suscribe este comentario no llegó a comprender. Las proyecciones diseñadas por Maxi Vecco refieren fundamentalmente a textos de Artraud, y tratan de poner en tema a la audiencia mientras la orquesta y el coro van haciendo crecer la tensión y la opresión dramática que propone la ópera. La iluminación estuvo a cargo de David Seldes, y poco aportó a la belleza plástica del escenario, sumando algún desconcierto adicional al desenlace de la obra.
Poder opinar críticamente del desempeño de la Orquesta Estable es verdaderamente difícil, en virtud del profundo atonalismo, los quiebres sonoros entre los que se introduce una gama muy amplia de efectos de percusión poco habituales, y los tiempos musicales irregulares. Hay incursiones melódicas de neto corte neo-clásico, a la manera de Stravinsky, y aún algún ritmo y secuencia barroca que emparenta con la danza al compás de 6/8. Lo cierto es que este cronista no apreció “vacíos” o “titubeos” musicales, y la fusión que el maestro Guillermo Scarabino logró entre el foso y el Coro Estable, este último digno de los mayores elogios bajo la experta dirección de Miguel Martínez, fue realmente agradable.
El protagónico de Beatix estuvo a cargo de la experimentada soprano Mónica Ferracani, la que lució su habitual caudal y volumen, aún en los momentos en que la orquesta alcanzaba su mayor expansión. Las alternancias entre canto pleno y declamación también establecieron diferentes percepciones vocales, son la evidencia de las dificultades que plantea la partitura para los cantantes. Las marcaciones indicadas por la dirección escénica no permitieron el lucimiento de sus probadas condiciones actorales.
El barítono Víctor Torres encarnó al Conde Francesco Cenci. El punto fuerte de su performance estuvo en toda la gama de recursos gestuales, movimientos de su cuerpo e interacción histriónica con el resto del elenco. Poseedor de una finísima técnica de canto, en este tipo de óperas, con líneas vocales fragmentadas y partes habladas, no luce a la par de todas sus capacidades.
El papel de esposa de Francesco fue interpretado por la mezzosoprano Alejandra Malvino, quien lució particular fuerza en sus duos con Beatrix, y ofreció una Lucrezia abrumada por la culpa y la inacción. Excelente participación del tenor Gustavo López Manzitti en el rol de Orsino, quien huye de la responsabilidad de enfrentar la situación y defender a la que fuera su amada. Con potente volumen, excelente dicción en español, apreciable musicalidad y gran entrega en lo actoral, fue un punto destacado en el nivel de la función del viernes 18 de marzo.
La mezzosoprano Florencia Machado interpretó al conspicuo Bernardo, uno de los hermanos de Beatrix, mientras que el bajo Mario Di Salvo ofreció el rol de Andrea, y el barítono Alejandro Spies personificó a Giacomo, el otro hermano, con su habitual solvencia. Correctos Sebastián Sorrarain, Iván Maier y Víctor Castells como los tres invitados, completaron un elenco que evidenció dedicación y pasión por una obra que presenta serias dificultades para los cantantes líricos.
La versión de Beatrix Cenci ofrecida por el Teatro Colón fue, al igual que toda la producción de Alberto Ginastera, agresiva sensorialmente, desconocedora de la pasividad y fuertemente estimulante. La concepción de la versión se basó en una interpretación política y estética de la obra que pareció reflejar el enfrentamiento del compositor con el régimen dominante en el país durante muchos de los años en que le tocó vivir, y fiel a las características propias del “Teatro de la Crueldad”, con todos los recursos estimulantes disponibles para movilizar al público.