¿Cómo es posible que un Estado activo como el que tuvimos en los años 30 o durante el primer peronismo haya llegado a ser esa cosa lastimosa que nos legaron los Kirchner? La pregunta apunta a uno de los hilos rojos de la historia argentina contemporánea. La respuesta probablemente nos lleve a entender nuestro actual ciclo decadente.
La Argentina moderna llegó a tener un Estado potente, capaz de diseñar y sostener políticas de largo plazo, como la educativa de los años 80, o las de reorganización estatal de los años 30, que -opiniones aparte- tuvieron una profunda influencia en la sociedad. Pero, a la vez, desde sus orígenes fue un Estado sensible a las presiones de los intereses que se iban organizando y que delineaban su propósito de vivir a costa de él, o al menos de mojar su pan en la salsera del Estado. En la primera mitad del siglo XX la tensión entre potencia y concesiones se mantuvo en relativo equilibrio. La última fórmula eficaz fue la “comunidad organizada” de Perón, pero era personal e irrepetible.
Luego de 1955, los problemas de la relación entre un Estado dadivoso y corporaciones ávidas salieron a la luz. La prosperidad comenzó a estrecharse, arreciaron los conflictos distributivos, se resintió la movilidad social y los gobiernos, con poca legitimidad, encararon ambiciosos proyectos, como las políticas de promoción industrial.
La mesa corporativa
El botín se hizo más atractivo y discrecional y las corporaciones entraron en acción. En la mesa corporativa estaban las Fuerzas Armadas, la Iglesia, los sindicatos y los diversos grupos empresarios, lanzados a colonizar las oficinas del Estado -cada uno la suya- para orientar desde allí el decreto o la resolución que les llevara el maná estatal. Hubo grandes zarpazos, como las devaluaciones -la de Pinedo en 1963 fue notable-, la ley de Obras Sociales de 1971 o la creación de Aluar, del mismo año, cuyos detalles prefiero no explicar, pues hace poco recibí una convincente advertencia de los abogados de esa empresa.
En los años 70 se había generalizado el tironeo entre las corporaciones y el Estado, que era a la vez el árbitro del reparto y el botín a conquistar. En 1973, Perón volvió al gobierno con la idea de recuperar la antigua autoridad del Estado, pero fracasó cuando se derrumbó el Pacto Social. Aunque menos espectacular que su conflicto con Montoneros, fue tanto o más importante en la decisión de los militares de instaurar una dictadura que acabara definitivamente con estos conflictos.
Los militares proclamaron que “achicar el Estado es agrandar la Nación”. La idea parece haber guiado a todos los gobiernos democráticos posteriores, por acción u omisión, y con los más variados argumentos. Se basaban en un hecho objetivo: el Estado argentino era enorme, costoso e ineficiente. Solo que, en lugar de adelgazarlo y eliminar la grasa inútil, recortaron el músculo de lo que el Estado debe hacer, en términos de prestaciones sociales y también de control de sus gobernantes.
Con la democracia se generalizaron los reclamos al Estado de distintos grupos sociales, formulados en términos de “nuevos” derechos. La discusión acerca de quién pagaba sus costos nunca se planteó. Hace poco Roberto Gargarella, eminente jurista, increpó a “los economistas” -esto es, los funcionarios responsables de las finanzas estatales- por hacer esa pregunta, y les recordó que, dados los inalienables derechos, era responsabilidad del Estado agenciar los recursos. Finalmente, todo se resolvió agregando un par de dígitos al déficit fiscal.
Con la democracia no se detuvo el proceso de deterioro de los elementos centrales de la agencia estatal: sus instituciones y normativas y su funcionariado. Desde la dictadura, los gobiernos se fueron acostumbrando a lo que llamaban ejecutividad y terminó siendo discrecionalidad y decisionismo. Probablemente Alfonsín se propuso desandar el camino, pero tuvo otros problemas más urgentes. Desde Menem se retomó el impulso, que llegó a su apogeo con los Kirchner.
Suprimir las trabas de los gobiernos implicó subordinar al Congreso, atar de manos a la Justicia y doblegar a la burocracia, pues muchas agencias tienen como función el control administrativo y la rendición de cuentas. La acción gubernamental comenzó entonces con el debilitamiento de las plantas profesionales, conservadoras de los saberes del Estado, y el deterioro de la ética del servidor público -la clave de arco, según Weber-, y terminó con la colonización o el cierre de las agencias molestas, como el Indec.
El Estado debilitado fue tomado por asalto por los intereses organizados. Con los militares fueron la “patria contratista” y la “patria financiera”. Luego siguieron los “capitanes de industria” y la “patria privatizadora” y el “gran capital concentrado”, que se quedó con todo. Revivida con la democracia, la “patria sindical” también obtuvo su parte del botín. Esos fueron las estrellas, visibles. Hubo otras menos espectaculares, pero igualmente voraces, como los laboratorios medicinales. Pero en la base, en cada uno de los lugares donde el Estado se articulaba con un interés -desde una comisaría a los prácticos de un puerto- se formó una pequeña mafia, donde se empastaban lo que en teoría eran lo privado y lo público.
Doble mano
Cuando creíamos haberlo visto todo -incluyendo la “carpa chica” y el “robo para la Corona” de los años 90- apareció Néstor Kirchner, proveniente de los bordes de la política, a la cabeza de una banda de “pingüinos” y se dedicó a saquear el Estado. Asombra lo grandioso de su proyecto, pues no se detuvo ante nada: la obra pública, YPF, las empresas telefónicas, la Casa de la Moneda. Los grandes conceptos explicativos, como “capital concentrado” o “neoliberalismo”, quedaron obsoletos; solo uno quedó en pie: cleptocracia. Necesitamos un biógrafo inspirado, como lo tuvieron Napoleón, Churchill, Hitler o Mussolini, que dé cuenta de este diseño genial y, sobre todo, explique la embobada satisfacción de quienes lo apoyaron y siguen haciéndolo.
Con los Kirchner culmina un proceso que es de doble mano: el deterioro del Estado viene junto con el crecimiento del gobierno. Tenemos mucho gobierno, que además de saquear al Estado lo carga de déficit inmanejables y de empleados inútiles y destruye el músculo y el nervio que, entre otras cosas, le impedirían ese manejo arbitrario. Además -quizá sea solo un daño colateral- destruye las agencias esenciales de lo público: la seguridad, la salud, la educación.
Sin un Estado eficiente, sustentable, ajustado a la ley, no hay gobierno normal posible ni hay forma de dar soluciones permanentes a los gravísimos problemas de nuestra sociedad. Los Kirchner nos dejaron un Estado que gobernaban a los golpes, emparchando el problema del día. Sobre esta base, Macri se propuso hacer otra cosa y llegó hasta donde pudo: poco para algunos, bastante para otros.
En cualquier caso, debería ser el tema de discusión para el período que se inicia.
GENTILEZA: lanacion.com