Es un mini-ensayo sobre la polémica generacional abierta por la desobediencia a los protocolos sanitarios ante el rebrote de Covid-19. Dice así:
Utopía: isla imaginada hace 500 años por Tomás Moro, donde funcionaba una sociedad casi perfecta. Suele llamarse utopía a una idea irrealizable o, también, a aquella con la cual vale la pena comprometerse, de tan soñada.
Distopía: es lo opuesto a la utopía, es decir, un idealismo pesimista sobre un futuro decadente, autoritario y antisocial.
Tal vez estemos a mitad de camino entre la utopía y la distopía. Por ahí, podríamos bautizar “divertopía” la idea que nos mueve en estas horas de combate frontal a las fiestas para evitar que el Covid-19 avance más allá de lo tolerable. Y digo “divertopía” porque nos enfrentamos a la idealización casi absoluta de la diversión como modo de realización individual. También podríamos llamarla “hedonistopía”, por el hedonismo extremo que expresa privilegiar el disfrute por sobre cosas tan elementales como la salud.
En lo personal, considero estúpido no cuidarse y muy egoísta descuidar a los demás. Pero fui aprendiendo que la realidad no es algo que esté ahí para darme la razón a mí, sino, por el contrario, y la mayoría de las veces, la realidad suele ser una dimensión que desafía la inteligencia para entender lo que nos pasa más allá de cualquier preconcepto sobre el bien y el mal.
Entonces me pregunto para qué sirve la campaña oficial sobre la “cuidadanía” en la cual se trata de “giles”, “perejiles” o casi retardados mentales a los que se juntan sin distancia ni barbijo y toman de la misma copa o chupan la misma bombilla… Digo: si servirá para algo más que para fragmentarnos entre los “vivos” que piensan como yo y los “bobos” que no piensan. Y me pregunto si un Gobierno debería tomar las cosas como narrador publicitario para elogiar a los que se supone que le hacen caso y tirar al tacho a los que no, por más que estén tremendamente equivocados. Tiendo a creer que se trata de una narración inmediatista, efectista, o sea, apenas electoralista o para calmar la conciencia del emisor, porque de instructiva no tiene nada.
El Siglo XX fue el siglo de la consagración absoluta de las obediencias. Y de líderes de un modo u otro dictatoriales que regalaban cosas o las quitaban/prohibían a cambio de obediencia. Obediencia vertical. Obediencia a papá, al policía, al maestro, al celador, a Dios a través del cura, al patrón, al delegado, a los mayores, a los que saben. Mandar se volvió una obsesión generalizada. ¿Quién manda acá? Hasta desobedecer fue un gesto de obediencia. Ninguna sublevación ha sido espontánea, nunca. Militares. Militancias. Milicias. Grados. Nombres de guerra. Jefes. Guías. Conductores. Más caciques que indios…
La desobediencia al Estado le ganó a la desobediencia al capital. En un mundo de valores convenientemente agrietados y enfrentados como si fuesen contradictorios, la libertad le ganó a la igualdad. Y obedecimos el mandato de ser libres, desobedientes, individualistas, como si la libertad total fuera posible y la libertad ensimismada tuviera sentido.
Era lógico y hasta esperable que pasara (más aún con la ayuda del diario del lunes, claro). Y era natural que los jóvenes fuesen los más propensos a ser libres, porque crecer siempre es liberarse. Irse liberando. Desobedecer. El asunto es de qué se liberan las nuevas generaciones. Qué las oprime. Y, como siempre, el gran tapón es “el sistema”.
Hoy vivimos la ilusión de que nadie manda. El espejismo de que, gracias a Google y a Facebook, ya nada nunca jamás será vertical. El libre albedrío es un gran punto para conversar. La invulnerabilidad juvenil es otro. La temeridad de los más jóvenes es un motor histórico: sería bueno que no se encienda en contra del conocimiento. Porque, nos guste o no, toda esa juventud global que complica el manejo de la pandemia, la va a sobrevivir y está construyendo algo. Un futuro. Una cultura. A la larga, lo que construye será su propia noción generacional de obediencia.
Mientras tanto, si por divertirse dan la vida (o la del abuelito), somos las generaciones anteriores quienes deberíamos reflexionar sobre el punto de partida que les dejamos. Tender puentes. Divulgar valores. Inaugurar misiones. O, como siempre, terminar mandándoles la policía, para darles la razón a palazos y empujones.
por Edy Zunino*
Editorial Perfil, 11 de enero de 2021
* Director de contenidos Digitales Grupo Perfil