Teatro Colón Temporada lírica  2015

Un análisis de Néstor Iglesias.

El final del siglo XIX estuvo signado por profundas transformaciones sociales, políticas y culturales en Europa. Los nacionalismos reclamaban una identidad que todas las disciplinas del arte trataban de definir. Uno de los conectores entre los pensadores y la gran masa demandante era el teatro, que aprovechando la forma dramática y su popularidad conseguía transmitir el relato literario de una manera más vivencial. Se  imponía el naturalismo, un movimiento que a través de las letras intentaba instalar el anhelo de mostrar la realidad. Más allá de las estéticas de la prosa llevada al diálogo y la dramaturgia, quienes cultivaban el estilo entendían que lo más importante era poder contar una historia verdadera, y de la manera más fiel posible.

 

En Italia, tras producirse la unificación en un único estado, existía casi un aislamiento cultural total entre las diversas regiones que se habían fusionado, y la obtención de la conciencia de nación era una búsqueda casi obsesiva entre los artistas. La ópera no estaba afuera de tal comportamiento, sino todo lo contrario. Apoyándose en el gran poder de penetración urbana, las temáticas regionales se difundían en todo el país, y convertían al género en un vehículo apropiado para forjar ese sentimiento nacional.

 

El verismo literario dio vida al realismo teatral y brindó las historias para los libretos de  lo que se denominaría verismo en la ópera. Un grupo de jóvenes músicos conformaron lo que se llamó la Giovane Scuola, espacio que aunque carente de una estructura orgánica, definió la nueva relación entre texto y música que imperaría durante el final del siglo. Dichas modificaciones del tratamiento de la palabra cantada eran por un lado búsquedas de los jóvenes compositores y libretistas que reaccionaban contra las tradiciones del melodrama romántico, pero por otro lado eran exigencias de un público que descubría una fuente de estímulos desconocidos hasta ese entonces, y que despertaban las emociones que a veces torturaban a ese mismo plateísta en la vida real. Esa necesidad de expresar las pasiones, las alegrías, los odios, los llantos, la congoja y toda la gama de sentimientos imaginables requería una nueva técnica vocal, un empuje especial en la emisión de la voz, una potencia que focalizara más en el estremecimiento que provoca el canto que en la precisión de la afinación o la justeza de los tiempos musicales, y en la amplificación del efecto emocional gracias al apoyo instrumental.

 

Entre los musicólogos subsiste una recurrente polémica sobre la importancia que tuvo el “verismo” en el género lírico, y prevalece una furibunda discrepancia sobre los compositores que pertenecen a dicho movimiento. Como sucede la mayoría de las veces, todos tienen una parte de la razón.

 

Parece haber acuerdo en afirmar que el Romanticismo como movimiento artístico se acunó en el surgimiento de una burguesía que perseguía ideales virtuosos y liberales, y que se fue potenciando durante el siglo xviii, a través de un proceso de acumulación económica para finalmente quedarse con el poder político. En el siglo siguiente, este sector social se fortaleció gracias a los avances científicos y a su aplicación a un esquema de división del trabajo, lo que provocó el triunfo del Maquinismo. Con el dominio político y económico de la sociedad quedó establecido en Europa Occidental el imperio de lo que se llamaría Capitalismo. La prórroga histórica de los derechos sucesorios y de la continuidad en la tenencia de la propiedad y de las fortunas familiares se impuso a la conservación de la “aristocracia heredada”, la cual perduró meramente como un símbolo tradicional nacional y casi pintoresco.

 

Pero el contrapeso colectivo y hecho sustantivo fue la aparición de un nuevo estrato en la base de la pirámide social, el proletariado industrial, que abrevó de otra clase postergada que había quedado como remanente del nuevo orden, el campesinado. Estas dos capas rezagadas generaban una situación de evidente desprotección ante el poder de la burguesía, al tiempo que sus integrantes vivían en una condición de extrema pobreza. Este frágil equilibrio social desencadenó la reacción de la vanguardia literaria que intentó cuestionar los aspectos más negativos de la sociedad, y fue el tema central del movimiento cultural denominado “Realismo”.

 

Los escritores y artistas franceses lideraron la revolución en las letras pues existía una sociedad culturalmente preparada para comprender, aceptar e internalizar las obras naturalistas y positivistas. Su madurez también les permitía reaccionar y generar acciones renovadoras de las tendencias denunciadas. Muy distinta era la situación en Italia, en donde casi toda la sociedad estaba desprovista de la capacidad de captación socio-intelectual subyacente en el “verismo” literario.

 

Mientras el objeto temático de las obras literarias de origen francés abarcó todo el arco social productivo, desde la clase trabajadora industrial hasta la burguesía controlante de los canales fabriles, comerciales y financieros, el artista del verismo italiano no fue entendido por sus connacionales destinatarios del mensaje, y se vio obligado a asumir una actitud de profunda y atenta contemplación de las carencias, del sufrimiento, de la ignorancia y de las miserias originadas por la postergación social y económica de los pueblos de casi toda la península. Así, la descripción del mundo agrícola provinciano encontró a su más destacado representante en la figura del siciliano Giovanni Verga. La transposición al “teatro verista”, sustentada en la objetividad de la representación y caracterizada por las cruentas pasiones y la fogosidad de sus personajes campesinos meridionales, de alguna manera se opuso al verismo de Milán, que por ejemplo en la pluma de Giuseppe Giacosa convirtió en protagonista al obrero urbano, con un tratamiento algo intelectualizado del lenguaje.

 

No obstante ello, los estudiosos indican caminos no tan paralelos entre la literatura realista, las obras en forma de drama originadas a partir de ella, y el teatro musical adaptado, y concluyen en que es incorrecto pretender que el término globalizador “verismo” abarque a las tres estructuras artísticas. Incluso, se señala un desfasaje cronológico entre los momentos germinales de estas corrientes, se trate de las letras, las tablas o el ámbito lírico.

 

Precisando sobre este último espacio, la influencia de Giuseppe Verdi sobre los jóvenes compositores no debe ser menoscabada, a pesar de su oposición explícita al movimiento que se estaba gestando, y del cual el mismísimo Maestro, tal vez sin ser conciente de ello, fue mentor. “Shakespeare era un verista sin saberlo. Era un verista por su inspiración; nosotros lo somos por un proyecto, por un cálculo” afirma en una de sus cartas. Verdi proponía la “verdad artística” por sobre la realidad del mundo tal cual la ve un observador, distinguiendo entre “inventar la verdad” y “copiar la verdad”. Así pues, y dejando en suspenso la universalmente sindicada como “pre-verista” La traviata (1853), no podemos obviar la aproximación existente entre las últimas composiciones verdianas y el realismo dramático-musical. La contribución de su libretista preferido, Arrigo Boito, imbuído de las características de la Scapigliatura, instaló novedades que el genio de Busseto plasmó en las partituras de Otello (1887), en la que se respira lo mórbido y la perversión, y de Falstaff (1893), en la cual lo grotesco se enfrenta a lo decadente. Lo cierto es que los referentes de la Giovane Scuola recogieron las pautas estilísticas de los últimos años del gran Verdi.

 

La mencionada Scapigliatura, que sin llegar a ser un movimiento literario o una corriente artística se caracterizó por contener un conjunto de elementos y símbolos comunes, surgió en el norte italiano y vino a suplir aquel defecto de capacidad de apreciación socio-conceptual del lector-espectador italiano medio. El vocablo deriva del título de una novela del milanés Carlo Righetti referida a la bohemia, a esa “vida desordenada y protestataria” de los artistas parisinos que trató de ser emulada con trascendencia relativa, por algunos literatos y dramaturgos de la Italia septentrional. No obstante, tuvo el enorme mérito de instalar de una manera entendible la necesidad de resolver el conflicto entre realidad social y arte representativo.

 

A los adherentes a este caótico remolino de voluntades los animaba el rebelarse contra la cultura burguesa agobiada por las tradiciones y que se mostraba superficial en cuanto al elogio de las formas estéticas identificadas con el Romanticismo. Los scapigliati no podían permanecer apáticos a los espasmódicos coletazos del Risorgimento que trataban de imponer localías divergentes, ni al desapasionado y conservador espíritu liberal de los grandes centros comerciales y financieros. Procuraron encontrar el nexo entre el interior y el exterior del ser humano, entre las circunstancias individuales y el entorno que las contenía, tratando de interpretar las reacciones conductuales según una psicología que aún no se reconocía como materia de estudio. Esta frustración que por aquellos años del siglo xix no encontraba aún una explicación orientó a los artistas a resolver la cuestión de sus argumentos a través de las consecuencias de una vida disipada, del desprecio por las normas morales, de la oposición entre salud y enfermedad terminal, del final trágico, a veces pacífico y otras violento, de la sumisión de los ideales a la más cruda y sensibilizante de las realidades.

 

La “continuidad dramática”, la negación al alivio de la tensión psico-cultural que se sentía —a pesar de que no se la podía reconocer—, ya están presentes en las grandes tragedias shakesperianas escritas a principios del siglo xvii, y Verdi las lleva al plano operístico con una síntesis de la unicidad “palabra-música” como ningún otro. Su impronta se destaca más aún cuando después de deslumbrar en Otello logra sostener la misma fuerza dramatúrgica en una comedia. Además de los méritos indiscutibles del Bardo de Avon, el Maestro con su música logra que ese personaje gordinflón y detestable por donde se lo mire penetre en nuestra piel y Falstaff se erige como el escenario en el cual se plasma el ida y vuelta del mensaje artístico, en el que en menor o en mayor medida nos identificamos con Sir John y nos compadecemos de nosotros mismos y del inexorable destino de decadencia que nos alcanzará, pero esbozando una sonrisa. La comedia y la tragedia, esas dos caretas que la vida nos invita a alternar, se funden genialmente en su obra póstuma.

 

Las partituras de los integrantes de la Giovane Scuola son entendidas por varios musicólogos como el experimento de nuevas formas de emisión de la voz cantada y el desarrollo de estructuras dramático-musicales que requieren esa técnica vocal. La amplitud y diversidad de temáticas abarcadas por los compositores italianos de finales del ottocento, que tal vez abunden proporcionalmente en cuestiones de la vida de la gente común y de las pasiones de las clases sociales más vulnerables, no hacen que una ópera sea más “verista” que otra. Si observamos a vuelo de pájaro todas las obras de Giacomo Puccini, sin lugar a dudas el máximo representante operístico del cambio de siglo, veremos que aquellos postulados sobre el tratamiento de los dramas verdaderos que sufren las clases postergadas, proletarias o campesinas, solamente se exponen en Il tabarro (1918), mientras que la naturaleza musical de las partituras instrumentales y estilos de canto lírico son comunes a otras óperas con argumentos y localizaciones espacio-tiempo tan diferentes como la cortesana y prerrevolucionaria Manon Lescaut, la confrontativa y morbosa Tosca, la cuasi-épica La fanciulla del West o la fantástica y atemporal Turandot.

 

El intento de transportar una obra realista del libro al escenario ya rompe con las premisas que supone contar la realidad tal cual es, puesto que la representación del drama es una ficción en sí misma, y seguramente focaliza en el argumento lineal que sustenta la sucesión de escenas, pero al mismo tiempo prescinde de elementos, personajes y circunstancias que aun estando profusamente descriptos o citados en el texto original, el autor de la obra teatral entiende que deben ser cancelados. Las limitaciones de tiempo en la duración de una velada teatral, la cantidad de actores en una función o la composición del hecho artístico que se desarrolla simultáneamente en varios planos y no es fácilmente adaptable, son algunas de las cuestiones que deben ser resueltas de antemano si se desea que la obra sea viable cuando llegue a las manos de los empresarios.

 

La contradicción del verismo operístico es aún superior, y está en su misma concepción. La necesaria coordinación entre métrica del libreto y melodía tonal no permite desarrollar un lenguaje coloquial, y aun utilizando vocablos vulgares, se debe apelar a giros idiomáticos y forzar el “encastre” entre palabra y melodía. No debemos olvidarnos que estamos refiriéndonos al final del siglo xix en Italia, cuando aún no se aceptaba el poliestilismo, la ópera era un espectáculo popular y el gran público no estaba dispuesto a resignar fácilmente los ecos de su memoria musical, las arias con líneas cantables, las cabaletas pirotécnicas y la oportunidad de aliviar las tensiones acumuladas en la vida diaria aplaudiendo a rabiar y quedándose afónico gritando “Bravo!”.

 

El transcurso del tiempo mostró que, con la excepción de casi toda la obra de Puccini, un artista fuera de serie en lo musical y en lo dramatúrgico, las óperas condensadas en esa etiqueta de “veristas” hayan tenido una vigencia relativamente exigua en las carteleras. Solamente dos títulos se despegaron de la medianía lírica de dicho grupo y lograron revalidar su aceptación universal en el plano artístico y en las boleterías.

 

El hecho de triunfar en el concurso organizado por la editorial Sonzogno catapultó a Cavalleria rusticana y a su compositor, Pietro Mascagni, a la más encumbrada popularidad dentro del género. Basada en el relato homónimo de Giovanni Verga, que el mismo literato transformó en pieza dramática, su adaptación al teatro musical corresponde a los libretistas Giovanni Targioni-Tozzetti y Guido Menasci. Junto a ella Pagliacci, con libreto y música de Ruggiero Leoncavallo, es exhibida como el “manifiesto del verismo”, particularmente porque las características más destacadas de la literatura y de la forma dramática veristas están poéticamente sintetizadas en el arioso que canta el personaje El Prólogo que, casi como una redundancia no involuntaria, es el prólogo de la ópera. En virtud de la duración de ambas, las semejanzas geométricas y psicológicas de las relaciones y de los personajes, y de las similitudes estructurales, tanto en lo musical como en lo dramatúrgico, las dos han recorrido un camino similar al de los gemelos siameses: donde va una, va la otra.

 

 

 

 

El Teatro Colón de Buenos Aires estrenó una nueva producción de esta dupla inseparable de óperas reconocidas y apreciadas como “puramente de repertorio” en la jerga de los melómanos. Lo hizo afrontando un desafío casi inédito: todos los cantantes de la versión fueron argentinos. Y si repasamos livianamente las dos obras rápidamente coincidiremos en que se pueden representar con el equipo más o menos convencional de cualquier melodrama, esto es un tenor, una soprano, un barítono y una mezzosoprano para los papeles más importantes, y otros intérpretes de menor fuste para los roles comprimarios. Pero si pretendemos ajustarnos a un análisis serio del elenco apropiado debemos precisar algo más sobre las características del mismo. El tenor principal debe ser spinto. La soprano, dentro de la categoría lírica, debe tener generosos graves y poder controlar la impostación de sus agudos en la escena final de Pagliacci. El barítono principal necesita lucir un importante caudal de voz, así como manejar los colores y las texturas según exigencias bien variadas. Finalmente, es necesario contar con una mezzosoprano dramática como pocas, con agudos, pecho y temperamento en el parlato para el papel de la heroína de Cavallería.

 

Todo esto brilló en el escenario “sagrado” del Colón, con la única diferencia que en lugar de un tenor, gozamos de dos, uno para cada ópera. El simple hecho de asegurar que los cinco roles principales, dos en Cavalleria y tres en Pagliacci, fueron cantados de manera extraordinaria -y con esto quiero decir muy poco común, por lo buena-, para cualquier entendido se traduce en que la función del jueves 16 de julio de 2015 fue excelente.

 

Pero una ópera es canto, música instrumental y muy especialmente lo que se denomina “la puesta”. Acunada en Europa y popularizada en y desde Italia, siguió de alguna manera el derrotero del teatro, del cual se nutrió no solamente en lo que hace a temáticas, argumentos y estructuración, sino también en lo referente a su entorno escenotécnico, sus condicionamientos témporo-espaciales y finalmente su subordinación a un balance artístico-económico de recursos y disponibilidades.

 

Las raíces más profundas de la forma teatral occidental las encontramos en la Grecia clásica, que ya utilizaba la música aunque con diferente propósito del que se le puede atribuir a un espectáculo lírico. La verdadera manifestación del teatro musical en el que se pretende exacerbar la expresividad a través del canto de las palabras acontece en el Renacimiento.

 

Promediando el siglo xvi, la camerata fiorentina congregaba a la vanguardia del pensamiento y de las artes, en aquellos tiempos protegida y mantenida por la aristocracia local. Los textos clásicos volvían a ver la luz, refrescados, escenificados con una dramaturgia que los acercaba a su comprensión. En los albores de la centuria siguiente se instala en Roma el “recitar cantando”, que propone un nuevo estilo en el que una especie de oratorio era matizado con fragmentos representados dramáticamente. Y el salto de escala se iba a producir en el centro neurálgico del comercio mediterráneo, en la mercantil Venecia, donde los pequeños círculos de espectadores derivarían en auditorios más poblados, en los cuales el privilegio radicaba en contar con los dineros suficientes para poder adquirir la entrada. El primer teatro público, el Teatro San Cassiano, fundado por Benedetto Ferrari, estrenó en 1637 la primera ópera dada como espectáculo artístico-comercial, L’Andromeda, con música de Francesco Manelli y libreto y colaboración musical de Ferrari.

 

Este hecho tal vez anecdótico en cuanto a la forma de producción de una función de ópera fue determinante en las motivaciones que iban a tener algunos compositores para crear sus obras. A partir de allí resultó trascendental la concurrencia de un público independiente de la opinión del “dueño de casa”, del noble que había sostenido toda la velada. El acto artístico en sí mismo que arrancaba con el encargo y las aprobaciones a medida que se iban presentando los diferentes “grados de avance” de una pieza, al igual que la etapa de realización consistente de la pequeña orquesta, los cantantes, los decorados y el vestuario, incluyendo todos los activos y costos fijos del recinto en el que se iba a representar la obra, cambiaban de protector. La pertenencia a ese círculo más o menos cerrado de aduladores y habitués de los ambientes cortesanos que se correspondía con una marcada dependencia de las opiniones, la abundancia de elogios y complacencias dejaba paso al “teatro a la veneciana”, que rompería con todos esos condicionamientos y habría de establecer un nuevo concepto de audiencia, como destinataria de la obra de arte.

 

Los conceptos “público-juez” e “interés del compositor” pasaron a transitar un camino de  confrontación y enamoramiento, que exigió a los músicos el desarrollo de nuevas estructuras  armónicas para plasmar a través de la música la sensibilización y generar reminiscencias de afectos y emociones en los oyentes. Esa intencionalidad, literalmente vital para el artista, pues del éxito o fracaso de sus técnicas dependía su sustento, y ventajosa para el público, pues ése era el motivo por el cual acudía al teatro, provocarían la ligazón inseparable entre música y texto: las notas quedaban supeditadas a la intención de las palabras, pero éstas necesitaban del sustento emocional que descubría el pentagrama.

 

Sin embargo, no toda composición es palabra germinal que regada de armonías va a brotar y crear vida dramática y musical. El marco histórico hace que los individuos modifiquen sus conductas, pero también debemos aceptar que los cambios en los comportamientos de algunos hombres singulares van dando forma al contexto. Ese “movimiento que se hace al andar” convivió con las consecuencias de un acontecimiento crucial para la humanidad, la llamada Reforma protestante o luterana, que tanto influyó en la relación del texto con la música de su tiempo y que dejó un legado insoslayable.

 

La profunda división religiosa que produjo grietas políticas, económicas y culturales sin precedentes en el seno europeo, utilizó a la música cantada como vehículo primordial para la difusión de las nuevas ideas por parte de los reformistas, así como también para la reafirmación de los postulados católicos por parte de los contrarreformistas. Los fanatismos no estuvieron al margen de tamaña etapa histórica, y así como Italo Calvino exigió la eliminación de la melodía en todas las piezas de carácter religioso y prohibió la utilización de instrumentos musicales en los oficios, el mismísimo Martin Lutero se implicó en la musicalidad coral extrema, pues intuía el poder de internalización que tienen los himnos cuyas polifonías multiplican la emotividad de los textos meramente descriptivos, que él mismo supeditó a la armonía musical.

 

Al compás de estos cambios en el tratamiento de una partitura se movieron los conceptos escénicos. La controversia que existía sobre las formas arquitectónicas de los teatros se dirimió con la aplicación de la perspectiva. La implementación de una parte delantera, un arco proscénico y una embocadura en una plataforma erigida a cierta altura por sobre el nivel del piso permitió ubicar al espectador en diferentes lugares en relación con la escena. Ese “punto de mira”, que de alguna manera necesitaba estar amalgamado acústicamente, fue condicionado a un gradiente social y/o económico, de acuerdo a la escala de valores que regía en el ámbito en donde estaba el teatro. Las relaciones entre planos de decorados, espacios de tránsito en el escenario, eje visual del espectador y la recuperación de la idea clásica de la unidad entre acción, tiempo y espacio, derivaron en la innovación más trascendental de la forma escénica. Mientras que con el uso del “escenario palladiano” la representación transcurría por delante de los decorados y la ilustración en perspectiva del telón de fondo intentaba crear el efecto de la tercera dimensión, en la nueva modalidad la acción se iría a desarrollar “dentro” o “en medio” del propio decorado, y los practicables pasaban a ser parte del discurso dramático. Toda la escenografía inmediata al público ya era tridimensional en sí misma y dejaba solamente al decorado de fondo para la simulación paisajística de la ambientación.

 

Revisados los postulados clásicos a través de reediciones de la Poética de Aristóteles con un pragmatismo centrado en el drama, el teatro profano encontró en la experimentación en el plano social el recurso diferente al de las dádivas cortesanas y catapultó al actor como partícipe destacado del hecho artístico-teatral. Todos trabajaban para él, pues era él quien generando el éxito o el fracaso de la obra atraía al público, que en definitiva sostenía todo el espectáculo mediante el pago de una entrada. Así se dejaron de lado algunos cánones aristotélicos como el que dice que la unidad de espacio consiste en la utilización de una única ambientación física para la acción, coincidente con lo que el espectador es capaz de observar con la mirada, o aquel otro que establece que la unidad de tiempo de la acción no debe superar una jornada, o que la unidad de acción en sí misma debe tratar sobre un único asunto. Ya la Commedia dell’arte se había encargado de interpretar más de una historia en una misma pieza, intercalando lo serio con lo gracioso, y a partir de la profesionalización del negocio teatral surgía el expertise en el montaje de escena. Algunas veces el empresario, otras el actor principal, alguien era el encargado de moldear el espectáculo, regular los movimientos de los actores, armonizar la escenografía, los vestuarios, la iluminación, etc.

 

Todo parecía fácil mientras el melodramma se imponía en los escenarios. Dividir a los personajes en “buenos” y “malos”, esto es aquellos que exhibían sentimientos virtuosos, que se sacrificaban por el otro, que no le deseaban el mal a nadie, y los otros, esos cuyos pensamientos y acciones estaban reñidos con la ética, que abusaban o se aprovechaban de las bondades de los demás, y ajustarles ciertos modos en los tonos musicales a los estados de ánimo de unos, así como determinados colores vocales e instrumentales a las bajezas de otros, eximía de mayores cualidades dramatúrgicas a los intérpretes. Los textos no necesitaban ahondar mucho en el espíritu, pues la armonía hacía casi todo el trabajo. Destinos crueles, venganzas tremendas, la traición y el rencor como motor de las conductas humanas, personajes pérfidos, héroes ingratos, todos sometidos a la más profunda de las desgracias y al más desgarrador de los sufrimientos. Abstrayéndose de las realidades sociales y huyendo del compromiso político, los melodramas proporcionaban una gran “catarsis popular” en una  época en que el psicoanálisis ni era imaginado. Los encargados de la puesta escénica apenas acompañaban la direccionalidad unívoca del mensaje. La música lo hacía casi todo.

 

Lo que una vez fue tradición pasó a ser historia antigua, y ese incipiente “director de escena” comenzó a apartarse del rol de simple “acomodador” de los elencos o de mero “ordenador del tránsito de masas” en el escenario. Primero se involucró con algunas gestualidades de los protagonistas principales, para intentar “desacartonarlos” y sacudir el estatismo impuesto por los divos que sustentaban sus soporíferas dramaturgias gracias al poder de sus gargantas y algún que otro revoleo de brazos. Luego, el régisseur se animó a traspasar el límite de la marcación de los movimientos individuales para encontrar el significado de la escenificación integral y contribuir a emitir el mensaje que residía en el texto. Finalmente rompió con la irreversibilidad del flujo de comunicación para sumar al público en el conflicto que plantea el drama musical.

 

Merced a su capacidad de fusión de las características de la obra con los talentos de los cantantes de una función en particular, el responsable de la integración escénica de una obra llegó a proponer diferentes “visiones” del drama y a abrir el espectro de posibles interpretaciones. Algunas veces estas fueron asombrosamente reveladoras, y otras… para el olvido. Consecuentemente, la valoración de estas por parte del público ha sido tan diversa como los gustos de quienes pueblan las plateas de los auditorios.

 

Lo cierto es que el componente teatral de una ópera es una suerte de laboratorio del pensamiento, que funciona siguiendo la lógica del director escénico y su propia coherencia. Es de suponer que quien asiste al teatro, ya sea de prosa o musical, va con la intención de pasarla bien y de irse al cabo de la función con un plus en su espíritu, un “activo” en su estado de resultados íntimo de emociones, de placeres estéticos, de goces. Pero ese “pasarla bien” y todos esos “haberes” no son lo mismo para todos los públicos.

 

En un ámbito tan restringido como el de la ópera, en el cual no son muchas las oportunidades de presenciar un determinado título, el responsable de montar el espectáculo debe incluir necesariamente entre sus “datos de entrada” las características de la audiencia que va a tener. Esto incluye las preferencias, la flexibilidad para enfrentar y asimilar nuevas propuestas, el grado de compromiso con la contemporaneidad, etc. Personalmente valoro mucho cuando la puesta plantea un conflicto que me conduce a una confrontación entre mis prejuicios y las potenciales realidades no imaginadas a priori. El asombro, el descubrimiento de lo oculto a partir de una idea-teatro que apele a todos los lenguajes que se puedan interpretar debería ser un ingrediente esencial del goce, entendido este como la sensación de estímulo desequilibrante, de innovación, de apertura al ascenso cultural.

 

El tenor argentino José Cura, responsable de la dirección escénica y de los diseños de la escenografía y de la iluminación, propuso la unión de estas dos óperas emblemáticas del “verismo italiano” y las fundió con la gesta inmigratoria mayoritariamente de origen genovés que pobló el barrio de La Boca, en el Buenos Aires de fines del siglo xix. En la versión presentada en el Teatro Colón esa transposición de las idiosincrasias extremas, la siciliana y la calabresa, reflejadas en las anécdotas que cobran vida en las mencionadas óperas, se fusiona además con la estética más rioplatense representada por la perenne presencia del tango. El resultado fue una singular receta que funcionó con originalidad, proponiéndole al público consustanciarse con las raíces porteñas y aceptar el cambio de ambientación. Esta se vio sobreimpregnada de elementos escenográficos autóctonos, con la tradicional y turística calle Caminito como eje, pero sin que faltaran las típicas imágenes que automáticamente se asocian a las obras ofrecidas, esto es la taberna y la entrada de la iglesia en Cavallería, y la función de teatro callejero en Pagliacci.

 

Desde lo eminentemente espacial la ubicación frontal de la calle Caminito (casi como se la conoce hoy, dudo que responda a la realidad de 1900), partió al escenario en dos. El decorado sobre la izquierda contenía el bar-taberna de Mamma Lucia, que fue activa y pintorescamente utilizado. El ala derecha de los paneles escenográficos no ofreció ningún lugar a la acción, salvo la ancha vereda, sobre la cual una pareja bailó el tango al ritmo del Intermezzo de Cavalleria rusticana, en una de las imágenes más placenteras por la plasticidad y la belleza musical, y en la que también se instaló el escenario ambulante en Pagliacci, donde se desata la tragedia. Dicha estructura condicionó los desplazamientos de los grupos corales sin impedir que se desarrollara con eficiencia una detallada marcación para todos y cada uno de los integrantes, lo que mereció la decidida aprobación de los espectadores.

 

La indiscutida solvencia actoral de los protagonistas principales estuvo en sintonía con el profundo conocimiento que el señor José Cura tiene de las obras, no solamente por haber sido un destacado protagonista en renombradas salas líricas de Europa, sino también por su concienzudo trabajo de investigación y adaptación. El vestuario, diseñado por Fernando Ruiz, respondió a la integración general del montaje, mientras que el esquema lumínico no proveyó de la gama de luces y sombras que hubieran embellecido un espacio que lució colorido pero sin calidez.

 

La Orquesta Estable tuvo una performance correcta, aunque no logró el empaste y la brillantez musical que se espera en el maravilloso Intermezzo de Mascagni, así como tampoco los pulsos pasionales del final de Pagliacci. El director austríaco Roberto Paternostro ya ha conducido al ensamble en varias óperas de los más diversos estilos después de aquel experimento sobre la Tetralogía wagneriana de 2013, y en esta oportunidad la batuta pareció carente de convicciones transitando partituras con las características expresionistas propias del verismo que naturalmente ofrecen abundancia de pasajes para el lucimiento orquestal.

 

Una vez más el Coro Estable del Teatro Colón nos proporcionó una oleada de alto placer al escuchar la amalgama de voces. Amén de la potencia y expresividad en el canto, no escatimaron en modulaciones perfectamente ajustadas en tiempos, con una gran actuación individual y de conjunto. Su director, Miguel Martínez, recibió uno de los más calurosos saludos por parte del público. A su vez, el Coro de Niños del Teatro Colón, a cargo de César Bustamante, de menor presencia escénica, tuvo una formidable actuación.

 

Más arriba adelantábamos varias de las bondades de la versión vocal ofrecida por los protagonistas. En Cavalleria rusticana el tenor Enrique Folger en el rol de Turiddu sorteó sin dificultad las extremas manifestaciones pasionales en el canto y en la actuación que este concentrado papel exige, especialmente al tener en cuenta la magnitud de la sala del Teatro Colón. No sorprende la brillante Santuzza interpretada por la mezzosoprano Guadalupe Barrientos. Dueña de una voz oscura, potente, completamente estable y bien controlada a pesar de su tamaño, nos regaló un “A te la mala Pasqua!” como yo jamás había escuchado en vivo, dotando al personaje del auténtico carisma de despecho que la conducirá a delatar a su amante frente a quien lo matará en el duelo. El director escénico expuso abiertamente la especulación sobre el embarazo de la temperamental amante meridional, indicando las entendibles agresiones autoinfligidas sobre su “panza de tres meses”, para luego mostrar su avanzada gravidez durante su inclusión como público en la versión libre de Pagliacci. El barítono Leonardo Estévez fue Alfio y la mezzosoprano Laura Domínguez fue Mamma Lucia, ambos correctamente interpretados. La Lola que encarnó Mariana Rewerski gozó de una presencia escénica poco común, no solo por la sensualidad que la mezzo le dio al personaje, sino por una destacada entrega en lo vocal.

 

En Pagliacci el rol de Canio estuvo a cargo del mentor de esta versión. José Cura, poseedor de una inconfundible y personalísima técnica de modulación e inflexión al acometer una frase, desplegó un canto de una riqueza singular en armónicos. El consagrado tenor conserva los agudos nítidos y potentes, y los graves oscurecidos proveen un innegable placer al oído, mientras que sus centros son testigos insobornables de una larga trayectoria en la cual ha acometido con éxito algunos de los roles más pesados del género (Otello, Samson, Turiddu). En esta oportunidad su A ventitrè ore! del arioso Un grande spettacolo fue emocionante, y toda la composición de Pagliaccio estuvo dotada de energía, el justo descontrol temperamental y la angustiante corrosión de los celos. Una presencia estelar en el escenario que, aun algo alejada de la perfección purista, genera admiración.

 

La Nedda estuvo en la voz de la reconocida soprano Mónica Ferracani, a la que observamos con enorme control sobre los agudos que alcanzó sin esfuerzo aparente y con una acertada y poco común utilización del canto de pecho en los pasajes más viscerales. Una actuación convincente, entusiastamente reconocida por el público que le brindó un merecido aplauso. No quedaron dudas de que el canto más logrado estuvo en el barítono Fabián Veloz, quien encarnó el doble papel de El Prólogo y luego Tonio. Caracterizado como el compositor de la ópera brindó una versión memorable de esa proclama del verismo, nutriendo al personaje con una voz firme, poderosa, con innumerables matices. Sumó una actuación descollante acentuando con sus gestos la autoridad del mensaje del texto del propio Leoncavallo. No le fue en zaga su composición de Tonio primero y de Taddeo después, sabiendo darles a ambos los sesgos repulsivos y grotescos que demandan, sin perder por ello el aprovechamiento de los escasos pasajes más cantabiles. El barítono Gustavo Ahualli llevó adelante un Silvio de moderado lirismo, mientras que el tenor Sergio Spina desarrolló un Beppe con los méritos a los cuales nos tiene acostumbrados este gran cantante.

 

En los pasillos del Teatro Colón se oían comentarios encontrados sobre las supuestas incongruencias entre lo establecido por las puestas convencionales y esta versión sui generis, sobre la inclusión del maestro bandoneonista Juan Kujta como un miembro más de la orquesta, sobre el cortejo fúnebre supuestamente de Turiddu, muerto cinco meses teatrales antes, durante el preludio al acto primero de Pagliacci, etc. Flotaba en el ambiente esa especie de inconformidad fundamentalista de los amantes del género permanentemente críticos de la puesta, en rigor de verdad de cualquier puesta.

 

Entre las variaciones sobre los personajes que pronuncian las frases finales de ambas óperas se han planteado innumerables justificaciones. La maravillosa sentencia La commedia è finita le correspondió originalmente a Tonio, aunque con el tiempo ese lugar lo asumió Canio, y se asegura que el mismísimo Leoncavallo aprobó dicha permutación. El maestro Cura otorgó dicho honor a un personaje de otra ópera pero no ajeno a la versión, a la madre de Turiddu, a quien expresamente irá a proteger a Santuzza, que lleva en su vientre la vida de su nietito aun no nacido, contrastando con tanta solución a través de la muerte. Un final sorprendente, ingenioso, coherente.

 

Para Konstantín Stanislavski, uno de los más grandes pedagogos teatrales y piedra angular del teatro dramático occidental, la puesta en escena debe colocar en evidencia de manera tangible lo más profundo que encierra un texto dramático. No creo que Mascagni o Leoncavallo hayan pensado en plasmar un mera descripción costumbrista matinal de un domingo pascual de un pueblito siciliano o cómo había evolucionado La Commedia dell’arte promediando el siglo xix en el sur de Italia. Me inclino a pensar que a ellos los movilizó ahondar en ese crisol de ingredientes irracionales que promueven el crimen pasional, como los celos, el honor, la sed de venganza, el rencor, la locura, etc. ¿O alguien va a negar que el público (me incluyo) prioriza el morbo por sobre un programa turístico?