en el Teatro Colón de Buenos Aires.

Por Néstor Iglesias

 

Han pasado más de 100 años desde el estreno de El caballero de la rosa, y la obra maestra de Richard Strauss y Hugo von Hoffmannsthal continúa deslumbrando a todas las audiencias, sin discriminar edades, posiciones socio-económicas o tendencias culturales. Formalmente es una comedia romántica, catalogada por el compositor como una “comedia musical” (Komödie Für Musik), aunque dista mucho de tener una espíritu cómico en el sentido operístico de lo buffo. Por el contrario, es un agudo relato de costumbres originalmente ambientado en la alta sociedad vienesa de la segunda mitad del siglo XVIII, pero que atraviesa varios conflictos vitales del ser humano actual, embebidos de una atmósfera particularmente plena de poesía y glamour.

El estilo musical que descubrimos a lo largo de la trayectoria de Richard Strauss fue evolucionando desde una precoz afinidad por Mozart y Wagner hacia una estructuración orquestal sin precedentes, que hizo “explotar” todos los fosos de los teatros más importantes del mundo. Sus poemas sinfónicos enmarcados en lo tonal proponen un nuevo lenguaje que insertó una manera de describir musicalmente las pautas argumentales de sus trabajos, proporcionándoles a su vez un elevado contenido dramático y emocional. Entre las obras maestras de la música universal fruto de la inspiración de Strauss se encuentran Don Juan, Así habló Zaratustra, Una vida de héroe, Una sinfonía alpina, entre otras.

Sin lugar a dudas fue el compositor más importante de teatro musical del siglo pasado, sobre si consideramos que las óperas más populares de Giacomo Puccini datan de fines de la anterior centuria (Manon Lescaut 1893, La Bohème 1896, Tosca 1900). Tal aseveración surge a partir de la trascendencia estética y de los contenidos psicológico, vital y dramático de su obra en el campo lírico, logradas a través de la ruptura con el pesado legado wagneriano tanto en lo instrumental como en las formas de canto. Cuando en 1905 emerge con Salomé, basada en la escandalosa e irreverente pieza de teatro de Oscar Wilde, no solo musicaliza la obsesión erótica de una joven princesa hebrea sino que expone la fortaleza y el grado de inescrupulosidad que puede alcanzar una mujer atractiva para voltear todas las barreras del poder, de la política y de la religión, convirtiendo en esclavos de sus deseos a jerarcas, galanes o héroes. Y todo ello a través de una expansión orquestal con armonías politonales y disonancias extremas que en aquellas épocas resultaban inaceptables, y que sin embargo Strauss supo imponer dentro de un drama de tanta fuerza teatral. Fue un triunfo pocas veces igualado en la historia del género, y un quiebre decidido que alentó a las vanguardias.

Unos pocos años después comienza la inigualable y fructífera colaboración con el poeta y dramaturgo austríaco Hugo von Hofmannsthal, estrenando Elektra en 1909; una adaptación cruda y desenfrenada de la pieza de Sófocles, que explora los más profundos conflictos psicológicos del ser humano y en la que dobla la apuesta del “shock” dramático-musical mediante un edificio armónico que tiende a aterrorizar sensorialmente a los escuchas, y conmoverlos intimamente por la intensidad y la opresión con que la música potencia el curso del drama. Esta ópera, que en léxico contemporáneo podríamos catalogar como “progresiva”, se anticipaba a los desarrollos atonales y dodecafónicos de la Moderna o Segunda Escuela de Viena, con su célebre trinidad Schönberg, Berg y Webern.

Parece ser que Strauss quedó agobiado tras rubricar las partituras en las que plasmó aquella concepción bíblico-pagana y greco-clásica en la cual los personajes están inexorablemente atados al hilo conductor del destino signado por los dioses. Los dramas musicales en los que Salomé y Elektra se encaminan rumbo a una muerte autosugerida, una amando caprichosamente y sin sentido y la otra odiando visceralmente y proyectando el simbolismo freudiano a rajatablas, le reclamaban al compositor un alivio espiritual, y éste optó por un cambio radical. Según relatan los biógrafos, Strauss ansiaba sumergirse en el lenguaje mozartiano, y a través de un cruce de cartas con Hugo von Hofmannsthal, ambos comenzaron a esbozar una comedia en la que el libretista, perteneciente a una familia judía de posición privilegiada (su padre era funcionario imperial) y que no era ajeno a la incipiente caída del Imperio Austro-Húngaro, aportó la ficticia costumbre aristocrática de enviar un caballero, amigo del pretendiente, portando una rosa de plata a la casa de la novia antes de que se presente el novio, como símbolo del compromiso nupcial, inmersa en varios pasajes de refinada dramaturgia.

La rica creatividad del austríaco rápidamente entusiasmó a Strauss, y el diálogo epistolar entre ambos fue generando escena tras escena de una manera vertiginosa, gracias al ingenio de von Hofmannsthal, quien fue moldeando un argumento original, tomando algunas ideas de Los amores del caballero de Faublas del novelista, periodista y diplomático francés Jean-Baptiste Louvet de Couvrai, y de Monsieur de Pourceaugnac de Molière Se nutrió además de nombres propios (por ej., Lerchenau, Quinquin, Faninal y Werdenberg) extraídos del diario íntimo del mayodormo del príncipe Johann Joseph Khevenhüller-Metsch, quien vivió en Viena entre 1706 y 1776, al que accedió a través de su amigo el conde Harry Kessler, al parecer colaborador en la autoría de la comedia.

A partir de mayo de 1909, transcurrió casi un año y medio de entusiasmo y de trabajo fecundo, período durante el cual la construcción musical straussiana fue sobre-elaborada, desbordando en arreglos y desarrollos, utilizando todos los recursos formales a disposición como arias, dúos, tríos, concertantes, escenas corales, declamaciones, etc., apartándose impensadamente de su propósito de reposar en el estilo del Genio de Salzburgo. Por su parte Von Hofmannsthal, enriquece el libreto apelando a la versatilidad para abarcar diferentes perfiles culturales y conductuales, sugiere en el texto que los cantantes pronuncien el alemán con tintes lugareños, e incluso indica el acento italiano para los intrigantes Valzacchi y Annina. Todos los personajes reúnen características singulares, siempre plenos de imperfección y humanidad, a veces abominables, otras adorables, esperanzadoras y divertidas.

El personaje del Barón Ochs von Lerchenau, alrededor del cual se desenvuelve toda la trama, es un rústico hacendado de provincia con ascendencia noble, mal educado, grotesco, sin recursos económicos propios a pesar de sus pretensiones, que trata de aprovecharse inescrupulosamente de todo quien lo rodea. Desde lo lírico-actoral requiere un artista de primera categoría. Un bajo-barítono de extenso registro y buen caudal que pueda descender con solvencia hasta el Fa#5, y con una ductilidad en el decir y en la declamatoria superlativa. Sus capacidades histriónicas y el dominio de la gestualidad deben estar acordes a las máximas exigencias.

La Mariscala, Princesa Marie Thérèse von Werdenberg, es uno de los personajes operísticos más venerados por los amantes del género y sumamente difícil de componer. Desde la perspectiva actual es una mujer que recién ingresa en su plenitud; apenas 32 años, bella, inteligente, poderosa, con un amante casi adolescente, fogoso, que la desea atolondradamente y que la satisface en lo carnal; disfruta de su presente aristocrático y apacible. Su repentina transformación acontece a la mitad del acto primero, cuando el Tenor Italiano acaba de ser interrumpido groseramente por el Barón Och en la interpretación de su “italianísima” aria belcantista “Di rigori armato il seno”. De repente, a raíz de un arreglo inadecuado que realiza su peluquero Hyppolyte en su cabellera, se desata la tormenta interior en Marie Thérèse. El tiempo, ese tirano implacable que avanza inexorablemente comienza a torturarla. Indica Strauss en la partitura “… el semblante de la Mariscala permanece sombrío.” Y von Hoffmannsthal la muestra contrariada, poniendo en sus labios “Que se vayan todos!”. Luego de un brevísimo descongestionamiento de la escena, la mujer queda sola, acompañada del amargo recuerdo que revive a través de la inescrupulosa maniobra de su primo para acceder a la fortuna de un señor burgués quien, repugnantemente, a cambio del ascenso social entrega en matrimonio a su hija quinceañera. Así fue como “… a una muchacha recién salida del convento se le ordenó casarse”, dice la Mariscala con resignación.

Quien fuera la pequeña Resi, y que ahora se siente una anciana, reflexiona sobre el paso del tiempo, los cambios en cuerpo y alma y el sublime misterio de la vida. Mientras otros no se preocupan por la vejez, ella la percibe y se ampara en el “cómo” soportarla para seguir adelante. Este cambio en el perfil del personaje está sustentado musicalmente por una orquestación casi camarística, pero con una inspiración tal que anuda las gargantas e inunda la escena con una melancólica delicadeza que transporta a la audiencia a un nivel de gran conmoción. En ese breve monólogo de la Mariscala se muestra toda la genialidad de los dos creadores que, aún sin habérselo propuesto, modelaron un arquetipo de dignidad y honor, que durante el sublime terceto del final de la ópera, en el que debe demostrar toda su capacidad lírica y sostener un Sib4, se traducirá en madurez, entendimiento, generosidad y entrega.

El conde Octavian Rofrano, quien es el auténtico “caballero de la rosa”, es el personaje que acapara todas las escenas trascendentes, es el motor argumental del drama, y al igual a Querubino en Las bodas de Fígaro de Mozart (en el que aparentemente se inspira) es un rol travestido que debe actuar como si estuviera travestido. Es decir, lo interpreta una mezzo o una soprano encarnando a un hombre, pero en buena parte de la obra el personaje se disfraza de mujer, con la dificultad de tener que cantar a la manera en la cual un hombre imitaría el canto de una mujer, pero siendo mujer en realidad. A ello le debe agregar todo el desenvolvimiento gestual acorde al enroque de géneros. Exige una extensión en el registro de gran importancia, con notas de altura de hasta un La4 y varias frases sumamente graves, especialmente en la escena de la presentación de la rosa. Es un muchachito de unos 17 años, impetuoso, ansioso, que no entiende razones, que reacciona sin prejuicios ante las ofensas que su representado, el Barón Ochs, le propina a la jovencita Sophie, y que tampoco madura en el entorno de toda la obra. Es casi la representación de un “millennial”, omnipotente, exhuberante de autoestima, directo, frontal, arrollador.

Sophie Faninal es la hija adolescente de un burgués ricachón que es proveedor de armamentos al ejército austríaco, y que no es ninguna “tontita” que vaya a aceptar la imposición de su repudiable padre quien ha decidido casarla con el Barón Ochs a fin de que su familia ingrese al rango aristocrático. El rol está pensado en una soprano soubrette (al igual que Susanna y Barbarina, para continuar con la comparación con “Nozze”, de Mozart), y debe alcanzar con facilidad un Do#5. Su intérprete debe tener una buena dosis de carácter para manifestar efusivamente su rebeldía ante una decisión paternal de peso en el siglo XVIII, y su rechazo a un compromiso abominable. Al mismo tiempo, debe poseer el encanto para transmitir el inocente fuego interior que despierta el amor a primera vista.

El Teatro Colón de Buenos Aires repuso luego de casi 20 años esta pieza monumental de todo el repertorio, en una co-producción con nada menos que el Metropolitan Opera House de Nueva York, la Royal Opera House Covent Garden de Londres y el Teatro Regio de Turín, bajo la dirección general escénica del prestigioso regisseur Robert Carsen, que no estuvo presente y delegó la responsabilidad en el maestro Bruno Ravella. Una puesta fuera de la época indicada en la partitura, ajustada al momento histórico en que fue estrenada la ópera (principios de siglo XX), y que por ello resignó gran parte de la belleza estética de decorados y vestuario propios del cruce de una alicaída aristocracia y una ascendente burguesía, que caracterizan las producciones convencionales.

La escenografía propuesta por Paul Steinberg se ciñó a amplios espacios ambientando el dormitorio de la Mariscala, el patio de armas de la mansión de los Faninal y la posada, convertida en prostíbulo, en la cual concluye la comedia de enredos montada para desenmascarar al Barón Ochs. Los paneles correspondientes a los actos primero y tercero son esencialmente coincidentes, reemplazándose los cuadros familiares del primero por escaparates con señoritas haciendo “striptease” en el último. Poco mobiliario con algunos sillones tan anacrónicos como el célebre vals de la obra, con la excepción de un voluminoso tanque-cañón que se ubica por momentos en el acto segundo, símbolo de la inminente Primera Guerra Mundial, el cual será reafirmado al caer el telón de la ópera con la incursión de un pelotón de soldados disparando.

En general, la iluminación diseñada por el propio Carsen y Peter van Praet fue plana, con una interesante variante en la escena de la presentación de la rosa. El vestuario, ajustado al estilo prusiano, sobrio y poco lucido, fue ideado por Brigitte Reiffenstuel.

La Orquesta Estable demostró la consuetudinaria simbiosis que logra con las partituras straussianas. Los brillantes y exultantes bronces y el apretado intimismo de los pasajes camarísticos que alternan a lo largo de la obra fueron modulados de manera exquisita por el maestro Alejo Pérez. Su dominio total del estilo y una profunda comprensión del devenir dramático de la pieza dotaron a la interpretación de una gran solidez de conjunto, sin dejar de destacar esos breves pasajes en los que algún instrumento solista (como el violín al final del primer acto) agregan un placer y una emoción adicional.

El Coro Estable y el Coro de Niños, dirigidos por Miguel Martínez y César Bustamante respectivamente, que en el tercer acto juegan un papel protagónico, tuvieron otra noche de excepción, a pesar que la palabra “excepción” sea bastante inapropiada, ya que es lo habitual disfrutar de un desempeño de alto nivel. La coreografía de Philippe Giraudeau distrajo durante la escena en que se conocen Octavian y Sophie, pero contribuyó al desenfreno que se desata al final del acto segundo.

La mezzosoprano norteamericana Jennifer Halloway brindó un Octavian magnífico. La extensión de su registro y el caudal de su emisión le permitieron llevar con solvencia la parte vocal, a lo cual le sumó una composición actoral deslumbrante. De adecuado porte para el rol, dio con el perfil masculino justo, con movimientos corporales creíbles y no exagerados. La habíamos disfrutado en Requiem, la ópera del argentino Oscar Strasnoy basada en la novela de William Faulkner que se dio en 2014, reafirmando en esta oportunidad sus grandes condiciones vocales. A título informativo interpretará a Sieglinde y Salomé el año próximo durante la temporada europea.

El Barón Ochs es una de esas figuras antipáticas y de canto aparentemente deslucido, pero que son la columna vertebral de una obra colosal como la que nos ocupa. Papel extenso, difícil, recitado, hablado, por momentos gritado, con una modulación emparentada con el carácter y los diferentes estados de ánimo por los que va atravesando el personaje con el avance de la obra, el extraordinario bajo austríaco Kurt Rydl, poseedor de una gran técnica, demostró su completo dominio del rol, poniéndolo en evidencia tanto mediante una voz con timbre y poder sonoro envidiables, como a través de una actuación sensacional.

La Mariscala fue interpretada por la soprano alemana Manuela Uhl. Afortunadamente pudimos escucharla como Kaiserin o la Emperatriz de La Mujer sin sombra y Chrysothemis, la hermana de Elektra. Exquisita intérprete straussiana, nos brindó una versión sentida y profundamente melancólica de esta heroína tan alejada de aquellos personajes épicos que nos entregó en las visitas anteriores. En el célebre trío del final expuso todo su poderío vocal redondeando una actuación de gran nivel.

La joven soprano argentina Oriana Favaro encarnó a Sophie en lo que podríamos caratular una actuación consagratoria. De ascendente carrera, la vimos y escuchamos en papeles de creciente exigencia, desde los mozartianos Fiordiligi, Pamina, la Condesa y Donna Anna, pasando por Adina, una muy emocionada Julieta (Gounod), en ocasión de un trance personal trágico, para superar con creces esta prueba de fuego en la sala principal del inmenso Teatro Colón. A su atractiva figura une muy buenas condiciones actorales, delicado timbre e interesante caudal, lo que nos permite expresar que ya es mucho más que una promesa.

Darío Schmunck lució en ese brevísimo pero intenso pasaje como el Tenor Italiano, y el bajo barítono John Hancock cumplió con corrección como Faninal, en un papel que no explica la contratación de un artista extranjero, mientras que tanto el tenor Sergio Spina como la joven Victoria Gaeta en los roles de los intrigantes Valzzacchi y Annina, completaron un elenco muy sólido para una ópera por demás compleja.

Allá por 1911, Richard Strauss supervisaba el estreno de su Der Rosenkavalier en Dresde junto con un mítico director escénico, Max Reinhardt, y un estudiante casi adolescente llamado Karl Böhm, quien trataba de aprender algunos secretos de la dirección orquestal, a cargo del maestro Ernst von Schuch. El 26 de enero de aquel año se produciría el mayor éxito del que se tuviera registro con una ópera alemana, fecha a partir de la cual una seguidilla interminable de “localidades agotadas” coronaría las boleterías del teatro. El rotundo triunfo de la obra se extendió a tal punto que algunos paquetes turísticos llegaron a incluir un ticket para ver la obra, y más aún, se organizaron trenes charters desde varias ciudades para ver El caballero de la rosa.

La versión puesta en el Teatro Colón, aunque sin el glamour y el lujo de producciones del pasado, transportó a la audiencia a esa dimensión dramático-musical de las grandes veladas líricas, dejando en claro una vez más la vigencia de ese amor incondicional del público de Buenos Aires con las óperas de Richard Strauss.