Trabajo expuesto por el Dr. Horacio Jaunarena en la Academia de Ciencias Morales y Políticas en su sesión del 14 de setiembre de 2016.
Una de las varias definiciones del concepto de tragedia remite a una sucesión de hechos protagonizados por diversos personajes cuyas conductas conducen inexorablemente a un previsible final funesto. De modo diferente, en el drama un protagonista moralmente sano puede transformar un desenlace que parecía trágico en un final diferente.
De allí surge la necesidad de revisar con detenimiento los antecedentes, los elementos y actitudes de quienes, de una manera u otra, por acción u omisión, fuimos protagonistas de la tragedia de la década de los Setenta que culminó en el final que hoy, lamentamos..
El conocimiento incompleto de lo que hicieron los diferentes sectores, el ocultamiento por parte de quienes escriben la historia de conductas y actitudes de algunos de los protagonistas, la reivindicación de lo irreivindicable, la especulación que se manifiesta en la malversación de legítimos sentimientos de dolor para ponerlos al servicio de una facción política, la obstinación en colocar toda la responsabilidad en un sector sin una reflexión equilibrada acerca de lo que hizo el resto. Toda esta suma de circunstancias convierten al relato en un panfleto mentiroso y, por lo tanto, inútil, para garantizar que nunca más nuestros hijos o nuestros nietos cometan los errores que cometimos para que se consumara semejante matanza.
La reconciliación de la historia con la totalidad de los hechos es el principio del camino que puede conducir a la reconciliación de las víctimas, de sus deudos y concluya en el necesario final que conforte a quienes vivieron y padecieron aquella época.
Hace más de cuarenta años que dos facciones de argentinos repiten las mismas conductas que los paralizan e inhiben cualquier entendimiento. Ambos sostienen que no hay nada que deban reprocharse y nada de qué arrepentirse. El resultado es que quedan congelados en un tiempo que no debe volver, presos de los sentimientos que se deben superar.
Comienzan a aparecer víctimas y protagonistas que se colocan por encima de su dolor e intentan, con humildad, un dialogo que implica el descubrimiento del otro, del diferente como persona, el reconocimiento de los errores, la solidaridad con el que sufrió, y la voluntad de compartir el inmenso dolor por tanta muerte.
Pensamos que no se trata de postular una amnesia voluntaria que significa un parche que no sanará viejas heridas, ni un olvido sancionado por decreto que solamente ocultará los rencores que quedarán subyacentes. Se trata de que, asumiendo los pesares del pasado, los reconozcamos como un doloroso y aleccionador patrimonio común, para iniciar la construcción de un destino diferente, identificando lo que cada uno de nosotros hizo o no hizo para evitar que se consumara la tragedia. Sólo así podremos garantizar que lo ocurrido no vuelva a repetirse.
En función de estas reflexiones es necesario comenzar a mirar nuestra historia, no como una fotografía de los peores años de la década del Setenta, sino como una película que, progresivamente, fue abriendo el camino para que la violencia se adueñara de la vida política de nuestra Patria.
Es inútil pretender la construcción de un presente solamente de cara al futuro. El presente debe afirmarse también, y primordialmente, en la lúcida conciencia de las raíces que se hunden en nuestro pasado.
Desde 1930, la Argentina se convirtió en un actor político en busca de su presunta identidad, de su auténtica legitimidad. Desde entonces deben buscarse los más recientes antecedentes de esa cultura de la ajuridicidad que padecemos y en función de la cual lo anormal se transforma en normal y lo normal en normativo. Así se convierte a la sociedad en un conglomerado anómico, sin pautas, normas ni conductas de sentido político claras, democráticas y precisas. La violencia en la política no fue una novedad de los setenta. Sí lo fue, el desenfreno, la crueldad, la repugnancia de los procedimientos.
Para referirnos solamente a algunos episodios ocurridos en los últimos cincuenta años del siglo XX, nos encontramos, con el bombardeo de la Plaza de Mayo en 1955, con la violencia de la quema de las iglesias durante el primer peronismo, con los fusilamientos después de la Revolución de 1955, con los golpes de Estado que sustituían gobiernos civiles por militares, con “la noche de los bastones largos” de quienes irrumpieron en nuestras universidades durante el gobierno del general Onganía, con la proscripción por años del peronismo.
La historia, hasta 1983, no sólo ha sido la historia de una sucesión de golpes de Estado únicamente protagonizado por las Fuerzas Armadas. Como sostiene Robert Potash, nuestros golpes siempre fueron cívico-militares y, muchas veces, contaron con la complicidad de una sociedad que se mostró indiferente hacia la suerte de sus instituciones.
A los golpes le sucedían precarias democracias, muchas de ellas surgidas de gobiernos cuestionados en su legitimidad por las proscripciones políticas. Como resultado de esto, configuramos una sociedad que no terminaba de madurar para hacerse cargo y ser responsable de la construcción de su propio destino.
A estos antecedentes se suma, ya en la década de los Sesenta, el virus del terrorismo ideológico que rondaba por el mundo a través de diferentes versiones, en una suerte de militarización del pensamiento, de infiltración de una verdadera cultura de la violencia que penetró en una sociedad inepta para enfrentarlo.
Toda esta seudomística del terror que en su momento exaltaron, cada uno por su lado, Lenin y Hitler, fue erigida en el nombre legitimador de la ideología.
“La ideología-ha escrito admirablemente Solyenitzin-, he aquí lo que da la justificación buscada a la maldad y la requerida dureza prolongada al malvado. La teoría social que, ante él mismo y los demás, le ayudan a blanquear sus actos y escuchar, en lugar de reproches y maldiciones, loas y honores. Así, los inquisidores se confortaban con el cristianismo, los conquistadores con la civilización, los nazis con la raza, los jacobinos de antes y de ahora con la igualdad, la fraternidad y la felicidad de las generaciones futuras. Gracias a la ideología, al siglo XX le ha tocado conocer la maldad cometida contra millones de seres. Es algo que no se puede refutar, orillar, silenciar”.
Con esos antecedentes, una buena parte de una generación de jóvenes argentinos militantes de distintos partidos políticos, fue seducida por el llamado a esta violencia mesiánica, ante la incomprensión, la impotencia, la tolerancia e incluso a veces, la complicidad de un vasto sector de líderes sociales que, frente a la morbosa seducción de la muerte, no ofrecieron a esa juventud, una propuesta convocante por la vida. A la odiosa simplificación del eslogan, no supimos contraponer los ámbitos y el ambiente de la discusión racional. A la aparente eficiencia de la acción directa, no conseguimos elevar a la categoría de regla de oro, la subordinación de todos a una única soberana: la ley.
Diferentes actores fueron haciendo su aporte para la consumación de la tragedia. Las Guerra Fría, que fue fría para las potencias principales pero llena de sangre para otros actores secundarios, las imágenes de las guerras de Argelia y Vietnam, la figura emblemática del Che Guevara, el triunfo de la guerrilla en Cuba poniendo fin a una tiranía, el endiosamiento de personajes como Fidel Castro, supuesto defensor de la libertad. Las palabras de Perón que desde su exilio, recibía y alentaba lo que llamaba “las formaciones especiales”. Las prohibiciones y las persecuciones políticas sumaban razones para quienes postulaban la acción directa.
Se generaba el caldo de cultivo para que la violencia se hiciera moneda cotidiana y jóvenes, muchos de ellos imbuidos por ideales de justicia y libertad, asumiendo la representación del pueblo que nadie les había dado, mataban y morían. Mientras tanto, algunos dirigentes políticos de diferentes extracciones justificaban la violencia.
La teología de la liberación, fue el sustento doctrinario para que sacerdotes católicos alentaran las acciones de futuros guerrilleros. En plena represión descontrolada, encontramos religiosos que confortaban espiritualmente a quienes reprimían. En otro plano, fueron muchos los sacerdotes que, a riesgo de su propia vida, protegieron y ampararon a gente perseguida. A ellos hay que agradecerles haberlos salvado de la muerte. En mayo de 1977, una declaración del Episcopado denunciaba con fuerza la violación de los derechos humanos por parte del gobierno. Era una de las pocas voces que se oían en ese sentido. Dirigentes políticos, empresarios y sindicalistas, impotentes, distraídos o cómplices, contribuían a la gestación de la tragedia.
A principios de la década del Setenta asistimos a la instalación de un gobierno democrático elegido libremente por la totalidad de los argentinos.
El General Perón volvía a la Presidencia y, con ello, la ilusión de que la violencia y la muerte llegarían a su término en la Argentina.
Pero no llegó la paz. La guerrilla rural, como ilusión generadora de libertad trasladada a las ciudades se convierte en terrorismo. En plena democracia, Montoneros, Ejército Revolucionario del Pueblo, Fuerzas Armadas Peronistas y Fuerzas Armadas Revolucionarias, siguieron operando.
Desde el gobierno, con total apoyo del principal Ministro de Perón, José Lopez Rega, se gesta una perversa organización terrorista llamada Triple A, que comienza a competir con las organizaciones guerrilleras en la multiplicación del crimen y con la crueldad de la metodología empleada. El gobierno democrático de entonces, no supo, no quiso o no pudo poner fin a tanta locura.
El 27 de febrero de 1974, el gobernador de Córdoba Ricardo Obregón Cano, echó a su Jefe de Policía el teniente coronel Antonio Domingo Navarro, el primero de ellos tildado de izquierdista y el segundo de extrema derecha. Navarro resistió y con un grupo de Policías derrocó a Obregón Cano y a su vice gobernador Atilio López quien finalmente fue asesinado por la Triple A el 16 de setiembre de 1974. Entre marzo de 1975 y marzo de 1976, durante el gobierno constitucional, la violencia paraestatal dejó un saldo de 52 desaparecidos según datos recogidos por la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas.
Los Montoneros matan al General Aramburu y cuentan los detalles de cómo lo hicieron. La Triple A asesina a Silvio Frondizi y los Montoneros a Arturo Mor Roig para que aprenda el Radicalismo que no debe desestimar un pedido de la organización. La Triple A mata a Haroldo Conti.
Se involucra al Ejército en la represión de la guerrilla y se lo emplea para reprimir un foco de insurgencia en Tucumán. El gobierno constitucional ordena el aniquilamiento del accionar subversivo. Mientras tanto, expertos con experiencia en la guerra sucia francesa desarrollada en Argelia visitan, con anuencia oficial, a las tropas argentinas.
Muere Perón y lo sucede su viuda Isabel. La crisis económica se suma a la violencia que desde la izquierda y la derecha asolaban a la sociedad.
Frente a la indiferencia, la impotencia o la temeridad, las conducciones de las Fuerzas Armadas se hicieron cargo del gobierno; a la bulliciosa vida democrática se le opuso el silencio del autoritarismo; a la norma de la responsabilidad republicana de los funcionarios se la sustituyó por la acción de un grupo que, creyéndose elegido por una instancia superior, pretendía tener la solución para todos los problemas, para todas nuestras angustias, para todas nuestras frustraciones sin tener que rendir cuentas a nadie. Desde un lugar o desde varios lugares ignotos e inaccesibles, se resolvía sobre la vida o la muerte de los argentinos.
La represión convergió, desde el estado, en cuanto al método, con la subversión, sellando el corolario de una tragedia que se venía preparando por la acción u omisión de los múltiples actores que hemos ido señalando y muchos de los cuales han permanecido sin asumir ninguna responsabilidad.
Se ignoró que entre la represión ejercida desde el Estado y la violencia de los terroristas debe haber siempre una diferencia ética fundamental. Algo así como si para terminar con los caníbales nos comiéramos a los caníbales. Muchos inocentes pagaron con su vida tanto desenfreno.
El 2 de julio de 1976, una bomba destruyó el comedor de la Superintendencia de Seguridad Federal, dejó un saldo de 24 inocentes muertos y más de cien heridos. El atentado fue concebido por el equipo de inteligencia montonero encabezado por Rodolfo Walsh.
Como el ataque fue reivindicado por el pelotón de combate denominado “Sergio Puiggrós”, autoridades de la Superintendencia de aquel entonces, con la participación de fuerzas militares y policiales, en la noche del 19 de agosto de ese año mandaron a dopar a treinta prisioneros secuestrados en el Edificio anexo al de la explosión y los mataron a tiros en la cabeza. Luego, los cuerpos fueron dinamitados en la madrugada del 20 de agosto, en Fátima, Partido de Pilar.
Tiempo después, Rodolfo Walsh fue ultimado por un grupo de tareas.
Entre el 2 de julio y el 20 de agosto de 1976, se mataron a cincuenta y cuatro argentinos y quedaron más de cien heridos, muchos de ellos mutilados.
Surge la figura del “desaparecido”, alguien que no está en ninguna parte, con lo cual se abrió una herida en sus familiares imposible de curar, porque el concepto de desaparecido es contrario a la naturaleza humana. Un “desaparecido” es una biografía inconclusa, una biografía que, a diferencia de toda biografía, jamás tendrá final. El dolor tampoco.
Si la guerrilla secuestraba torturaba o mataba con una bomba a una niña de quince años que había cometido el delito de ser hija de un almirante, la represión contestaba de manera similar.
Este final dantesco es el desenlace de una tragedia, vivida por una sociedad que se mostraba a veces perpleja, a veces paralizada por el miedo, a veces indiferente a la suerte de sus compatriotas. La justicia, distraída, rechazaba sistemáticamente recursos de Habeas Corpus.
Llega la restauración democrática y la decisión de enjuiciar por parte del gobierno electo, a los responsables militares que dirigieron la represión y a las cúpulas de los movimientos que optaron por la violencia. Sin embargo, quedó sin juzgar la conducta de muchos de los responsables políticos de los tiempos en que actuaba la Triple A, Casi nadie se hizo cargo de qué, en plena democracia, con la Justicia y el Parlamento funcionando, no se impidió que sucedieran las atrocidades que se cometieron.
El estrepitoso fracaso en todos los órdenes del gobierno militar, la insólita decisión de decidir la guerra de Malvinas, con la derrota y con sus muertos, la exhibición de las crueldades cometidas en la represión, permitieron ocultar la corresponsabilidad de otros sectores en la tragedia vivida, y concentraron el reproche en un solo sector, responsable, pero no único, de lo acaecido.
A partir de 1983, se hicieron diferentes intentos de superar el pasado luctuoso; se juzgó y condenó a las cúpulas militares que ordenaron y condujeron a la represión, se juzgó a dirigentes de las organizaciones guerrilleras. Con la ley de obediencia debida se procuró distinguir entre los que dieron y los que ejecutaron las órdenes de reprimir. El gobierno del Dr. Menen postuló la amnistía, se anularon leyes por el Congreso, se declaró la inconstitucionalidad de las leyes por parte del Poder Judicial, se creó la categoría de delitos de lesa humanidad, se llevaron adelante juzgamientos en masa sin distinción de edades ni rangos militares, se indemnizó a integrantes de las organizaciones guerrilleras participantes de hechos de extrema crueldad. No se trató de la misma manera a soldados y personal militar que murieron cumpliendo con su deber.
La democracia consagra al matrimonio Kirchner en la Presidencia de la República y se inicia un nuevo experimento. Esta vez, se ensaya, superar el pasado mintiendo. En el relato oficial, hemipléjico y omisivo, se pretende hacer creer que solamente hubo represión de inocentes por parte de un sector, el militar, que tuvo la culpa de todo y al que hay que juzgar hasta sus últimas consecuencias. (sí ellos tuvieron la culpa de todo, yo no tuve la culpa de nada).
Culpar exclusivamente a un solo sector es una solución cómoda porque exime de responsabilidad a muchos cuyos comportamientos en distintos tiempos, contribuyeron a la consumación de la tragedia. Pero, ¿sirve la historia como aprendizaje si se la falsea? ¿Es lícito, por mera especulación política inmediata, fomentar el odio y la revancha entre compatriotas? ¿Qué garantía tenemos que, a partir de esta falsificación, muchos jóvenes, ignorantes de la verdad, no recaigan en los mismos errores y horrores, queriendo imitar un heroísmo de fantasía, cuya sola realidad se reduce a lo que les contaron desde una historia mentirosa?
Pretenden que nuestra historia sea una fotografía con algunos personajes ocultos, y no una película con múltiples actores, todos iluminados al fin, por una cuota de participación, activa o pasiva.
Es cierto que la represión ilegal desde el Estado es repudiable y debe ser calificada con mayor severidad que las acciones que llevó adelante la guerrilla. Pero esta verdad no debe servir para ocultar el hecho de que la guerrilla mató, robó y secuestró y que todo ello, conforman delitos que no deben ocultarse ni ignorarse.
Falsificar lo acontecido es abusar autoritariamente de la libertad que nos brinda la democracia.
Hubo jóvenes idealistas que, ilusionados en la lucha por la igualdad y la libertad, mataron y murieron. Hubo inocentes muertos por el descontrol. Hubo soldados matados por el sólo hecho de vestir el uniforme del Ejército Argentino. Otros, que en un contexto de violencia y terror, cumplieron órdenes sin cuestionar o advertir la ilegalidad de las mismas.
Los mejores juristas no se ponen de acuerdo acerca de cuál es el límite de la obediencia a una orden en una Institución jerárquica como lo es un ejército. Se pretendió que lo tuvieran en claro jóvenes recién salidos de los institutos militares. Hubo excesos repugnantes de los que se ha ocupado y debe ocuparse la justicia.
Es importante el número de argentinos que entienden la necesidad de superar la tragedia. Los gobiernos, y también la justicia son especialmente sensibles al clima que está viviendo la sociedad. Resulta ilusorio pretender resoluciones sustanciales de ellos, si no se genera un ambiente propiciatorio de las decisiones a tomarse. Si se instala en la sociedad un clima de reencuentro, quizás entonces podamos esperar que la necesaria superación del pasado se concrete.
Mientras tanto, hay cosas que se pueden realizar por razones humanitarias. Como nos lo recuerda Santo Tomas, “Justicia sin misericordia es crueldad, misericordia sin justicia es la madre de la disolución”. El fiscal Strassera sostenía que “Los derechos humanos son también para los que infringen los Derechos Humanos”
Nos referirnos a los detenidos acusados y algunos condenados por los denominados crímenes de lesa humanidad, mayores de setenta años y que permanecen alojados en diferentes institutos penitenciarios, en contra de la legislación que prescribe lo contrario. Tomemos conocimiento de la situación en setiembre de 2016.
El Servicio Penitenciario está diseñado sobre la base de una edad promedio del detenido de treinta y cinco años.
La edad promedio de los detenidos es de setenta y tres años.
Hay más de doscientos cinco detenidos mayores de setenta años alojados en penales.
Hay más de ciento veinte denuncias ante la Comisión Interamericana sobre Derechos Humanos por exceso (mas de dos años) en prisión preventiva y hay más de doscientos cuarenta y ocho detenidos que han cumplido más de tres años de prisión preventiva.
La excesiva duración de los juicios ha traído como consecuencia que sean más de trescientos cincuenta detenidos los que han muerto. La mayoría de ellos no llegaron a saber si la justicia los consideraba culpables o inocentes.
Una contribución para serenar los espíritus es permitir a estos detenidos mayores de setenta años, seguir cumpliendo su condena en prisión domiciliaria.
Argentina desde hace ya mucho tiempo viene descendiendo en su nivel dentro del contexto de las Naciones. Por vivir durante muchos años en el puro presente, nos hemos devorado el futuro que pertenece a las próximas generaciones.
La tragedia de la década del setenta ha sido utilizada para ahondar nuestras diferencias. Su recuerdo, en lugar de ser el marco para superarla a través de un duelo compartido, ha sido utilizado para perpetuar el resentimiento, para estimular la división. Guatemala, El Salvador y Sudáfrica que sufrieron tragedias similares o peores que las nuestras, supieron superarlas en torno a un proyecto de futuro compartido. Las F.A.R.C. y el gobierno Colombiano, luego de cincuenta años apuestan al perdón y a la reconciliación. ¿Por qué no intentarlo? Hoy hace falta que nos unamos, sólo así, sintiéndonos partícipes de una empresa común, podremos construir la masa crítica de apoyo necesaria para que Argentina recupere el tiempo perdido.
Personas e instituciones de diferentes ámbitos, todavía no demasiado numerosos, superando el dolor, reconociendo los errores, avanzan con el objetivo de inaugurar un diálogo que ilumine una mirada crítica y abarcadora de nuestra historia reciente. Encuentran así, un rumbo alternativo que les permite convivir con su desgracia y dar un sentido a sus vidas dedicándolas a construir un futuro distinto. La Iglesia llama a la reconciliación. Se suman al diálogo, políticos, empresarios, dirigentes sindicales y religiosos. Es un hecho auspicioso que contribuye a generar el necesario clima de reencuentro al que nos hemos referido.
El conocimiento completo y descarnado de nuestro pasado asumido como un doloroso patrimonio común, con una profunda reflexión crítica que incluya a todos y a cada uno de los protagonistas, puede ser también una contribución para que, ni nosotros, ni nuestros hijos, volvamos a vivir una nueva crónica de una tragedia anunciada.