Hace ya mucho tiempo que los argentinos encontramos razones para odiarnos. Y de ese odio surgen argumentos, que en el fondo son racionalizaciones (razones que pretenden justificar un sentimiento irracional). Por ejemplo, a pocos días de asumir un nuevo gobierno muchos sectores opositores ya hablan de paros, de no dar quórum o de rebelión fiscal porque afirman que los que están ahora “se robaron todo” antes y lo volverán a hacer, y que además es “plata para darles a los choriplaneros” que “no se merecen” la ayuda “porque son unos vagos”, etcétera. Un razonamiento sin fisuras… que surge del odio. Del odio a una parcialidad política y a un sector social.
Por otra parte, desde los sectores vinculados al actual oficialismo se habla de “revancha”, de “ministerio de la venganza”, de “Conadep de periodistas”. Razones que surgen del odio. Si se discuten esas razones nos perdemos, porque no estamos hablando de lo que está detrás; no discutimos el odio, nos entretenemos con las racionalizaciones que encubren el sentimiento de desconocimiento del otro como hermano o hermana, como compatriota. Hay que hablar del odio que engendra esas razones.
Otro ejemplo: desde algunos sectores más radicales del colectivo que se proclama feminista ocurre algo semejante. Afirman que “el patriarcado” debe caer (coincidimos), pero eso en la práctica se transforma en una eliminación de cualquier otro discurso y de la posibilidad de disenso. Porque el que piensa diferente -dicen- legitima la discriminación y el odio? Y, por lo tanto, debe ser odiado. Así se justifica, por ejemplo, la agresión a personas, el negar la palabra y atacar templos de confesiones religiosas que tienen su propio modo de pensar el tema y que, guste o no guste, en una sociedad democrática tienen derecho a expresarse. Muchos medios de comunicación, temerosos u oportunistas, no sacan los pies del plato; entonces sus periodistas o panelistas ponen cara seria cuando voceros de ese feminismo radicalizado bajan línea y reprenden a los díscolos que no responden al discurso guionado.
Pascal decía que el corazón tiene razones que la razón no entiende. Muchas razones del discurso público responden a esa máxima. Ofrecen racionalizaciones que encubren o visten un sentimiento más complicado: el resentimiento y el odio. Ya decía Buda que el odio es un veneno que se toma uno pensando que se va a morir el otro. Aquí todos moriremos si seguimos bebiendo de las fuentes del odio.
Nos estamos enfermando de odio. Nuestra crisis no es solo política, social y económica; es, también, espiritual. Está enfermándose el alma de la nación (si pudiera hablarse de algo así). Para salir de esta crisis, hay que hacer un análisis holístico. Debemos tener en cuenta también el factor anímico-espiritual: el odio que vamos inoculándonos. Dejar de odiar es una decisión. Una decisión personalísima. Pero debe, luego, transformarse en una decisión política. Hace bien el presidente cuando convoca a desterrar la grieta, harán bien los funcionarios y militantes en seguir esa línea y no querer “volver por todo”. Hará bien la oposición en cerrar su herida narcisista por la derrota y hacer lugar al axioma político de que el que gana gobierna y el que pierde controla. Dando las discusiones, no evadiendo las responsabilidades. Harán bien todos los colectivos que reclaman por sus derechos en respetar a otros que piensan diferente.
Dejar de odiar es una decisión y los líderes deben dar el ejemplo; deben procurar que esa decisión se transforme en una línea política transversal. Con el odio todos perdemos, pero en particular los sectores más desfavorecidos, ya que el salario del odio es el hambre, la violencia y la desdicha.
Setecientos años antes de Cristo, el profeta Isaías decía que el que parte el pan con el hambriento y no le da la vuelta la cara a su propio conciudadano será llamado “reparador de grietas”. Nunca más actual el texto. Necesitamos urgente convertirnos en reparadores de grietas.
por Rafael Velasco
El autor es sacerdote jesuita
La Nación, 28 de diciembre de 2019