Un análisis crítico por Néstor Iglesias
Teatro Colón, martes 5 de abril de 2016
Es tan tentador sumergirse en el análisis de los personajes de “Don Giovanni de Da Ponte y Mozart”, que mientras permanece en nuestro primer plano de memoria el eco de su música y hasta del libreto, gozamos con las repercusiones del tremendo impacto que causa en nuestro intelecto. Creo que si a esta obra se la ha sindicado como “La Ópera de las óperas”, es porque absolutamente todos y cada uno de los personajes son una fuente de inspiración para realizar un desarrollo psicológico, social y emocional de los mismos como en ninguna otra. Luego de hacerlo, en general, descubrimos que todos nosotros, quien más, quien menos, tenemos algo de cada uno de ellos, pero lo reconocemos instalado en el personaje en cuestión, libres de culpas y remordimientos propios, pues son de un ajeno, y de esa manera soportamos que se nos refriegue en nuestros rostros verdades inconfesables, que ni siquiera nos aguantaríamos en un diván, en plena sesión con algún terapeuta incisivo y misericordioso.
Y me referí adrede a “Don Giovanni de Da Ponte y Mozart”, porque sería injusto si no incluyera expresamente en la autoría de esta obra de arte al célebre libretista. Creo que está sobreentendido que cuando citamos el título Don Giovanni no nos referimos ni a Alessandro Melani, ni a Eustaquio Bambini, ni a Vincenzo Righini, ni a Giuseppe Calegari, ni a Giuseppe Gazzaniga, u otros compositores del género lírico, ni tan siquiera a influyentes hombres de la literatura como Tirso de Molina, Molière, Lord Byron, Espronceda, Zorrilla, Alejandro Dumas y una lista casi interminable, casi como en “el aria del catálogo”. En el campo de la música académica hay un único compositor que surge inmediata y solitariamente al considerar esta leyenda, y es Richard Strauss con su poema sinfónico titulado por el alemán en el puro español Don Juan. Nadie tiene dudas que al nombrar Don Giovanni estamos hablando de la obra de esa dupla insuperable que conformaron el genial italiano, falso abate y judío converso al catolicismo, Lorenzo da Ponte y Mozart (su mero apellido cancela cualquier otra forma de nombrarlo, por más elogiosa que sea).
¿Quién es Don Giovanni? Tradicionalmente se lo ha tomado como un galán, un seductor irresistible para las mujeres. Opino que esa es una cáscara, una apariencia exterior, dentro de lo cual hay un vacío que cede lugar al reflejo de quien proyecte sus secretos y sus inconfesables deseos. Es el hombre que todos querríamos ser en algún momento, pero que no nos atrevemos a intentarlo pues sabemos que no tenemos el talento o los dones necesarios, y rechazamos un fracaso adicional al que cotidianamente nos cachetea. Es decir, Don Giovanni es una especie de espejo vital que devuelve una imagen de nuestro “otro yo”, efímera por los temores, pero alentada por la curiosidad, y sustentada por la impunidad del espectador que puede señalar con el dedo índice acusador a ese “dissoluto” que al ser “punito” nos redime.
Pero no quiero dejar de comentar otras elucubraciones sobre este clásico universal que seguramente nos sorprenden en una primera lectura pero, finalmente, nos convencen sobre la verosimilitud de ellas. Tal el caso de las interpretaciones que el psiquiatra y psicoanalista francés Jaques Lacan realiza sobre el tema “goce” y “deseo-placer” refiriéndose al mito de “Don Juan”. Se pregunta si el verdadero deseo del personaje es deslizarse en la cama con una mujer o el foco de su placer está en el sinuoso y narcisista proceso de cortejarla, encontrar su aceptación y despertar una suerte de atracción irresistible y abrasadora que consuma y retuerza de goce insatisfecho a la mujer seducida. Como resultado del desarrollo analítico de su teoría concluye en que Don Juan es un sueño femenino, una inversión del significado del “catálogo”, en el cual cada mujer construye en su subconciente una lista jerarquizada de don juanes no sólo inalcanzables sino inaceptables en el utópico caso de poder tenerlos a disposición.
Donna Anna ha sido representada como una doncella de la alta sociedad que es atacada por Don Giovanni en un intento de violación. Resulta muy interesante especular sobre un punto de vista distante a esta visión de víctima e inocencia de este personaje. Por qué no pensar en una Anna que, desesperada ante el destino inexorable de saberse la futura “mujer de Don Ottavio”, esto es una posesión más de este burgués, que será amada un par de horas cada dos o tres días durante los primeros tiempos y luego deberá soportar ser engañada, sometida a la peor indiferencia y amordazada socialmente, busca una vía de escape a la chatura que le espera y decide conocer cómo es la experiencia que jamás volverá a experimentar. Por qué no suponer que esa primera escena es el epílogo de toda una noche de encendida e insaciable pasión, que llega a su final con el pánico de ser descubierta, y sus gritos son una forma de disimular el éxtasis que la consume (Non sperar, se non m’uccidi, Ch’io ti lasci fuggir mai!). Es un personaje trágico, rodeado de muerte; por un lado la de su padre, y por el otro la de su esperanza. Tiene en su conciencia la certeza de saberse aún libre, pero esclava de un destino que no podrá modificar. Don Giovanni es “la libertad” a la que Anna va confirmando que no podrá acceder a medida que transcurre la ópera.
Don Ottavio es presentado como un joven enamorado de Anna, que jura vengar la muerte de su futuro suegro y que está preocupado por la recuperación de su novia. El personaje con la línea de canto más lírica de toda la ópera no puede ocultar su naturaleza fría y calculadora. Es un especulador, cuyo primer objetivo es casarse con la hija del Commendatore y ascender socialmente. Poco le importa cómo está Anna. Tan sólo le inquieta que durante el ataque que sufrió su prometida el villano no haya consumado su intento. Y a mi juicio este personaje es capaz de digerir sin hacerse mucha malasangre el saber que Anna haya sido abusada por completo, razón por la cual no insiste sobre el tema y rápidamente se muestra conforme con la inmediata negativa de la joven. No hay celos, no hay pasión, no hay piel, no hay nada entre los dos, sólo interés. Alguno podrá cuestionar esta posición que expreso y citar a esa maravillosa aria Dalla sua pace como prueba de los buenos sentimientos de Don Ottavio. Recordemos que la misma fue agregada para la presentación de la ópera en Viena, unos seis meses después del estreno en Praga, a pedido del tenor Francesco Morella, para su lucimiento, y lleva el número K 540a, mientras que a la ópera se la ha catalogado con el número K 527, lo que indicaría que la dupla libretista-compositor no consideraron oportuno incluirla. Por cierto, agradezcámosle a aquel tenor el reclamo, ya que es uno de los pasajes más sublimes de Don Giovanni. En resumen, Don Ottavio es un oportunista, y según yo veo es el que resume la mayor bajeza y miseria humana de la ópera.
Donna Elvira, es otra joven de familia acomodada que tuvo una relación con Don Giovanni y no encuentra alivio al ver al galán conquistando a otras damas. Es tal vez el rol más transparente y sincero de la obra, y también uno de los más complejos, debido justamente a que se asemeja mucho a la reacción de una mujer enamorada y que no es correspondida, con reacciones pendulares de acuerdo a las señales que recibe. Elvira está tan enceguecida por conseguir que Giovanni la atienda que está dispuesta a arrojar por la borda el resto de las cosas que componen su vida, con tal de conquistarlo definitivamente. Adicionalmente, los autores le endilgaron un carácter tragi-cómico y propenso a la humillación; recordemos que Elvira es una aristócrata, y un sirviente se burla de élla (el aria de Leporello Madamina).
Al mismo tiempo es ella quien en varias ocasiones interrumpe los procesos de conquista de Giovanni. Ya ha sido despojada de cualquier atisbo de autoestima, y acomete su aria Mi tradì quell’alma ingrata, en la que revela que presiente cuál será el final de quien la ha traicionado, abandonado y convertido en una mísera y atormentada mujer; y sin embargo lo perdona y lo ama. Esta aria también fue agregada para el estreno vienés, tal vez como consecuencia de que Mozart, quien en casi todas sus óperas expresa un decidido sesgo machista y de subestimación del género femenino, reconoció que Elvira era un personaje demasiado histérico, centro de menosprecio y rechazo, y le dio una salida honrosa como ser humano, antes de exiliarse tras los hábitos. Una vez más, el genio de da Ponte emerge en un libreto que contiene expresiones de Giovanni referidas a Elvira como: È pazza, non badate., y también la misericordiosa descalificación Povera sventurata! I passi suoi voglio, seguir; non voglio che faccia un precipicio (acto I, escena N° 12). ¿No escuchamos frases similares en las novelas o series de la TV, o en conflictos familiares de la vida real, más de 220 años después?
Zerlina, una aldeana feliz, está a punto de contraer matrimonio con un campesino, para formar una linda familia. ¿Qué ataduras encierra el interior de esta muchacha que al ser liberadas por Giovanni revelan un fuego incontrolable? En algún lado leí que Zerlina era como esa recatada alumna de un colegio secundario de monjas que en la fiesta de egresados explota y deriva en una ninfómana. Ese sublime pasaje Là ci darem la mano, en el que la inspiración de Mozart conjugan la delicadeza propia de sus melodías con un espíritu inconfundible de seducción y placer sensual, ponen al desnudo tanto la inescrupulosidad del hombre cuando intenta abordar a una dama como el total dominio y control de ese tipo de situaciones por parte de la mujer. ¿Quién está tratando de conquistar a quién? La ambigüedad está omnipresente en Don Giovanni y esos claroscuros psicológicos de todos los personajes abonan una vez más, esa calificación de “La Ópera de las óperas”.
Leporello, el sirviente de Don Giovanni, es un hombre simple, cansado de atender a su amo y obligado por éste a ser cómplice de sus andanzas. A mi forma de ver, Leporello no es el alter-ego de Don Giovanni como se lo ha querido definir, sino una mueca caricaturesca de cualquiera que quiera parecerse al insaciable casanova. Intenta llenar ese envoltorio supra-humano con acciones propias de la gente común. Por ejemplo, se mofa de una mujer de alcurnia como consuelo de la imposibilidad de satisfacer sus ansias de ascenso social. Cuando travestido como su amo tiene la chance de intimar con élla, su inferioridad lo inhibe. Siempre a la expectativa, aprovecha la mínima distracción de quienes lo rodean para rapiñar algo o para escapar de situaciones comprometidas. Sabe que su patrón lo necesita para todo, y totalmente desprovisto de sentimientos (tal vez encierra un gran resentimiento por su clase social) lo chantajea sacando provecho de esa dependencia. Sólo lo defiende ante el peligro extremo “de perder su empleo”, cuando presiente el final que se avecina producto de tanto exceso y desaprensión. Temeroso de las osadías de Giovanni a quien le importan un bledo las pautas de la sociedad, trata de mostrarse como un buen tipo, fiel, diligente, respetuoso de las normas, víctima de la obediencia debida, y esconde una faceta vengativa que no le impediría pisar cualquier cabeza con total de obtener algo. Leporello es la insurgencia urbana revolucionaria en respuesta a la opresión aristocrática, que se ilusiona con pertenecer a una burguesía incipiente que difícilmente le ceda algún lugar.
Masetto, el novio de Zerlina, es un campesino trabajador, sencillo, que es humillado por Don Giovanni, y desea formar un hogar tradicional. Es la representación de la frustración. Su prometida, espontáneamente, se deja piropear en su propia cara, y no se esmera demasiado en convencerlo que no lo va a traicionar en el mismísimo día de su boda. Una no muy efusiva protesta de Masetto tiene como respuesta la imposición del orden social y la mansa sumisión del joven. En otro vértice de este polígono de caracteres, al contrario de Leporello, Masetto es la comodidad de los derechos adquiridos, es la falta de ambición y espíritu combativo, es la tradición impuesta por las clases dominantes al campesinado y a las clases populares para aceptar la diferencia y encontrar protección y descanso en el conformismo. Masetto es la “manada útil” que se deja llevar por alguien que esgrime un liderazgo indiscutido, y cede en lo más caro de la masculinidad. En el segundo acto, cuando Zerlina se le acerca y confirma su completo dominio de la relación, el maltrecho muchacho, como la mayoría de los hombres, acepta su condena (È un certo bálsamo Ch’io porto addosso,). Su cobardía hizo que solamente se atreviera a castigar a un miembro de una clase par a la de él, Leporello. Es la significación de la pelea entre pobres. Mozart decía estar completamente alejado de la política y la lucha de clases, pero vivía en la antesala de la Revolución Francesa. No creo que su extraordinaria sensibilidad fuera ajena a uno de los acontecimientos más trascendentes de la historia de la Humanidad.
El Commendatore, padre de Donna Anna, es asesinado por Don Giovanni y resulta ser el “Convidado de Piedra” que se lo lleva de este mundo. Dejando de lado cualquier interpretación sobrenatural, es obvio que en la escena final de la ópera, esto es antes de la tediosa moraleja, este personaje representa la conciencia humana, la justicia divina, ese ente superior a nuestra condición, que determina el curso de los hechos. Como padre de Anna practicamamente no se manifiesta, aunque sí lo hace como competidor de Don Giovanni. Tal vez sea el instrumento del establishment que no permite que se violen las normas dictadas por quienes ejercen o son dueños del poder. El “dissoluto” una vez que ha sido “punito” es el regreso al status quo, la reivindicación del conservadorismo, la represión de la revolución. El Commentatore es el símbolo de la acción reaccionaria de una sociedad que le teme al nuevo orden, que no sabe qué es la libertad.
Estas descripciones de los perfiles psicológicos y sus reflejos en el plano social son una simple especulación personal, casi un divertimento intelectual, que deviene de mi profunda admiración por la vigencia de las características de todos los personajes de Lorenzo da Ponte. De la misma manera podríamos ejercitar nuestra capacidad de divagar sobre los diferentes roles de Le nozze de Fígaro que intercala una historia de enredos con la osadía de la rebelión de las clases bajas, o de Cosi fan Tutte, en la cual impera la hipocresía y se desnuda en parte la perversión humana. Y por supuesto que acepto otras posiciones más convencionales o inclusive más disparatadas de las que yo he manifestado.
Lo cierto es que el martes 5 de abril subió a escena en el Teatro Colón “Don Giovanni”, de Mozart-da Ponte, como lanzamiento oficial de la temporada de abono 2016. El protagónico encarnado por el bajo-barítono uruguayo Erwin Schrott, unanimente reconocido por los públicos y la prensa especializada como uno de los más destacados Giovannis del siglo, despertó una expectativa sin igual. El resto el elenco, sin los laureles o los créditos previos en sus respectivos roles, tuvo un desempeño desparejo, hecho que ya se ha convertido en habitual en nuestro máximo coliseo en los tiempos que corren, donde parecería que quienes programan títulos y contratan artistas no contaran con el conocimiento actualizado de los planteles de cantantes disponibles en el mundo, o el real estado de sus voces para una sala de las características del Colón para determinados papeles.
Don Giovanni ha tenido en los últimos años en nuestro país un sinnúmero de representaciones, por todas las compañías oficiales y privadas. Es más, desde su reapertura en 2010, después de la controvertida “puesta en valor”, este es el primer título que se repite en el Teatro Colón, y el público local está en general muy empapado de su música y ciertas exigencias escénicas. La magnitud del drama que encierra, su vigencia en el ser humano de todos los tiempos, la calidad e ingenio de los textos “dapontianos” y la maravillosa música dramatúrgica en sí misma de Mozart, siempre dejan espacio para nuevos intentos escénicos, otras descripciones, inagotables planteos y las más impensadas y originales ideas para tratar la vena central de la ópera, que no es otra cosa que la vaguedad y la falta de compromiso con lo social y moralmente aceptado.
La puesta tuvo la firma del experimentado director español Emilio Sagi, quien ya había presentado Il viaggio a Reims, de Rossini en el Teatro Argentino de La Plata en 2011, y La vida breve, de Manuel de Falla en 1992, I due Figaro, de Saverio Mercadante en 2012 y Carmen, de Bizet en 2013, en el Colón. En esta oportunidad se ubicó temporalmente la acción a mediados alrededor de los años ´40 del siglo pasado, algo que no influyó en absoluto en las marcaciones de los protagonistas. El vestuario diseñado por Renata Schussheim estuvo ajustado a época, pero eludió resaltar la diferencia entre clases sociales, que de alguna manera es resaltado por los diálogos y actitudes de los personajes. La escenografía del argentino radicado en España Daniel Bianco poco aportó a los méritos estéticos de lo que se vio, mezclando mobiliarios de estilo francés, con grandes paneles dorados que mediante portones levadizos dejaban ver un exterior ora ciudad, ora galería de nichos de un cementerio, una escalera modular para la serenata a la camarera de Donna Elvira, una mesa larga con “una caja de la que sale una mano” para sellar el destino final de Don Giovanni con un Commendatore que canta en off, junto a una cobarde y desagradable versión visual del “hacer leña del árbol caído” de la moraleja de cierre. La iluminación ofrecida por José Luis Fiorruccio erró en el seguimiento focal de los cantantes, sumiéndolos en ciertos momentos en un cono de sombras incomprensible.
Las indicaciones actorales parecieron estar sujetas a las cualidades histriónicas de cada intérprete, más que a una concepción teatral homogénea, destacándose la riqueza de recursos del Sr. Schrott, en algunos momentos sobreactuada en demasía pero sumamente grata a la percepción escénica, y la frescura, mesura y sensualidad apenas esbozada de la Sra. Livieri, en el rol de Zerlina. Sin alcanzar el nivel de los citados, pero con muy buena presencia y soltura, el Sr. Orfila proporcionó un Leporello que desató las risas un poco obligadas de la platea. Las dos damas y el Sr. Ottavio desarrollaron gestualidades desparejas, plagadas de buenos momentos actorales y otros intrascendentes. Una leve sensación de tedio abonada en la ausencia del cariz dramma-giocoso escénico promediando el acto segundo, nos conduce a dar una opinión personal de mediocridad sobre la dirección escénica.
La Orquesta Estable tuvo un buen desempeño durante la obertura, aunque faltaron claroscuros en una página musical que abunda en momentos de un dramatismo musical poco común. El director Marc Piollet, que ya había trabajado junto al Sr. Sagi en la referida Carmen de tres años atrás, supo colaborar con algunos cantantes controlando los tiempos musicales. La breve intervención del Coro Estable del Teatro Colón mostró la habitual solvencia a la que afortunadamente nos tiene acostumbrados su director Miguel Martínez.
El rol protagónico fue llevado adelante por el bajo-barítono uruguayo Erwin Schrott. Dotado de un timbre aterciopelado y de abundante caudal vocal en todo el registro, mostró agilidad y profusión de variantes en los discursos y una elogiable línea de canto en sus intervenciones más cantables. Tanto el dúo con Zerlina como la “serenata” exhibieron la ductilidad y la gran capacidad de matices de su canto. La conocida aria del Champagne, cuya gran dificultad reside en la velocidad y la coordinación respiratoria, fue de excelente factura, y desde lo actoral el personaje desbordó en presencia y trascendencia teatral, haciéndonos olvidar de la pálida imagen que había dejado en su interpretación en Le nozze de Figaro del año 2013 en este mismo escenario. Su aparición siempre produjo cierta tensión y algún descargo de adrenalina. Ruggero Raimondi, protagonista del célebre film sobre el tema en cuestión dirigido por Joseph Losey, comentó que una de las exigencias de este rol es que “cuando está en escena todos deben sentir que está presente, y cuando no está todos deben sentir su ausencia”. La performance del Sr. Schrott se ajustó muy cerca de este canon.
La soprano Paula Almerares encarnó a Donna Anna. Las exigencias vocales de este personaje son las propias de una soprano dramática con coloratura. Más allá de la extensión del registro, están los diferentes estados emocionales encerrados en este papel, a los cuales Mozart le sumó alternancia desde lo tonal. Así, mientras que en Or sai chi l’onore el dramatismo se explaya en un reluciente Re Mayor, uno de los pasajes más tocantes de la ópera, el Non mi dir es un aria de típica línea escrita en Fa Mayor, pero con dos características casi perversas del genial compositor. Primero el recitativo stromentato previo al aria, en el que debe transitar dramáticamente frente al reclamo egoísta de su amado, y luego la sección ornamentada posterior, en donde le pide paciencia a su novio y esperanza a su destino, con una amplitud interválica abismal. La soprano argentina hizo gala de un bellísimo timbre y buen caudal de emisión, pero al mismo tiempo exhibió algún esfuerzo en los agudos extremos y una disminución de la agilidad en los momentos de coloratura. No obstante, su prestación fue meritoria y arrancó un caluroso aplauso de la platea.
El tenor norteamericano Jonathan Boyd compuso un Don Ottavio de buen nivel. El color de su voz y el volumen de su emisión no estuvieron acompañados por lo demostrado en el plano gestual y de los desplazamientos. Sus dos intervenciones solistas, típicas “arias da capo” (la mencionada Dalla sua pace y el arioso Il mio tesoro intanto ) estructuradas desde una concepción barroca, fueron de excelente factura vocal a pesar de la debilidad emocional transmitida debido en parte al concepto estático de las gestualidades asignadas. En los momentos concertantes su prestación pasó a un segundo plano.
El Commendatore estuvo en la voz del bajo argentino Lucas Debevec Mayer. De probada solvencia en todos los papeles que encarna, lució un canto seguro aunque exageradamente amplificado al cantar desde el foso, pero siempre rico en musicalidad.
El complejo papel de Donna Elvira fue representado por la soprano española María Bayo. Mozart había sugerido que para este rol la voz más adecuada era una soprano “mezzo carattere”, o sea alguien con capacidades vocales y teatrales tanto en personajes tradicionales serios como en otros de perfil cómico. Hoy en día lo vocal parece estar pensado para una soprano con temperamento, con una tesitura menos aguda que la de Donna Anna, razón por la cual con frecuencia la encaran las mezzos. En general su tónica está en el Mi bemol Mayor, y la instrumentación que la acompaña está compuesta por cuerdas y bajo continuo, con vientos delicados, mientras que los recitativos son secos; todo ello hace que el canto de Elvira quede muy expuesto. Se notó una voz destemplada en casi todo el registro, que sumado a las dificilísimas líneas melódicas de sus dos arias principales (Ah, chi mi dice mai y Mi tradì…), generaron la sensación de que la Sra. Bayo ya había dado lo mejor de su carrera como cantante.
El bajo español Simón Orfila fue Leporello en esta versión, y lo habíamos conocido interpretando Dulcamara. Con agradable voz, la cual corre de una manera sorprendente, su canto evidenció una precisa afinación, lo que ya es un mérito a destacar y una característica insoslayable en Mozart. De probadas dotes actorales, no se excedió en lo histriónico, ajustándose al estilo. Su prestación observada en forma integral fue entretenida, placentera, y justamente coronada con entusiastas aclamaciones.
La soprano rosarina Jaquelina Livieri fue una Zerlina de gran nivel. Como se mencionó más arriba, el momento del dúo con Don Giovanni Là ci darem la mano, fue uno de los de mayor calidad interpretativa. Su voz corre fluidamente por la sala y exhibe un sugestivo y controlado “decir” en los recitativos, en los que la intención que le da a los mismos es todo no se malogra con excesos en la seducción. Aúna a ello belleza, gracia y picardía femeninas, que se ajustan al concepto descripto anteriormente para el personaje.
El Masetto de Mario De Salvo estuvo a la altura de las circunstancias. Con muy buena afinación, este barítono ofreció una imagen juvenil y de actitud descontracturada, componiendo un personaje creíble.
En este género estamos acostumbrados a focalizar nuestra atención en una competencia entre las voces primero y la capacidad teatral después, en su lucha desigual con la orquesta, especialmente en salas como las del Teatro Colón. Luego nos fijamos en un montón de elementos escenotécnicos que enriquecen, ayudan a la comprensión de la obra e integran al definición del espectáculo. Últimamente, la mayoría de las veces, estamos sometidos a soportar producciones que son “re-makes” de versiones más o menos repetidas, ceñidas a convenciones por lo menos sexagenarias, que quienes se atreven a transgredirlas quedan atrapados en la necesidad de aceptación y abundan en excesos efectistas que llamen la atención. Otros, quedan a mitad de camino entre el ayer y el hoy, empantanados en una tradición que teme perder la exclusividad de pertenecer a un medio de èlite y de pasado sectario. Esta segunda versión ofrecida luego de la reapertura del Teatro Colón, no fue ni una cosa, ni la otra, y el Don Giovanni tuvo como corolario una sosa e intrascendente representación de “La Ópera de las óperas”.