Por Carlos Penelas
Vivimos rodeados de decoraciones, de escenografías cotidianas, de saturaciones que funcionan de manera lateral, de mal gusto. La experiencia de la vida siempre condiciona al poeta. Hay un mundo que se crea ante la decadencia de todo lo que existe. Y debemos observar que la dualidad de la poesía frente al existir es sólo aparente.
Como toda obra de trascendencia la de Borges actúa en un ámbito literario universal. Sin duda hay otras convergencias, la hispanoamericana, la europea. En Argentina, durante décadas se la ha tildado de extranjerizante. Sin duda es argentina por la avidez cultural cosmopolita, entre otras cosas. En primer lugar – son varios los enfoques que intentaremos señalar de forma sintética – la insularidad de su prosa, la novedad de la prosa borgeana es una realización privilegiada de la tradición hispanoamericana. Pero en toda su obra admiramos la mirada de un escritor dotado para la especulación intelectual. Y hay, además, una reelaboración de nuestra realidad cultural. Recuperamos en sus páginas la complejidad de su mundo pero también nuestra propia invención del hecho creador.
Creemos oportuno recordar que muchos de sus detractores no vieron, o no quisieron ver, sus textos y sólo glosaron sus opiniones periodísticas. Allí está, como ejemplo, el poema Cristo en la cruz, perteneciente al libro Los conjurados. Ni al populismo que amenaza la soledad y la ética. Escribió además: “…desconfiaríamos de la inteligencia de un Dios que mantuviera cielos e infiernos”.
La teología era para Borges lo más fascinante de la literatura fantástica.
La particularidad de su poética está en haber interpretado el arte como continuidad y superación, más que como ruptura con la tradición. El poeta aspira a un arte intemporal desde una visión metafórica de su existencia. Su lírica significa un renovado lenguaje de condensación. Sus raíces son parte de la tradición de la poesía metafísica. Y fundamenta, a su vez, una ética no dogmática.
En su temática encontramos los antepasados, la patria, la memoria y el olvido, el ejercicio de la literatura. La soledad y la muerte.
La literatura argentina cuenta, después de Sarmiento, con escritores que tuvieron fama internacional: Lugones, Sábato, Cortázar, Borges. Y otros que formaron la frondosidad de la literatura nacional como Ricardo E. Molinari, Luis Franco, Manuel Mujica Láinez, Ezequiel Martínez Estrada, Horacio Quiroga… Divergencias y convergencias, sin duda, pero estamos intentando hacer una lectura estilística. La estética de Borges es la de un creador de metáforas. Enfatiza la metáfora como núcleo del lenguaje literario.
Entre los símbolos más conocidos en su obra se encuentran el laberinto y el espejo. Símbolo de la prisión (real o imaginaria) el primero; revelación del propio ser, el segundo. Desde luego, hay otras interpretaciones. Estas son las más afines a nuestro sentir.
Recordemos un juicio de Julio Ortega. “Como ocurre con Mallarme y con Joyce, y también con Vallejo y Neruda, la crítica sobre Borges forma parte ya de la misma obra de Borges: no porque sea su paciente tributo, sino porque desarrolla su existencia intelectual, diseña el ámbito de su aventura creadora y, en fin, da cuenta de su radical renovación del acto literario”.
La excepcionalidad, no es un dato menor, se licua entre la multitud. La omnipotencia se transforma – de más está decir en estos tiempos – en carencia. La literatura un resquicio, en algunos casos una obstinada ostentación. La literatura edificante no se ha detenido, como sostiene David Viñas, en las sacristías ni en las congregaciones beatas.
La literatura – en una época de globalización, banalidad y decadencia generalizada – tiende a polarizarse, a esfumarse. Se hipertrofia la espiritualidad, se crea una escenografía en torno a lo inmediato. La creación necesita silencio, tiempo, maduración. Y advertimos que las contraposiciones resultan cada día más homogéneas. Sin pedestales, entonces. Sin apelaciones a lo sentimental.
Quien lea sus páginas encontrará a uno de los creadores más lúcidos y de inevitable pluralidad, una voz propia que pertenece al tiempo. Conforma una emoción intelectual, una pasión por el idioma, una búsqueda emotiva del símbolo, la integración equilibrada de lo nacional con lo universal. Eso es lo que hay, eso es lo que leemos. Su vigencia continuará dentro de un mundo cultural cada vez más asediado. Pero también necesitamos preguntarnos – sin ingenuidad, sin idealizaciones – quién lee en estos tiempos a Víctor Hugo, a Benito Pérez Galdós, a Rubén Darío. Si jóvenes universitarios desconocen la Guerra Civil Española o La Comuna de París, estudiantes de teatro ignoran a Meyerhold, jóvenes escritores no leyeron a Paul Groussac o a Luis de Góngora me es muy difícil hablar de su vigencia. El legado existe, está en su poesía y en su prosa. El resto forma parte de una sociedad rodeada de astucia y grosería. Quedan islas, sin duda. Lugares donde se crea, se trabaja y se siente lo utópico del hombre.
Entre las amenazadas virtudes nacionales la lectura de Sarmiento o la de Borges comparten el cielo traslúcido de lo intemporal. Allí la poesía, el tiempo de la utopía. Volver a ellos – como a otros poetas de infinitud – nos da aliento en un territorio de ríos oscuros y soledad.
Carlos Penelas es poeta, escritor y crítico literario. Dictó conferencias en la Universidad de La Coruña y la Autónoma de Madrid, entre otras. Su obra recibió numerosos premios; entre ellos el “Arturo Marasso” (1977); Faja Nacional de Honor (1981) de la Sociedad Argentina de Escritores; Accesit mejor cobertura como cronista de Radio Nacional (1986) de la XII Exposición Feria Internacional de Buenos Aires “El libro, del autor al lector”; Primer Premio de Poesía Alfonsina Storni (1988); mención especial de poesía concurso (1992) Latinoamericano Carlos Sábat Ercasty (Montevideo, Uruguay). Su libro más reciente es “El huesped y el olvido” de Editorial Dunken.