Con rumbo desconocido
No hay caso. Si en medio de esta crisis pavorosa, desencadenada por efecto de la pandemia planetaria, la brecha que divide a los argentinos no hace más que ensancharse, las posibilidades de consensuar políticas de estado —cuestión de la que se habla una y otra vez resultan remotas. En realidad, cuando los opugnadores se consideran enemigos y no adversarios, imaginar que unos y otros en algún momento se hallarán dispuestos a abandonar sus pujos beligerantes y trataran de llegar a acuerdos perdurables, es algo así como soñar despiertos.La vocación hegemónica del kirchnerismo y el odio que delata su discurso han transformado el escenario político en un campo de batalla. Y nadie que no sea un incauto podría pensar seriamente que ello vaya a cambiar en el corto plazo. De modo que deberemos acostumbrarnos a analizar la situación actual del país —ejercicio repetido semanalmente— sin perder de vista este fenómeno estructural: los tambores de guerra suenan más fuerte que los llamados a portarse bien de las iglesias, que las protestas en favor de la paz de los bienpensantes y que los buenos deseos de los románticos.
La política está disparada hacia los extremos en virtud de dos razones:por una parte, la desesperación oficialista que no sabe cómo capear el temporal y cree que, cargando las culpas del recrudecimiento de la peste sobre las espaldas de Rodríguez Larreta,podrá desligarse de su responsabilidad en la materia; por la otra, la natural predisposición del kirchnerismo de redoblar la apuesta en eso de ir por todo, lo cual escala la contienda y radicaliza la estrategia de los antagonistas.
La sociedad, mientras tanto, si bien no está en condiciones de cambiar nada, delata —según cuanto testimonian las encuestas— una profunda desazón y un desánimo generalizado, unido a un fuerte rechazo hacia los hombres de la política. De igual manera que a seis o siete meses de los comicios carece de sentido hacer un relevamiento acerca de la intención de voto —porque ignoramos el nombre de los candidatos—, es provechoso enterarnos de cosas que sí son mensurables a esta altura del año: las preocupaciones de los argentinos, sus esperanzas y —sobre todo— los pronósticos de la gente del común respecto de su situación personal y la del país, en términos económicos. No hay una sola muestra que no deje traslucir el pesimismo que cruza en diagonal al conjunto social. Una holgada mayoría piensa que el año próximo será peor que el presente, al par que la imagen del gobierno, en general, y la del presidente, en particular, no hacen más que retroceder. Todavía no descienden en picada pero si se comparan estos números con los de igual momento del pasado año, lucen catastróficos.
El populismo criollo ha demostrado que no conoce más recetas que las puestasen práctica sin ningún éxito durante décadas. Supone que con precios máximos, controlados, congelados, de referencia o vigilados serán capaces sus responsables de colocarle un candado a la inflación; que es posible distribuir la riqueza sin antes haberla creado; que a través de la suba de impuestos es dable enjugar el déficit fiscal; y que, al final del camino, con aumentar las retenciones al campo es pertinente salvar cualquier estrangulamiento financiero. Lo cual preanuncia lo que va a suceder hasta que se abran las urnas: más de lo mismo. Modificar la dirección de las velas en medio de la tormenta no figura en los planes de los K. Continuarán el cepo, el dólar atrasado, los controles a la importaciones, el congelamiento de las tarifas de los servicios públicos y los desesperados intentos por modificar la ley del Ministerio Publico Fiscal, con el propósito de reemplazar a Eduardo Casal por un incondicional del Instituto Patria. Se podría anticipar —evitando el peligro de quedar luego descolocados— que el kirchnerismo no ofrecerá, en punto a su manejo de la cosa pública, sorpresa ninguna. La idea de que una noche los argentinos podríamos acostarnos recitando el credo gubernamental, crudamente intervencionista, para despertar al día siguiente con la novedad de que las autoridades han dado un volantazo y cambiado el rumbo que llevaban, es literalmente inimaginable. En lo que hace a sus convicciones, el kirchnerismo es previsible a nivel de detalle. Ahora bien, si desde el lado de la Casa Rosada lo único que se puede esperar es que rice el rizo y le de una nueva vuelta de tuerca al programa que ha aplicado desde el comienzo de su gestión, la pregunta obligada es la siguiente: ¿qué pasará con aquellos factores sobre los cuales el Poder Ejecutivo no tiene demasiadas herramientas para intervenir?
El lunes, por ejemplo, el Tribunal Oral Federal que condenó a Lázaro Báez por lavado de activos hizo públicos sus argumentos. A Cristina Fernández y al flamante titular de la cartera de Justicia, Martín Soria, se les debe haber atragantado el fallo que deja a la ex–presidente a tiro de honda de una futura condena. La mención a la figura de “corrupción estatal” abre la posibilidad de cargar contra los funcionarios que favorecieron al empresario emblemático del kirchnerismo. El jefe del clan murió hace más de diez años. Queda su mujer que, a diferencia de lo que en su momento lograron hacer ella y su marido con el ex–juez Norberto Oyarbide —amenazándolo de mala manera, según el propio testimonio del magistrado— ahora está lejos de poder poner en práctica aquellos procedimientos inescrupulosos, que tan buenos resultados le dieron. A semejanza del antes mencionado, hay múltiples factores y poderes a los que el kirchnerismo está lejos de poder domesticar, asustar o castigar. No es que carezca de balas y pólvora. Las tiene, y sería insensato subestimarlo. Pero a veces su potencia de fuego no alcanza. ¿De qué forma podría, con sus recetas y su capacidad de represión, impedir que la divisa norteamericana, despierta después de una corta siesta, retome el ciclo alcista? Hay un refrán tribunero que reza así: el dólar no baja, se agacha. ¿Si la tonelada de soja cotiza en Chicago a U$ 570 y aquí los productores sólo reciben U$ 260 —poco más o menos—, ¿venderá la gente del campo las cosechas de soja y maíz o retendrá una parte considerable, a la espera de un mejor precio y un horizonte más distendido? ¿Cómo impedir que los chacareros desensillen hasta que aclare y dejen a las arcas estatales con menos divisas que las presupuestadas?
¿Es capaz el mandamás bonaerense —siempre vociferante contra su par de la capital federal— de obligar a las barriadas del Gran Buenos Aires que en las ferias de los fines de semana se pongan los barbijos, en teoría obligatorios? ¿Cómo hacer, en atención a las proverbiales falencias de la logística estatal, para que el gobierno pueda completar el plan de vacunación, anunciado cien veces e incumplido otras tantas?. Habría infinidad de preguntas por el estilo, que cuanto ponen en evidencia es la cara oscura —que muchas veces no se deja ver o no se quiere ver— del fenómeno K. Sí, en su derrotero arrastra una fuerza tremenda y la diosa soja parece sonreírle otra vez, a condición de reconocer que trata de abarcar más de lo que puede. Lo aqueja el problema de no reconocer límites, tan viejo como la historia y común a los regímenes con pretensiones hegemónicas.
El kirchnerismo necesita ganar las elecciones, no a simple pluralidad de sufragios sino incrementando el número de senadores y de diputados nacionales que pone en juego y —de momento— ello no parece probable. Uno de los principales ministros del gabinete bonaerense —que se reporta con Cristina Fernández antes que con su jefe formal, el gobernador Kicillof— le decía días pasados a un amigo que no todo era color de rosa en las encuestas hechas en la provincia de Buenos Aires. Aun desconociendo quiénes serán los candidatos, en esos relevamientos prelectorales el porcentaje de votos que hoy cosecharía el Frente de Todos no orilla —ni mucho menos— el 50 % necesario para retener a los diputados que expone. No sólo eso: si la candidata de Juntos para el Cambio fuese María Eugenia Vidal, la diferencia que habría en favor del frente oficialista sería —apenas— de cuatro puntos.
Cual se aprecia, son demasiadas las incógnitas presentes, los diferentes frentes abiertos, los problemas sin solución inmediata, los imponderables que revolotean entre nosotros, los conflictos —visibles a veces y soterrados otras— y, por fin, el descreimiento creciente de la población, como para hacer una interpretación siquiera aproximada de hacia dónde vamos. Hay un rumbo pero, en rigor de verdad, nadie lo conoce a ciencia cierta. Hasta la próxima semana.
por Vicente Massot y Agustín Monteverde
Año XVIII, número 913 [email protected], 27 de abril de 2021