- YRIGOYEN PRESIDENTE
Dos razones justifican calificar la elección de 1916 como decisiva: fue la primera general realizada bajo la Ley Sáenz Peña de 1912, y determinó la llegada a la presidencia de una fuerza política nueva: la Unión Cívica Radical. La ley de 1912 había agregado nuevos requisitos al ya vigente sufragio universal masculino: ser obligatorio y secreto, usar el padrón militar y asignar un tercio de la representación a la primera minoría. Contra las expectativas de muchos, en 1916 triunfó el radicalismo, un partido político “moderno”, que desde entonces y hasta 1930 fue la fuerza política dominante. Se trató de una revolución: la del sufragio. Para explicar el sentido y los alcances de esta transformación, dos reconocidas historiadoras, Ana Virginia Persello y María Inés Tato, participaron en otra sesión del ciclo sobre “Elecciones decisivas”, que organizan el Club del Progreso y la Universidad de San Andrés.
¿Cómo era el radicalismo que llega al gobierno en 1916? Según Persello, muy distinto del que, bajo la dirección de Leandro Alem animó las movilizaciones y revoluciones de la década de 1890. También del que desde 1903, conducido por Hipólito Yrigoyen, impugnó al “Régimen” mediante la intransigencia, la abstención electoral y en una ocasión -1905- la revolución. Por entonces era ascética secta de militantes, pero desde que se vislumbró la reforma electoral y la participación radical en los comicios, se acercó gente nueva, atraída por la política práctica. Sin duda eran muy útiles para dar forma a una organización electoral, pero los viejos militantes recelaron de quienes llegaban al festín con “la mesa tendida”.
Más cerca de las elecciones, se sumó al partido una gran variedad de grupos políticos provinciales, ya veteranos de la política pero circunstancialmente radiados de las “situaciones” dominantes. La adaptación fue más difícil, y a la larga originó disidencias y divisiones, pero de momento eran imprescindibles, si se pensaba en ganar. La UCR debía montar una organización nacional, con un comité en cada ciudad, barrio o pueblo, encargado de las tareas electorales. Sobre esa base se armó una sólida organización piramidal, que culminaba -como hoy- en la Convención y el Comité Nacional.
El partido tenía una Carta Orgánica y una Declaración de Principios, pero carecía de un programa específico, algo que solía reprochársele. Irigoyen sabía -como lo sabían Gladstone y otros grandes políticos de su tiempo- que los programas específicos no suman sino que dividen. En cambio, la UCR tenía un ideario, claro y hondamente arraigado, asentado en dos principios: la vigencia plena de la Constitución y la soberanía del pueblo, expresada en el sufragio libre. También tenía un líder carismático -algo común por entonces, como señaló M. Weber- y una máquina electoral, que a la larga resultó imbatible. Pero ante todo, era una “causa”, una religión política.
Según explica Tato, el panorama de lo que hoy llamamos las fuerzas conservadoras era muy distinto. El Partido Autonomista Nacional, en el gobierno desde 1880, estaba muy dividido -sobre todo desde la ruptura entre Roca y Pellegrini de 1901-, y en tiempos de democratización había perdido legitimidad. Al imponer el sufragio obligatorio, y rodearlo de garantías de credibilidad, los reformadores de 1912 se propusieron inyectar ciudadanía, transparentar los comicios y mejorar la calidad de la representación, incluyendo a las nuevas fuerzas -radicales y socialistas-, a las que asignaban la representación por la minoría. A la vez, la creación de un partido renovado, con figuras prestigiosas y un programa moderno, aseguraría a las fuerzas conservadoras la conservación de un poder de renovada legitimidad. Ese nuevo partido debía ser el Demócrata Progresista, encabezado por Lisandro de la Torre, que integraría las diversas fuerzas conservadoras provinciales. No lo logró, las derechas marcharon divididas y en 1916 fueron derrotadas, por poco margen, por el radicalismo.
Aunque los comicios de 1912 en la Capital y en Santa Fe ya anticipaban el resultado, la decepción y el desaliento fueron muy grandes. Los sectores políticos tradicionales se consideraron desplazados por una elite plebeya, formada por “parvenus” hijos de inmigrantes y, en una versión extrema, por una “chusma en alpargatas”, pese a que casi todos los integrantes del primer gabinete de Yrigoyen pertenecían a la Sociedad Rural.
Sin embargo, los conservadores, aunque fraccionados, conservaban el gobierno de numerosas provincias, la mayoría en ambas cámaras del Congreso y un fuerte peso en la prensa y la opinión. Con paciencia y esfuerzo, Yrigoyen fue ganando el control de las provincias, comenzando por la de Buenos Aires. En cada una, el procedimiento se iniciaba con la intervención federal; luego se reformaba la ley electoral provincial, para adecuarla a la nacional, y se cambiaban los mandos de la Policía. Esto obraba el milagro: en los comicios posteriores triunfaba la UCR. Gradualmente consiguió el control de muchas provincias y la mayoría en Diputados, pero nunca lo logró en el Senado.
Estos procedimientos, similares a los que el radicalismo otrora criticara a los gobiernos del “régimen”, fueron la base de una sistemática oposición. Según señala Tato, se acusó al presidente de manipular las elecciones, repartir empleos públicos y apelar al viejo caudillismo. “Personalismo” fue la palabra que resumió la crítica y prendió en la opinión pública, en la mesurada voz de los grandes diarios y en la crispada y muy aguda de “La Fronda”, editado por un grupo de la derecha nacionalista.
La crítica incluyó las voces moderadas y preocupadas de socialistas y demo progresistas, y gradualmente de una parte del radicalismo que se definió como “anti personalista”. Más allá del “personalismo”, cuestionaban la misma ley Sáenz Peña, que ponía en riesgo la república y sus instituciones. Abundaron los proyectos para reformarla, mediante la representación proporcional, el voto por circunscripciones, la elección directa de senadores y otros recursos que, de un modo u otro, buscaban limitar la acción de la eficaz maquinaria electoral radical. Ninguno se concretó.
Muy pronto, la vida política se polarizó en torno a la figura de Yrigoyen. En parte, era la cerril resistencia al cambio de los conservadores, que abandonaron el camino de Sáenz Peña. Pero también ayudaba la identificación que hacía el radicalismo yrigoyenista entre la “causa radical” y la “causa nacional”. Conllevaba la descalificación de la oposición – “el régimen falaz y descreído”-, relegándola al círculo infernal de los enemigos de la nación. En ese sentido, 1916 inició un camino en el que la democracia se fue identificando con la forma unanimista, plebiscitaria y facciosa que comenzaba a imponerse en el mundo y arraigó en nuestro país.
¿El triunfo radical de 1916 significó una revolución? Sí y no. Hubo cambios importantes en la política internacional y también se intentó una serie de reformas, de sentido social y democratizador, pero no se puso mayor empeño en sortear las previsibles oposiciones. Su impulso reformista fue menor que el de su contemporáneo uruguayo José Batlle y Ordóñez. Pero no es el único parámetro para mensurarla. Con Yrigoyen arraigó la democracia de masas, en un sentido político y social, que se instaló en el imaginario colectivo. El principio de que la legitimidad emana del sufragio universal nunca fue cuestionado, ni siquiera por las dictaduras militares, que siempre terminaron en elecciones. Y eso también es una revolución.
Por Luis Alberto Romero