(Exposición desarrollada en el Foro Climático Internacional 2019 organizado por la Provincia de Tucumán)

                El tema del cambio climático que nos ha convocado a este encuentro es la manifestación más actual de las preocupaciones sobre política ambiental y ecología que caracterizan al mundo contemporáneo. Conceptos como el desarrollo económico que fueron centrales hace algunas décadas hoy, sin ser olvidados, deben articularse con las consideraciones sobre el medio ambiente para ser alternativas prácticas y no solamente elucubraciones teóricas. Hasta en el ámbito de la religión se ha visto cómo el esfuerzo espiritual que tiende a lo divino incluye también la preservación de los bienes de la naturaleza como un acto de caridad y perfeccionamiento de las almas. Y, por cierto, en el orden de las relaciones internacionales la preocupación por lo ecológico se ha convertido en condición esencial para el mantenimiento de la paz y la eliminación de la pobreza.

Sin embargo, el estudio de la naturaleza y la admiración por sus maravillas son actitudes permanentes de la humanidad desde sus orígenes. Lo novedoso de nuestro tiempo es la sospecha o la convicción de que se ha quebrado la relación normal entre el hombre y la naturaleza por culpa del hombre, y que urge poner un remedio a esta situación. En este sentido, el disparador de la nueva actitud “ecologista” o “ambientalista” fue la amenaza para el bienestar humano que significó la aparición en gran escala de las formas de contaminación generadas por la sociedad industrial.

Es posible que el primer anuncio resonante de la contaminación ambiental haya sido el episodio acontecido en Londres durante el invierno de 1952 cuando los humos industriales se combinaron durante cuatro días con la bruma invernal formando un “smog” (palabra formada por “smoke” y “fog”, “humo” y “niebla” respectivamente), “smog” que intoxicó las vías respiratorias de gran parte de la población y provocó la muerte de centenares de habitantes.

Las consecuencias de la degradación de elementos naturales por los desechos de la actividad humana manifestadas en aquel caso de Londres no han cesado de repetirse desde entonces con intensidades diversas en muchas otras ciudades del mundo, de manera principal a causa de los humos industriales, las emanaciones de automotores y otro tipo de combustiones. Entre las sustancias contaminantes contenidas en estos vectores prevalecen el dióxido y el monóxido de carbono, los hidrocarburos, los compuestos de azufre y de nitrógeno, el ozono, los aerosoles (partículas sólidas en suspensión), polvos. La contaminación atmosférica incide directamente sobre los seres humanos afectando el sistema respiratorio y en forma mediata a través de la degradación de los vegetales y animales que pueden ser su alimento y por la alteración de las condiciones ambientales.

En este sentido tienen actualidad los “estados de emergencia ecológica”, frecuentes en capitales como Santiago de Chile y Méjico, donde la saturación del aire por elementos contaminados supera los límites adecuados para la conservación de la salud y obliga al cese de la circulación de vehículos y del funcionamiento de fábricas consumidoras de combustibles de origen fósil.

En circunstancias normales, la capa de aire que envuelve la Tierra se compone de 21 % de oxígeno y 78 % de nitrógeno; el 1 % restante lo constituyen los gases de invernadero, cuya presencia hace que la temperatura media en la superficie del planeta sea de unos trece grados (o los inquietantes quince actuales) y no de dieciocho bajo cero, como sería si ellos faltaran. Al igual que el oxígeno y el nitrógeno, los gases de invernadero permiten el paso de las radiaciones infrarrojas solares, pero a diferencia de los dos elementos mayoritarios “atrapan” parcialmente a dichos rayos del Sol, que al tocar tierra se reflejan y volverían al espacio exterior si los mencionados gases no obstruyeran parcialmente su fuga. En esto consiste el “efecto invernadero”, llamado así por su similitud con el cultivo de plantas tropicales en compartimentos de vidrio.

Desde comienzos del siglo XIX, con el advenimiento de la revolución industrial, la cantidad de dióxido de carbono presente en la atmósfera ha aumentado considerablemente. Esta sustancia la genera el consumo de combustibles de origen fósil como la hulla, el petróleo y el gas natural, y también es consecuencia de fenómenos naturales como erupciones volcánicas y metabolismos de la biomasa. Junto con el óxido nitroso, el ozono, los gases de refrigeración o clorofluorocarbonados (CFC) y el metano, el dióxido de carbono integra el conjunto de los gases de invernadero, de los cuales hoy el dióxido de carbono representa la mitad y el metano el veinte por ciento.

Se atribuye al aumento de la cantidad de dióxido de carbono en la atmósfera haber potenciado los alcances del efecto invernadero causando así el ascenso de la temperatura global. La persistencia de este proceso determinaría el calentamiento de nuestro planeta según el ritmo del aumento de las temperaturas medias establecido fidedignamente desde 1860, y con mayor precisión desde 1880, a un siglo de los inicios de la revolución industrial. Ese registro configura una pendiente en ascenso que marca en su punto inicial 13,8 ° y culmina en los casi quince grados actuales. La coincidencia entre el aumento de la temperatura y la presencia de los contaminantes de origen antrópico en la atmósfera es sumamente llamativa. La persistencia de este proceso determinaría un cambio climático entre cuyos efectos figuraría el derretimiento de glaciares y de los casquetes polares, los cuales aportarían más agua al mar con el consiguiente anegamiento de las regiones costeras e isleñas bajas.

La variación climática ocasionará asimismo modificaciones en el régimen de precipitaciones de lluvia y nieve, con corrimiento de las condiciones regionales de productividad y pérdida de superficie de las tierras útiles. El aumento de la temperatura de los mares, a su vez provocaría la reorientación de sus corrientes con efectos meteorológicos inexistentes hoy en las respectivas zonas de influencia; esto tiene especial referencia con la dirección de los vientos y las magnitudes de sus intensidades.

Las reacciones de la comunidad científica ante el calentamiento registrado desde 1880 han sido disímiles según las épocas. En 1930 la revista Science formuló la siguiente afirmación: “Es posible que el Polo Sur y el Polo Norte se vuelvan lugares útiles y habitados”. Por entonces la discusión científica no incluía el factor contaminación y en cambio atendía como tema principal a los ciclos alternativos de las glaciaciones, más prolongadas, y de los intervalos cálidos. Conservaba cierta autoridad la teoría de James Croll elaborada en el siglo XIX según la cual existen ciclos astronómicos que determinan la aparición de las eras glaciales. En la década de 1920 Milutin Milankovitch mejoró los cálculos de Croll, especialmente los relativos a los ángulos de incidencia de los rayos solares. A su vez, Wladimir Köppen, un eminente climatólogo, respaldó a Milankovitch y hacia 1940 la teoría de los ciclos astronómicos parecía confirmada.

Diez años después, la aparición de la técnica del Carbono 14 obligó a modificar la teoría astronómica al demostrar que las apariciones y retiradas de las eras glaciales no correspondían exactamente con aquellos ciclos. En 1947, el químico nuclear Harold Urey descubrió otro método que consistía en medir la cantidad de isótopos de oxígeno presentes en fósiles correspondientes a los diversos estratos geológicos. Cesare Emiliani, de la Universidad de Chicago, puso en práctica el método con el resultado de que en 1955 publicó un informe considerado fundamental para la paleoclimatología en el cual aparecen por primera vez las estadísticas prolijas de las temperaturas de las edades de hielo. En 1966, el mismo Emiliani pronosticó que “una nueva glaciación comenzaría dentro de pocos miles de años”. En 1972, con el apoyo de muchas experiencias prácticas, declaró que “pronto nos confrontaremos con una fuerte glaciación (entendiendo la palabra ´pronto´ en su dimensión geológica más que milenaria) pero el efecto invernadero causado por las emisiones humanas podrá contrarrestar la influencia de las órbitas, de modo que podríamos en cambio enfrentarnos con una fuerte ´desglaciación´”. Es interesante el itinerario de Emiliani hasta su aceptación del calentamiento global como consecuencia de la actividad antrópica, quizás como insinúan sus palabras preferible a una era polar. También es notable  su referencia a las órbitas, que evidentemente alude a una interpretación astronómica de los cambios climáticos aunque su ritmo no sea inmediato como en las teorías de Milankovitch y Köppen sino que debe establecerse por otros métodos experimentales.

El clima, en efecto, es una realidad compleja y delicada que suele ofrecer sorpresas, como que el efecto invernadero pueda causar una era glacial. En efecto, hace aproximadamente doce mil años concluyó la última edad del hielo, de la cual quedan muchas evidencias, y las gruesas capas de hielo se restringieron a las regiones polares. Los bloques helados del centro de América del Norte se derritieron y formaron lagos y ríos cuyas aguas comenzaron a fluir al mar, con una velocidad acelerada a medida que subía la temperatura ambiente. Así, el mar absorbió en poco tiempo una masa gigantesca de agua dulce que le alteró su salinidad y modificó el régimen de las corrientes.

Con la del Golfo ocurrió algo muy peculiar, pues directamente se interrumpió y por consiguiente dejó de llevar sus aguas cálidas hasta las proximidades de Europa, que en pocos años retrogradó hasta las condiciones glaciales mientras la mayor parte del planeta gozaba ya de temperaturas templadas. La situación varió solamente cuando cesó el aflujo desmedido de las aguas de deshielo y la corriente del Golfo volvió a funcionar como lo hace hasta ahora. Se trata de un complejísimo mecanismo regulador del clima de gran parte del planeta, y por ello no podemos afirmar que aquella detención de la corriente del Golfo no haya traído también consecuencias graves en otros lugares del mundo vinculados a su red oceánica.

La sucesión de períodos fríos y cálidos de tiempos posteriores ofrecen asimismo incógnitas sobre su origen. Emmanuel Le Roy, en Historia del clima desde el año mil, aporta el resultado de investigaciones demostrativas de que entre los años 900 y 300 antes de Cristo se extendió un período frío y húmedo que en el hemisferio norte desplazó los desiertos hacia el sur y favoreció así el desarrollo de la civilización grecolatina.

Los setecientos años posteriores (300 A.C. – 400 A.D.) se caracterizaron en lo climático por su mayor calidez y sequedad, lo cual significó dificultades en las culturas ribereñas del Mediterráneo pero que el Imperio Romano resolvió expandiéndose hacia el norte y desarrollando nuevas tecnologías agrícolas en las regiones del sur vueltas semiáridas.

La siguiente época fresca y húmeda se extiende entre el 300 y el 750, coincidentemente con las migraciones hacia el sur de los pueblos germánicos. Después, hasta el 1200, el retorno de las condiciones de calor y sequedad tuvo otros efectos que la similar anterior: “Aun cuando el alza de las medias térmicas anuales…haya continuado siendo inferior a un grado centígrado, no por ello dejó de ejercer su influencia sobre las cualidades de los suelos cultivados, teniendo en cuenta el estado de las técnicas agrícolas de esos tiempos”, refiere el medievalista Georges Duby en Guerriers et paysans.

El período 1300 – 1850 fue más húmedo y frío, con especial aspereza durante el siglo XIV, el de la peste negra y los trastornos que hicieron retrogradar los altos niveles de cultura y civilización de la centuria anterior. Después comienza el período actual, caracterizado por el aumento de la temperatura en poco menos de un grado centígrado. La relación de este aumento con la incorporación a la atmósfera de los gases de efecto invernadero ha permitido calcular de acuerdo con los modelos matemáticos utilizados que la temperatura media del planeta podría incrementarse entre dos y cinco grados más, ingresándose en situación de peligro al superar los dos grados.

El hecho de que la alternancia de las eras climáticas se haya dado hasta el presente sin la intervención humana ha suscitado dudas acerca de si las cosas hayan podido cambiar tanto como para que la contaminación atmosférica provocada por los efluentes de los combustibles fósiles resulte ahora el factor decisivo. A la confrontación con estas dudas marchó William Nordhaus, Premio Nobel de Economía de 2018. En 1976 publicó un artículo de gran resonancia titulado “Crecimiento económico y cambio climático”, donde identificaba y cuantificaba los costos de las emisiones contaminantes de carbono, que en el caso de que a fines del siglo XXI la temperatura global se incrementara en 3,4 grados representaría el 2,8 % de la producción mundial.

Algunos años antes, en 1972, Nordhaus había ya incursionado en el tema junto con James Tobin con un artículo también de fuerte repercusión: “¿Está obsoleto el crecimiento?”. Conviene recordar que Tobin se hizo célebre con su propuesta de establecer una tasa sobre las transacciones financieras internacionales a fin de impedir que se transformaran en burbujas especulativas. Ese sentido de alta política brilla también en el mencionado artículo, pues allí ambos autores destacan que la verdadera amenaza del cambio climático no está tanto en el costo económico como en el costo social “de los abruptos cambios de temperatura, los trastornos ecológicos, las presiones sobre las economías en desarrollo y las inundaciones graduales que acompañarán el aumento del nivel del mar”. Más tarde, Nordhaus sostuvo indeclinablemente que la Tasa Tobin debía adaptarse al cambio climático y generar un impuesto internacional al uso de los combustibles fósiles, que fuera disuasorio      o por lo menos sirviera para la mitigación de sus efectos.

No obstante, Nordhaus al igual que tantos activistas políticos y sociales comprometidos con la causa del desarrollo humano percibe que sería un error contraponerla a la seguridad ecológica. En rigor, un desarrollo humano integral supone un medio ambiente digno, y recíprocamente unas condiciones ambientales sanas indican un grado de desarrollo deseable. Nordhaus piensa además que los riesgos ciertos de deterioro ecológico hallarán el remedio tecnológico que los conjure, y en tal sentido no se debe temer el avance del crecimiento económico.

Distinta es la actitud de los organismos de las Naciones Unidas como el Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático, conocido por sus iniciales IPCC, que se inclinan hacia una ralentización del desarrollo en aras de una rebaja significativa de los gases de efecto invernadero. Su visión del futuro omite las posibilidades correctivas que pronostica Nordhaus, y por consiguiente proyectan los modos de producción actuales, por lo cual sus cálculos indican que en el período que va de 2010 a 2040 el consumo mundial de energía habrá aumentado 56 %, con el consumo de petróleo pasando de 91 millones de barriles diarios a 115. En su Informe de 2013, el IPCC estima en un 95 % la posibilidad de que el aumento de la temperatura global desde 1880 se deba a causas antrópicas. Pese a lo rotundo de esta cifra, es relativamente alta (aunque se trate de un magro 5 %) la opción por causas naturales. De uno u otro modo se trata de un panorama ominoso: la temperatura promedio aumentará entre 0,3 y 4,8 grados, y el nivel del mar entre 26 y 82 centímetros.

Asimismo, las Cumbres de Cambio Climático de las Naciones Unidas (que llegaron a su número 24 en 2018) perseveran en la política de fijar limitaciones a las emisiones de gases contaminantes de los miembros de la comunidad internacional y de requerirles renunciamientos a sus propios planes de desarrollo. Los mayores emisores son China, Estados Unidos y la India, en ese orden. China y la India están comprometidos en proyectos de desarrollo que les han permitido salir de la pobreza colectiva y no les interesa modificarlos, y en cuanto a Estados Unidos si hubiese adherido al Protocolo de Kyoto (producto de otra Cumbre) de diciembre de 1997 debería haber aportado para su implementación la suma de 125.000 millones de dólares anuales, según estimaciones de William Nordhaus. Por supuesto, no incurrió en ese gasto, y eso porque los gobiernos tienen su propia y peculiar lógica.

Tanto las autoridades políticas de una democracia representativa como las de un sistema de partido único tienden a no comprometerse a efectuar gastos de interés público elevados si entre sus gobernados no existe consenso acerca de su necesidad; a la inversa, procuran evitar en esos casos una imagen que se pudiera interpretar como de derroche. Se trata de una situación acostumbrada en materia de problemas ambientales, respecto a la cual corresponde ser optimista a mediano plazo. Otros aspectos de la contaminación ambiental registrados más tempranamente por la opinión pública han suscitado reacciones profundas que condujeron a medidas estatales y modificación de costumbres aptas para solucionar los problemas, y así deberá suceder con el cambio climático.

Para ello es preciso esclarecer cómo las políticas de desarrollo no son en sí mismas contaminantes y en consecuencia perversas. Por el contrario, se debe tener permanentemente en cuenta que el crecimiento económico no se da en el vacío como aplicación de una utopía sino que debe responder a necesidades concretas que sólo pueden encararse con las tecnologías adecuadas, concebidas y aplicadas para épocas y regiones claramente definidas. Como ejemplo positivo en el ámbito nacional podríamos citar al respecto el trabajo Mapas de riesgo de déficit y excesos hídricos en los cultivos según escenarios de cambio climático, producido por la Secretaría de Agroindustria de la Nación. Allí se identifican los puntos del Nordeste argentino donde el cambio climático puede ejercer efectos perniciosos en los cultivos, los espejos de agua, las comunicaciones, etcétera, con lo cual se señalan a la vez cuáles son los puntos donde es urgente la ejecución de obras públicas o por lo menos la aplicación de medidas preventivas.

También es preciso que lleguen a la opinión pública informaciones de suma importancia que usualmente no trascienden a las instituciones involucradas directamente en ellas. Es el caso de un documento publicado muy recientemente por la FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación) titulado El estado de la seguridad alimentaria y nutricional en el mundo: edificando la resistencia al clima (Informe 2018). Nos enteramos por su lectura de que ha habido retrocesos en la lucha contra la desnutrición en gran medida a causa de las variaciones del clima y por calores extremos. “En especial”, se afirma allí, “la situación es peor en países cuyas poblaciones dependen de la agricultura…En Brasil, Etiopía, Indonesia, en Asia Central y el este de África las anomalías de la temperatura han provocado en las zonas agrarias aumento de la mortalidad, descenso de la capacidad laboral, reducción de las cosechas y otras consecuencias que carcomen los niveles mínimos de la seguridad alimentaria y nutricional”.

Esta tarea de iluminación de conciencias sobre los inminentes peligros de la contaminación en general y el calentamiento global en especial es precisamente la misión que se ha impuesto desde 1977 la Fundación Vida Silvestre Argentina. Sus objetivos aparecen declarados oficialmente de esta manera: “En la Fundación Vida Silvestre Argentina buscamos soluciones a los principales problemas ambientales de nuestro país, junto con los diferentes sectores de la sociedad…Para alcanzar nuestros objetivos trabajamos con otros aliados construyendo soluciones prácticas para sostener un planeta vivo. No se trata de alejar a las personas de la naturaleza, ni de prohibir la producción o el consumo, o que los países y comunidades no se desarrollen. Se trata de buscar el camino para que el hombre viva y se desarrolle en armonía con la naturaleza”.

Con relación al cambio climático la Fundación se ha fijado una agenda acorde con sus posibilidades y su sentido práctico que consta de tres objetivos centrales:

En primer lugar, la promoción de un sistema energético sustentable con fuerte base en la eficiencia y las energías renovables; para ello participa a nivel técnico en el programa “Hacia una visión compartida de la transición energética argentina al 2050” organizado por la Secretaría de Energía de la Nación.

En segundo lugar, la promoción de la implementación de los acuerdos internacionales sobre cambio climático firmados por nuestro país; para cumplir con este propósito la Fundación ha constituido con la Organización Mundial de Conservación (WWF) y Fundación Avina la Alianza para la Acción Climática Argentina, a la cual se han sumado organismos estatales, universidades y empresas para realizar un trabajo conjunto.

En tercer lugar, la lucha contra la desforestación y la conversión de los ambientes naturales; la Fundación Vida Silvestre propone, desarrolla, implementa a escala piloto y potencia modelos de producción agrícola, ganadero y forestal tendientes a evitar la degradación de ambientes naturales y reduciendo la huella de carbono que generan. Modelos de ganadería sustentable en pastizal natural, certificaciones de buenas prácticas ganaderas y agrícolas, y gestión técnica para la correcta implementación de la legislación ambiental vigente forman parte de las actividades que Vida Silvestre desarrolla en esta temática.

Debo ahora expresar mi agradecimiento por la amable invitación del Ministerio de Salud Pública y la Secretaría de Estado de Medio Ambiente que me ha permitido participar en este Foro Climático tan exitoso. Es éste un encuentro de entusiasmo y compromiso, de razón y sentimiento, que sin duda significará un avance también hacia el pleno desarrollo humano a través del amor a la naturaleza. Otra vez, muchas gracias.

Revista Argentina Virtual Y Actual N°79.

Por FERNANDO DE ESTRADA