Fiódor Mijáilovich Dostoyevsky (1821-1881), el extraordinario escritor ruso del tiempo de los zares, claro precursor del existencialismo, tuvo en su vida, y así lo habrá de reflejar en parte de su obra, una relación muy tortuosa con los juegos regidos por el dinero. En efecto, fue un fuerte aficionado a la ruleta e, inspirado en propias experiencias, dará, en 1866, su extraordinaria novela El jugador, la que escribió en menos de un mes, en la que plantea una reflexión muy profunda sobre el juego como suplantación de la vida. Al explorar las profundidades de la psicología humana, común denominador de todos sus trabajos, en este caso evidenciará las acuciantes necesidades económicas de quien busca en el juego una salida para la angustiosa cotidianidad material. En esta obra capital de su autoría no existe mención alguna al ajedrez. Artículo por Sergio Ernesto Negri.
En cambio, sí había aparecido previamente, en 1864, en Memorias del subsuelo, otra novela que había surgido en un contexto personal muy delicado: la esposa y el hermano del autor acababan de fallecer y, para más, estaba en bancarrota financiera, justamente por deudas debidas a su irrefrenable adicción a la ruleta. En su transcurso se aprecia la siguiente reflexión:
“Las dignas hormigas empezaron construyendo hormigueros, y es probable que sigan construyéndolos eternamente, lo que hace honor a su constancia y a su sentido práctico. Pero el hombre es un ser versátil, y es posible que, como al jugador de ajedrez, le guste sólo la acción, sin importarle el objetivo que se puede alcanzar. Y, ¿quién sabe?, acaso el único objetivo que persigue la humanidad consista en ese esfuerzo, en esa acción; dicho de otro modo, tal vez la vida no tenga meta exterior, meta que, evidentemente, no puede ser más que ese «dos y dos son cuatro», es decir, una fórmula. Ahora bien, «dos y dos son cuatro» es un principio de muerte y no un principio de vida. En todo caso, el hombre teme siempre a ese «dos y dos son cuatro», y yo también le temo”.
En El idiota, una tercera novela, que data de 1868 y 1869, se verá reingresar al ajedrez, en este párrafo:
“No había pasado nada. Había venido el príncipe y Aglaya tardó media hora en aparecer. Las primeras palabras que le habían dirigido fueron para proponerle jugar al ajedrez. Y como él no entendía nada de aquel juego, fue derrotado enseguida, lo que complació mucho a Aglaya. Se mofó de la ignorancia del príncipe de un modo que daba pena verlo. Luego le propuso jugar al tonto, y aquí las cosas cambiaron. Él jugaba a las cartas muy bien, como un maestro…”.
Está claro que, al menos en este caso, el hecho de ser príncipe no garantiza la calidad ajedrecística. Además puede advertirse cierta mordacidad de Dostoyevsky cuando, alternativamente, lo vislumbra al susodicho como un buen aficionado de un juego de cartas que se denomina justamente….el tonto (ese en el que hay que descartarse terminando por perder quien conserva la baraja del uno de oro).
Pero el autor, más allá de lo que pareciera en principio, estuvo lejos de presentar al protagonista como un prototipo de personalidad disvaliosa. Es que ese personaje, muy por el contrario, debe ser visto como un arquetipo de la perfección moral. Para más, en todo caso, lo de idiota es aplicable a algunas de sus actitudes y comportamientos, más no en tanto evidencia de una falta de capacidad intelectiva.
En ese contexto muchos, y es fácil confundirse para quienes sólo sobrevuelan en las actitudes aparentes sin reparar en la esencia de las personas, se abusan de su buena fe. Dostoyevsky, en este sentido, podría identificarse con este príncipe, con el que comparte una dolencia física muy delicada: ambos sufrieron de epilepsia.
El idiota de la ficción es el príncipe Myshkin, quien pierde esa partida calamitosamente, al no saber nada de ajedrez. Aglaya, su rival, la vencedora del juego, que era hija de un general, podía no ser idiota, conforme algunos cánones sociales vigentes en una sociedad degradada, pero tenía otra característica no precisamente virtuosa: la arrogancia.
Stefan Zweig (1881-1942), el prolífico autor austriaco, que tuvo como última producción Novela de ajedrez (Schachnovelle), donde planteó la neurosis obsesiva que un hombre desarrolla por el ajedrez durante su cautiverio en manos de la Gestapo nazi, definió al escritor ruso como: “el mejor conocedor del alma humana de todos los tiempos”.
Siendo así, podemos suponer que Dostoyevsky, aunque no llegaría a explicitarlo, bien pudo pensar que, en el ajedrez, se podía dar esa clase de suplantación de la vida que sí pudo vislumbrar en el protagonista de El jugador.
Por lo que, aprendiendo de las enseñanzas del escritor ruso, sólo nos queda a los ajedrecistas tomar un recaudo: no caer, como lo hizo el autor en una etapa crítica de su propia existencia, y como le sucedió al protagonista de la última novela citada, en un proceso que puede resultar de muy improbable recuperación: el de la fatal adicción.
por Sergio Ernesto Negri