INMIGRANTES
Por Guillermo V. Lascano Quintana
Se ha suscitado, últimamente, una ola de cuestionamientos hacia los inmigrantes, refiriéndose a todos los extranjeros que llegan a la Argentina con propósitos distintos del mero turismo. Es decir a aquellos que llegan a estudiar o a trabajar, o para asentarse para siempre, atraídos por diversas razones y superando el dramático desarraigo que implica dejar sus países de origen, sus posesiones, sus recuerdos, sus costumbres.
Se les achacan diversos vicios, tales como conductas indecorosas o potencialmente delictuales y aprovechamiento de la educación y la salud públicas que en nuestro país son gratuitas.
Antes de analizar el tema con más detalle y profundidad hay que recordar que nuestra Nación se fundó para “constituir la unión nacional, afianzar la justicia, consolidar la paz interior, proveer a la defensa común, promover el bienestar general y asegurar las beneficios de la libertad, para nosotros, para nuestra posteridad y para todos los hombres del mundo, que quieran habitar en el suelo argentino…”.
Además de esa solemne declaración del Preámbulo de la Constitución Nacional, es menester recordar que entre 1870 y 1914 llegaron a nuestro país más 6.000.000 millones de extranjeros. De ellos alrededor de 3.000.000 se arraigaron se quedaron para siempre y se sumaron a nuestra escasa población. Al recibirlos, los argentinos de entonces tomaron algunos recaudos, entre los cuales destaco el servicio militar obligatorio y la educación pública, instrumentos con los cuales se consolidó la argentinidad con la defensa del territorio y el conocimiento de nuestra historia.
Fueron los inmigrantes un eslabón fundamental del fenomenal crecimiento económico producido en aquellos años. Vinieron a trabajar, a ganarse el pan, a casarse, a tener hijos, a ahorrar, a invertir. Y lo hicieron sin cortapisas, con la libertad garantizada por la Constitución, manteniendo sus costumbres, sus creencias, sus ilusiones. Esos inmigrantes de entonces, son ahora parte de nuestra historia, contribuyeron a ella y la enriquecieron de mil maneras, con sus costumbres, su música, sus comidas, sus talentos, todo lo cual modeló un nuevo tipo nacional, distinto del que predominó hasta el fin del siglo XIX. Esa es nuestra realidad, distinta de otras naciones que tienen más años de historia. Ello no es mejor ni peor. Simplemente es así.
En los tiempos presentes, cuando las distancias han dejado de ser un obstáculo para los desplazamientos, las comunicaciones nos acercan en tiempo real a todo el orbe, parece un sinsentido cuestionar el resultado inevitable de la cercanía y la atracción que ejercen sobre los hombres, desde el principio de los tiempos, la búsqueda de trabajo, estudio, casa, alimentación y paz.
Ello, al igual que en otras situaciones semejantes, no implica eludir limitaciones o requisitos para la admisión de extranjeros, pero dentro de márgenes de razonabilidad y respetando el espíritu de los fundadores de la patria.
Así, por ejemplo, el proceso de radicación tiene que ser legal, tanto como la exigencia de contar con fondos suficientes para el arraigo.
En estos tiempos trágicos para poblaciones de otras latitudes que padecen guerras y persecuciones, nuestra nación, que siempre acogió a los extranjeros, no debe negarles el ingreso, sin causa justificante, sobre todo a vecinos que hablan nuestra misma lengua, tienen similares tradiciones y parecidos comportamientos,
Aún antes de tomar cualquier medida habrá que conocer con exactitud cuántos inmigrantes hay en la Argentina, cómo y cuando ingresaron, que tareas desarrollan, donde se alojan y que costo significan para el estado (escuelas, universidades, hospitales y planes sociales). Entre tanto las fronteras y los organismos pertinentes deberán optimizar el indispensable control del ingreso de extranjeros.