“Cuando una sociedad se desmorona y desintegra, uno de los síntomas de esta enfermedad social es que la armonía previa entre los elementos económicos, políticos y culturales del cuerpo social es reemplazada por la discordia” (Arnold Toynbee).
La creciente ferocidad de la actual grieta llama la atención. ¿Qué está pasando, que parece imposible ensayar diálogos mínimos? No han habido combates, no ha corrido sangre a raudales ni flamean banderas de exterminio. Y, sin embargo, asistimos a un crescendo de intolerancia.
Está ocurriendo en una Argentina que en otros momentos más graves, después de decenios de guerra civil impiadosa, fue capaz de reencontrarse. Retrocedamos un siglo y medio largo.
El ejemplo post-Caseros
El 3 de febrero de 1852 la batalla de Caseros clausuró tres largas décadas de lucha fratricida. Directoriales contra caudillos, litoraleños frente a porteños, andinos versus platinos, federales y unitarios, lomos negros con apostólicos. Al final, apoyado por tropas y dineros brasileros, entrerrianos y correntinos vuelven a vencer a Buenos Aires. Repiten 1820. A diferencia de aquel momento, vienen a rearmar el Estado nacional y no a desintegrarlo.
Rosas, vencido, se exila en un buque británico. Seguía siendo muy popular en la campaña. La victoria no podría consolidarse ni lograr la unidad nacional sin los rosistas. Que eran muchos. La gran cuestión: cómo reinsertar la corriente rosista en el proyecto naciente.
El talento de los vencedores consistió en la búsqueda de la reconciliación. Ese espíritu para reconstruir la Argentina y dar un espacio a los vencidos tuvo un símbolo: el Club del Progreso, fundado cuando no habían pasado cien días desde la batalla de Caseros. Urquicistas de hoy, mitristas de mañana y rosistas de ayer comparten un espacio apto para el debate y la confluencia.
El triunfante Urquiza convoca un Consejo de Estado que incluye rosistas notorios como Nicolás Anchorena y Felipe Arana. Son rehabilitados prohombres del rosismo. Glorias de la independencia, como Tomás Guido o Vicente López y parientes del Restaurador como Lucio V. Mansilla.
Incluso volverán al mando militar generales tan rosistas como Ángel Pacheco, Hilario Lagos o Pedro Pablo Rosas y Belgrano.
El perdón no alcanzó a todos. Fueron ejecutados por la justicia de los vencedores Ciriaco Cuitiño y Leandro Alen. Su muerte –el 28 de diciembre de 1853- se convirtió en la expiación de los crímenes del Estado rosista.
¿Qué hacer con Rosas?
La gran pregunta: ¿Debe ser juzgado Rosas?
Guido –diplomático ante el Imperio del Brasil hasta la ruptura de relaciones que terminó en guerra- dice: “si el general Rosas ha hecho mal uso de la suma del poder, si a consecuencia de ésta hay algo que castigar, sería responsable no sólo el general Rosas, sino la Junta de Representantes y toda la provincia que expresa o individualmente le confirió ese poder, y toda la Nación que lo sostuvo con sus propias fuerzas y aún le estimuló con vivos y prolongados aplausos. ¿y quién va a ser el acusador, quién el juez, en este juicio que bien podría llamarse juicio universal?”
Un unitario perseguido y emigrado, Salvador María del Carril –miembro también del Consejo de Estado urquicista- se pregunta “¿Dónde está el medio entre la nación vencida y vencedora? ¿Dónde hallar el campo neutral, y el juez competente para abrir ese inmenso proceso?”
Escindida de la Confederación urquicista, el Estado de Buenos decidió por ley del 28 de julio de 1857 someter a la justicia ordinaria la investigación de delitos durante el gobierno de Rosas. El Senado y la Cámara de Representantes votaron: “Se declara a Juan Manuel de Rosas reo de lesa-patria por la tiranía sangrienta que ejerció sobre el pueblo”. Rosas fue condenado a muerte, a la restitución de los bienes robados (la inversión de 4.647.066 pesos moneda corriente invertidos en su quinta de Palermo) y el pago de indemnización por sus crímenes. En tercera instancia, se lo condena “a muerte con la calidad de aleve, entendiéndose que la restitución de lo robado y la indemnización de los daños y perjuicios se ha de cumplir con otros bienes que posea”.
Rosas contestó: “¡El juicio del general Rosas! Ese juicio compete a Dios y a la historia; porque solamente Dios y la historia pueden juzgar a los pueblos. Porque no pueden constituirse en jueces los enemigos ni los amigos del general Rosas; las mismas víctimas que se dicen, ni los que pueden ser tachados en los delitos”. En un manuscrito del Archivo Saldías, del 10 de mayo de 1869, Rosas escribe: “No pueden ser jueces de Rosas ni los que se dicen víctimas ni los que puedan ser tachados de complicidad. El juicio corresponde a Dios y a la historia verdadera, porque solamente Dios y la historia verdadera pueden juzgar a los pueblos que facultaron a Rosas con la suma del poder por la ley”.
Se condenó a Rosas…pero hasta ahí. Urquiza escribirá a Rosas con tono conciliatorio y promesas de reparar las confiscaciones “injustas y violentas” (cartas del 24 de agosto y 27 de diciembre de 1858). Rosas también recibirá cartas laudatorias de Juan Bautista Alberdi.
A partir de 1852, rosistas y anti-rosistas, urquicistas y mitristas, sarmientinos y alsinistas, radicales y conservadores, compartieron las bases del modelo económico, cultural, poblacional. La diferencia –importantísima- era decidir quiénes podían votar, un debate que duró décadas y también dividía a los países de Europa.
Todavía hubo fusilamientos y persecución contra las últimas montoneras de Peñaloza, Varela y López Jordán. El propio Urquiza cayó asesinado. Fue el último. Se fueron acabando las carnicerías, los tormentos, la ejecución de prisioneros. El respeto por los derechos humanos fue enorme en las batallas de 1874, 1880, 1890, 1893 y 1905. Aún con las armas en la mano, no había odio. ¿Podremos rescatar el mensaje de aquellas generaciones?
Un final abierto
Hay ejemplos externos de juicios que nacieron como promesa de limpieza y terminaron con un sistema político peor que el enjuiciado. ¿Es Italia mejor que luego de liquidar a democristianos y socialistas? ¿O se ha empobrecido la dirigencia y envenenado la convivencia? ¿Y el Brasil? ¿Alguien puede asegurar que Bolsonaro es mejor que Dilma?
El ciudadano honorable debe reclamar la plena vigencia de la ley. ¿Y el estadista? ¿Qué puede intentar un estadista? ¿Cuál es el espacio para enterrar el odio entre facciones que se detestan? ¿Castigar a la cabeza y perdonar al resto? ¿Una ley de olvido general para atrás y una promesa de castigo enérgico en adelante? ¿Resisten los países el encarcelamiento de sus dirigentes? ¿Admiten la impunidad? No hay solución fácil.
En la Argentina de 2020 no hay vencidos en combate, ni batallas, muertos ni heridos. Todo debería ser más fácil que la sangrienta herencia de quienes en aquel Club del Progreso de 1852 decidieron intentar la Gran Concordia.
Así como vamos, no salimos. Los resultados prueban que el sistema circular –repetir conductas indefinidamente- sólo conduce a enterrarse más y más en una ciénaga que terminará absorbiendo y liquidando el potencial de la sociedad política pero también la vitalidad de la sociedad civil.
Llega la hora de imaginar algo nuevo. Es tiempo de Política.
por Oscar Muiño