Una de las principales causas de la pobreza en la Argentina es la combinación perversa de falta de inversión, educación deficiente y legislación laboral que desincentiva la incorporación de mano de obra formal y con mejores salarios. Cualquier descripción y cualquier propuesta acerca de la pobreza en nuestro país que no encaren el problema con una mirada sistémica e incluyan estas variables asociadas al tema central de la inestabilidad endémica -en especial la inflación como empobrecedora crónica- serán irrelevantes.
Esta irrelevancia está asociada a la ideología “progresista”, para la cual inversión, estabilidad y equilibrio fiscal forman parte de un menú “liberal” y por lo tanto incapaz de resolver el problema de la pobreza. Así, lo que se propone como “sensible” es inhumano, pues minimiza las causas de la pobreza argentina por una razón política: no ceder al discurso del adversario.
Cualquier lectura de la historia económica y social de la Argentina muestra la correlación directa entre desorden macroeconómico y pobreza. Cada una de las crisis periódicas que hemos sufrido no solo aumentó el número de pobres (hasta el 52% en 2002), sino que estableció nuevos niveles de los que se hizo cada vez más difícil descender. En esas crisis los pobres son los primeros en perder el empleo y los últimos en recuperarlo; son agredidos por la inflación y pierden los pocos ahorros que pudieran tener. Pero entre crisis y crisis (una cada cinco años), además de la inflación, que los sigue empobreciendo, el bajísimo nivel de inversión no genera los empleos que podrían ayudarlos a progresar, y la incertidumbre estructural, sumada a las leyes laborales, les impide encontrar empleos de calidad. Un país con una tasa de inversión del 15% del PBI está condenado a este drama.
A estas causas económicas se suman otras igualmente estructurales, como el deterioro sistemático en la calidad de las prestaciones públicas, en especial la educación, que excluye de la movilidad social a los más vulnerables. La caída de la calidad de la educación pública, a pesar del aumento sustancial del gasto por alumno, ha producido al menos una generación de jóvenes pobres cuya capacidad de lograr empleos de calidad, y por lo tanto salir de la exclusión, es nula.
El discurso “progresista” se niega a reconocer el componente de inequidad de la pobre educación pública, del deficiente servicio del Estado y la perversidad del punterismo, pues considera que reconocerlos es agredir a trabajadores y a militantes. Prefiere defender a las corporaciones antes que a los más débiles, aunque pregone lo contrario. La proclamada “opción por los pobres” se licua ante la ideología y la lucha por el poder.
Con todos estos componentes y perversidades, ese pensamiento, cae en el “pobrismo”: hacer propuestas que se instalan solo en el campo de lo micro, como una forma de intentar solucionar problemas coyunturales, pero sin resolver las causas profundas de la pobreza, la inequidad y la exclusión. Así, mientras desde espacios académicos se proponen soluciones más integrales, desde la política todo se reduce a microcréditos, economía popular, préstamos promocionales, más transferencias monetarias, que resultan meros paliativos que solo funcionan si la economía crece, es estable, invierte y genera empleos, y si la educación se transforma profundamente. Pero para eso, además de aceptar que el diagnóstico profundo es correcto, hay que animarse a tomar y acompañar decisiones a veces poco populares. La experiencia lamentable de la mala política muestra que es más negocio seguir echando la culpa al liberalismo y a la oligarquía que tomar un verdadero compromiso con los pobres, víctimas de la perversidad ideológica que nos castiga desde hace décadas.
Diputado Nacional-Cambiemos
Por: Eduardo Amadeo
Fuente: lanacion.com