Sartre caminaba las calles junto a jóvenes de izquierda que repartían panfletos. La policía los llevaba detenidos. Antes de una hora el mismo general Charles De Gaulle – entonces presidente de Francia – se comunicaba telefónicamente con la comisaría para ordenar la liberación del filósofo, expresando con énfasis: “¡Uno no pone preso a Voltaire!” Así eran las cosas con este hombre que revolucionó la Filosofía del siglo XX y cuya obra continúa vigente y siempre en agitado debate. Como él lo habría deseado, dicho sea de paso.
Sartre nació el 21 de junio de 1905, en La Rochelle, localidad francesa sobre el Océano Atlántico. De adolescente se interesó por la Filosofía y toda su vida se dedicó a ello. En su temprana juventud conoció a Simone de Beauvoir – quien también sería notable filósofa, novelista y ensayista; además de pionera del feminismo – y fue entonces cuando sellaron el pacto de que ambos serían su respectivo “amor necesario” pudiendo tener todos los “amores contingentes” que decidieran; siempre y cuando se lo contaran todo, no escondieran, ni mintieran, ni se engañaran en nada. Así vivieron todas sus respectivas existencias. (Un aparte merece, llegado a este punto, advertir que la idea de “poliamor” surgida hace un par de años, a través de los medios masivos de difusión y ofrecida como una gran novedad, ya se practicaba en la primera mitad del siglo XX. Al menos, Sartre y Simone, y unos cuántos de sus seguidores así lo hacían.)
Además de por la lectura de sus libros, pude discernir mejor el pensamiento sartreano a través de las enseñanzas que me otorgó el escritor y ensayista argentino Juan-Jacobo Bajarlía; sobre todo para entender bien qué es el “existencialismo.” Sobre cómo era Sartre en la vida cotidiana, sus costumbres y actividades, tuve los comentarios del hidroescultor Gyula Kosice quien había compartido numerosas jornadas durante su prolongada estadía en París. Entre esas impresiones íntimas que sólo pueden tenerse “estando al lado”, recuerdo a Kosice diciéndome: “Físicamente era feo, desagradable, pero alcanzaba con que comenzara a hablar para que – de inmediato – tuviera la atención de todos.” “Es más, no había mujer que no se enamorara de él.”
Pero, demos ahora la palabra a Jean-Paul Sartre. Unos párrafos esenciales para conocer con mejor precisión su pensamiento y, en particular, el para qué de su vida.
Por dos meses, la mayoría de los argentinos vivieron fascinados por el éxito de la gran cuarentena nacional. Se desató un clima de euforia unanimista que muchos asimilaron al de Malvinas. Le presentaremos batalla. Vamos ganando. Que traigan al coronavirus. En ciertas encuestas, el apoyo al Gobierno llegó a superar el ciento por ciento. El mundo tomaba nota, otra vez, de nuestras deslumbrantes habilidades, la OMS nos distinguía con su aprobación y el aplauso diario de las nueve mezclaba el reconocimiento al personal de sanidad con la aclamación a un gobierno que, nuevamente, había sabido encolumnar detrás de sí a todos los argentinos y conducir a la Patria a su destino de grandeza y excepcionalidad.
Después, no hubo verano. La conferencia de prensa en la cual el Presidente se postró ante Moyano fue el comienzo del fin de un romance. Lo siguieron confusos episodios. Un viernes negro, millones de jubilados terminaron haciendo cola en la puerta de los bancos. Días después, las compras de fideos con gorgojos y alcohol con sobreprecios desnudaron el retorno de la mano en la lata, tradicional política de Estado K. Enseguida, una ministra impulsó el ciberpatrullaje de las redes, un oscuro funcionario de Cancillería puso en cuestión los acuerdos del Mercosur y el Gobierno prosiguió con las liberaciones masivas de presos, auspiciadas por funcionarios apoyados por el Presidente, causantes de un cacerolazo masivo y terminadas en atribuciones de culpas y pedidos de disculpa tan descoordinados como el resto de la gestión. Detrás de este caos se esconde una causa: el Gobierno carece de un plan, de una estrategia que lo diferencie de las barrabasadas cometidas durante los doce años del boom de las commodities y el viento de cola. Ante semejante carencia, Fernández se ha aferrado a la cuarentena como a un salvavidas que podría estar hecho de plomo. Hoy, el cuarto gobierno kirchnerista carece de un plan para salir de la cuarentena, de un plan para enfrentar sus consecuencias económicas, de un plan para evitar el default y de un plan para todo. No es que lo ocultan para que los fondos buitre no se enteren. Es que no hay.
La cuarentena, además, es una quimioterapia que debe ser administrada con prudencia, sabiendo que una sobredosis de la medicina que acaba con la enfermedad puede matar al paciente. Creer que el que aplica la dosificación más alta es el mejor doctor es un error banal. Lo razonable hubiera sido lo contrario: preparar al país para poder aplicar una dosis reducida en el momento necesario. Para eso habría sido oportuno escuchar al exembajador en China, Diego Guelar, quien desde enero pidió que se controlara Ezeiza; aprovechar la ventaja que nos daba la observación de Italia y España, y apurarnos a comprar respiradores y reactivos cuando estaban disponibles; testear para saber cuándo entrar en cuarentena y testear ahora, para saber cuándo y cómo salir. En cambio, este gobierno de científicos se dedicó a cantar loas al resucitado Ministerio de Salud mientras el ministro nos entretenía diciendo que el coronavirus nunca iba a llegar.
Fue por aquellas superficialidades que se hizo necesaria esta cuarentena de Primer Mundo impuesta a una sociedad en situación de Tercer Mundo; una dosis masiva de quimioterapia aplicada a un paciente con morbilidades que hacían aconsejable la prudencia, y no la sobreactuación. Fue, además, una decisión improvisada tomada en respuesta a la presión social por un gobierno cuyo ministro de Educación quería mantener abiertas las escuelas y cuyo presidente recomendaba tomar bebidas calientes y apoyaba a Tinelli en la continuidad del campeonato de fútbol. Y fue, como todo, una medida planificada poco y mal, difícil de respetar en villas y asentamientos, sin la flexibilidad necesaria para permitir la supervivencia de los trabajadores informales, sin capacidad para sustentar a las empresas y sin una política de comunicación que fuera más allá del “Quedate en casa”.
Hoy, ese recurso escaso que es la cuarentena se está agotando. La gente no da más y el tejido económico no da para más. El país está llegando al límite de la quimioterapia que puede tolerar cuando todavía queda por delante todo el invierno. Y el Gobierno no parece darse cuenta, ocupado como está en contener al propio núcleo duro entregándole cajas a La Cámpora, distraído en la interna entre quienes piden la liberación de Jaime y quienes le echan la culpa a la Justicia; entre quienes quieren ir al default y quienes se dan cuenta de la enormidad. Divididos, peleados, confusos, sin un plan, en un escenario que no admite errores. Así están.
La conferencia de prensa del viernes pasado fue, además, un escándalo. Cinco personas sin barbijo que no respetaban la distancia social anunciaron que nos seguían cuidando. Un presidente que para defender sus políticas mencionó que solo la mitad de los habilitados al Ingreso Familiar de Emergencia recibió el beneficio y solo el 11,7% de los monotributistas y autónomos accedieron a sus créditos se negó a contestar la única pregunta no alineada, formulada por un corresponsal extranjero. El mismo Fernández que el año pasado hablaba de default virtual, vacío de poder y adelantamiento de elecciones calificó de malintencionados a sus críticos. Quienes cerraron el Congreso y convirtieron a Diputados en un Massapalooza descalificaron a la oposición por hacer política en Twitter (sic). Las cosas parecen sencillas para el oficialismo. De la recesión, la culpa la tiene el coronavirus. De los futuros muertos, la oposición. Así, del “menos pobres que en Alemania” pasamos al “menos muertos que en Suecia”; lo que solo es cierto si no se cuentan los caídos en Cromañón, La Plata y Once, ni los quinientos muertos extras por año en accidentes viales que hubo en el kirchnerismo respecto de Cambiemos, por un total de 6000 muertos más en doce años; gracias a la infraestructura vial gestionada por los cómplices de Lázaro Báez en el poder.
La cuarentena es un recurso que han dilapidado y están obligados a flexibilizar ahora, en una situación sanitaria peor que cuando la empezamos y con el invierno en puerta. No es un problema nuevo para el peronismo, el de enamorarse de un recurso finito y creer que los días felices en que se gastó serán eternos. Le pasó a Perón en los 40, con las reservas del Banco Central. Le pasó a Menem en los 90, con la venta de las joyas de la abuela y el endeudamiento. Y les pasó a los Kirchner con los superávits gemelos heredados del duhaldazo, la tasa del dólar cercana a cero y la soja voladora durante doce años.
Cuando los recursos escasos se terminan, los días más felices peronistas se terminan y empiezan los peores días, tan peronistas como los demás. Seguir invocando la unidad nacional mientras se viola la separación de poderes y se destrata a la oposición no parece ser el mejor camino. Los próximos meses traerán malas noticias. Queda por verse si significarán una situación difícil, pero remediable, o algo peor. Dependerá, en gran parte, de la capacidad que demuestre el Gobierno para abandonar racionalmente la dependencia de esa droga, la cuarentena, que calma los dolores del presente mientras prepara un porvenir devastador.
por Fernando A. Iglesias*
La Nación, 18 de marzo de 2020
* Diputado Nacional