El neopopulismo que se esboza en Estados Unidos y Europa propone una sociedad de propietarios. Su forma económica propia es el capitalismo competitivo y, si admite -y a veces postula- restricciones a la libertad de mercado, lo hace para evitar su autodestrucción por parte de las formas concentradas y oligopólicas.
El período histórico abierto por la Revolución Industrial y por las grandes revoluciones políticas de fines del siglo XVIII fue también el período de las ideologías. En lugar de la visión clásica, prudencial, de la política, dominada por el realismo o, incluso, simplemente por el pragmatismo, se inició el ciclo de la política palingenésica, es decir de la política que se fija como objetivo una refundación radical de la sociedad que implica, mas o menos explícitamente, una pretensión de recreación del hombre.
Es a partir de entonces que de la política, y no de la fe religiosa, comienza a esperarse la salvación de la humanidad, es decir, su felicidad plena. Las semillas de todo ello son, sin embargo, previas a las revoluciones mismas: coinciden con la época del despotismo ilustrado, en que los filósofos se convierten en “consejeros de príncipes” para proponerles los caminos de una política sistemáticamente transformadora. La incoherencia latente en esta posición no tardará en estallar: si el fin último de la empresa gubernativa es liberar a los hombres, más temprano que tarde sus presuntos libertadores serán irremediablemente condenados como déspotas.
Esta es, por así decirlo, la prehistoria de la política moderna. Desplazadas la Iglesia como autoridad espiritual y moral y la Monarquía como autoridad política tradicional, el debate, ahora sí “ideológico”, enfrentará al liberalismo con el socialismo, a todo lo largo del siglo XIX y del breve (Hobsbawm) siglo XX. Por un tiempo el fascismo intentará terciar en la porfía, tanto en lo político como en lo intelectual, pero hacia 1945 ya estaba derrotado militarmente en el primer campo y excluido de la ortodoxia pública en el segundo.
El gran enfrentamiento bipolar, sin embargo, tendrá una conclusión que pocos habían previsto con el derrumbe del socialismo real en 1989-91, por implosión de sus estructuras. A partir de entonces las condiciones estaban dadas para un triunfo sin atenuantes de la ideología liberal, expresada en la democracia pluralista y la economía de mercado. Ese fue el vaticinio de Francis Fukuyama. Pero la historia nos reservaba otras perspectivas.
LA ELITE GLOBAL
Si la desaparición del socialismo como modelo alternativo de organización económico-política permitiría el despliegue de la globalización tecnológico-financiera como marco de referencia mundial, ésta, a su vez, engendraría la existencia de una élite global, cuyos intereses, valores y juicios no necesariamente coincidirían con los del liberalismo presuntamente triunfante. Pero, previo a ello, ¿en qué consiste tal élite global?
Estudios como los de Sassen y Rothkop, particularmente, han contribuido a describirla y a identificar sus fuentes de reclutamiento. La socióloga holandesa define a la EG como “el conjunto de grupos estratégicamente dirigido a aprovechar las oportunidades creadas por el funcionamiento del sistema global”, e incluye básicamente tanto al estrato de profesionales, managers y altos dirigentes trasnacionales como a las redes de funcionarios estatales más directamente vinculados con la economía global y los flujos migratorios.
Por su parte Rothkopf, en su obra Superclass, alude a los líderes de países con aptitud de influencia relevante sobre otros, los CEOs y accionistas activos de las 2.000 sociedades más importantes, los dirigentes de la alta finanza, los gobernadores de los Bancos Centrales, los líderes de las religiones mundiales, los artistas carismáticos, los dirigentes de las ONGs de mayor irradiación, etc. Los rasgos comunes a todos ellos serían, según el autor, el control de recursos económicos, políticos o culturales, la capacidad para influir con ellos sobre las fronteras estatales y la mayor movilidad imaginable.
COSMOPROGRESISMO
Lo más interesante -y esto corre por nuestra cuenta- es que en y desde esa EG prolifera una ideología, que se expresa a través de lo que GRAMSCI llamaría “intelectuales orgánicos”, presentes por millares en los medios de información típicos de la era de la comunicación clásica. Llamamos a esa ideología cosmoprogresismo, en cuanto articula las vertientes del cosmopolitismo y el progresismo, intentando afirmarse como la ortodoxia pública de la Sociedad Mundial.
Esta ideología está muy lejos de los parámetros del capitalismo competitivo -o neoliberalismo- en la vida económica. Como igualmente lo está del Estado abstencionista en lo intelectual y moral sostenido por los liberales del siglo XIX y comienzos del XX. Se trata, en cambio, de una organización política progresivamente centralizada, profundamente imbricada con las grandes corporaciones operantes a nivel planetario y portadora -por autodesignación- de una función terapéutica respecto de todos los vicios, injusticias y presuntas patologías procedentes de la sociedad tradicional.
Chantal Delsol, en su magnífica obra sobre el populismo (1), traza el decurso histórico de la ideología progresista, vinculándola con el Despotismo Ilustrado dieciochesco: “A partir de la época de la Ilustración, el logos, en tanto que verdad del hombre, toma forma y rostro, un rostro que se pretende seguro de sí mismo, definitivo, absoluto. Sabemos en qué dirección se encuentra la buena sociedad, y sabemos de qué hay que huir para alcanzar la mejora deseable. En otras palabras, la visión del bien que se instaura se despliega contra una situación precedente, y que por tanto sería oportuno querer retener. Se puede describir entonces la Verdad como emancipación, mientras que a su contrario, lo que precede y que hay que combatir, se le daría el nombre de arraigo” (2).
Es esta perspectiva de pretensiones radicalmente refundadoras, adanistas, lo que impregna con un pathos necesariamente violento toda política progresista. Trátese de violencia física o, sobre todo, psicológica, ella no puede menos que considerarse legitimada frente a los padres que procuran educar a sus hijos en sus convicciones, frente a las generaciones que no renuncian a transmitir su cultura a las que las siguen, frente a las clases y a las etnias que se niegan a ser suprimidas para alcanzar la meta de una sociedad indiferenciada.
El carácter despótico de esta nueva dominación no radica esencialmente en un ejercicio más o menos arbitrario del poder institucional. Por lo demás, nadie, razonablemente, puede desconocer en elencos dirigentes de la sociedad una mayor capacitación y capacidad de previsión en orden a afrontar los problemas concretos de la vida pública. La jerarquización -y la misma oligarquización, en sentido no valorativo -de la estructura política es un dato universal en el tiempo y en el espacio. Pero aquí estamos ante una realidad de muy distinta naturaleza: los que mandan se arrogan, en plus, una aptitud magisterial, logocrática, que los empuja a pretender operar una verdadera mutación antropológica, más allá de las reticencias o resistencias de de sus atrasados súbditos. Y el monopolio de la coacción, de ser necesario, se aplica a estos propósitos metahistóricos.
DOMINACION MODERNA
Es inevitable constatar que en los últimos dos siglos se han sucedido una serie de aportes a la conformación de esta dominación: los liberales de índole jacobina, primero, el fascismo y los variados socialismos han configurado fases en la construcción de este tipo de dominación, que en las últimas décadas desembocaría en el totalitarismo soft que lúcidamente denunciara Juan Pablo II en Centesimus Annus. Es por eso que el neopopulismo debe ser entendido como un fenómeno típicamente postsocialista.
El sociólogo estadounidense Joel Kotkin ha desarrollado, sobre todo en sus dos ultimas obras (3), el perfil hacia el cual se encaminan las estructuras económicosociales de su país en la medida en que se consolide la agenda progresista y se logre yugular la resistencia de las capas medias, principales víctimas de su avance. Resulta claro que las nuevas élites se encuentran mucho menos orgánicamente ligadas al resto de la sociedad, en la que ven usuarios más que trabajadores. De allí la tendencia estructural al desempleo, que se compensa con la difusión de un sistema de subsidios (tipo renta básica universal) que permita mantener viva la demanda.
Pero, además, este dualismo social no se limita a registrar la distancia entre los que tienen y los que no tienen, sino que incorpora esencialmente el contraste entre los que saben y los que no saben. Y aquí saber no se refiere a las calidades y destrezas indispensables “para ganarse la vida”, sino, sobre todo, al conocimiento de los valores ordenadores de esa misma vida, lo que implica qué pensar sobre las diferencias sexuales, la familia, el valor de la vida personal, la identidad cultural, etc.
Por eso las élites progresistas pueden llegar a ser, psicológica o físicamente, tan despiadadas. Como observa Delsol “lo que importa es el carácter irresistible de esta transformación, ya bien percibido por Tocqueville. Dentro del paso de un estado a otro hay una fuerza en marcha cuya procedencia y justificación se ignoran, fuerza anónima, sin actor que tire de los hilos, comparable al espíritu de Hegel. De ahí el descrédito que se arroja sobre los contornos del arraigo. La Ilustración es un juicio de la historia, ya que atestigua un progreso irrevocable y definitivo El que se interpone en el camino no combate a un adversario común, un hombre, un pensamiento, un ejército; se niega al destino mismo, hiere la historia, insulta al tiempo”.
EN NOMBRE DEL ARRAIGO
En otro momento y lugar hemos intentado esclarecer el concepto contemporáneo de populismo, término que en nuestro tiempo parece servir tanto para un barrido como para un fregado, alcanzando niveles de equivocidad solo comparables a los logrados previamente por los vocablos democracia y socialismo, aunque, a diferencia de ellos, atrayendo sobre sí una intención invariablemente denigratoria.
En ese empeño, distinguimos lo que llamamos Populismo I, particularmente apreciable en Latinoamérica, y que podría definirse como un estatismo distribucionista, y quisimos distinguirlo nítidamente del proceso que hoy recorre Europa y que suele ser similarmente rotulado, pero que se caracteriza en cambio, por un fuerte antiburocratismo, una tendencia al libre mercado “hacia adentro” y un manifiesto reclamo de solidificación de las fronteras. Este es el Populismo II, cuyas afinidades con una serie de pulsiones propias del Partido Republicano de Estados Unidos y de su presente avatar, el trumpismo, son evidentes. Oportunamente hemos expresado nuestros motivos para preferir, en este caso, la designación de tales movimientos como derechas identitarias o derechas populares, cuya agenda -como puede observarse- difiere marcadamente de los clásicos populismos latinoamericanos. En estos, últimamente, se registra, en cambio, una convergencia con la agenda cultural progresista.
Ahora bien, dada esta convergencia -o, más bien, subalternación- en este trabajo reservaremos el término a su categoría II, que es la que realmente inquieta, a nuestro juicio, a la élite global, a su ideología cada vez más explícita y a su tendencia a cancelar el debate politico real, sustituyéndolo por lo que Piccone llamaba “negatividades artificiales” (4). Este populismo expresa la reacción contra el gran designio de dominación progresista. Es “el que se interpone”. De ahí su carácter básicamente reactivo , que alimenta su fuerza y, al propio tiempo, determina sus límites.
¿En nombre de qué valor básico el nuevo populismo reacciona? Ya lo ha mentado Delsol: en nombre del arraigo. La historia contemporanea se define así como una gigantesca pulseada entre éste y la “emancipación” (liberación, desalienación, etc.).
Ahora bien: las resistencias que opone la voluntad de arraigo, y que podían ser fácilmente subestimadas décadas atrás como supervivencias de un mundo condenado a perimir, han recibido recientemente la fuerza de las oportunidades abiertas por las nuevas tecnologías de la información y la comunicación. No es que éstas determinen, pero sí lo es que hacen posible una reafirmación de las realidades de la descentralización y de la identidad local, erosionadas en el período moderno propiamente dicho.
En realidad este último puede ya ser visto por nosotros como un largo proceso de expropiación sociocultural de la población por parte de élites empeñadas en la conformación de un Estado terapéutico, del cual los sistemas totalitarios del siglo XX fueron solo un torpe esbozo, ya que tal Estado es perfectamente compatible -y ciertamente más eficaz- con las formas convencionales de la democracia.
Desde la minimización del autogobierno local hasta el desconocimiento de los derechos de los padres y de la libertad de enseñanza son instrumentos y etapas del proceso antes referido, que hoy se perfecciona con la prometeica empresa de “sustitución del sentido común” auspiciada por el gramscismo.
LA ECONOMIA
Existe un valor entendido, principalmente en áreas de la intelligentsia (incluso eclesial) y en general en Latinoamérica, que considera antagónico el populismo con las libertades económicas, sea para elogiar o para deplorar esta contradicción, según sea el sesgo ideológico de quien emite el juicio. Consideramos que tal apreciación es inconsistente, sobre todo si se atiende a la realidad del nuevo populismo que ha echado raíces en Estados Unidos y Europa y comienza a abrirse campo en nuestra región.
En efecto, si aceptamos que el neopopulismo es, básicamente, un fenómeno reactivo, ¿contra qué realidades económicas contemporáneas efectivamente reacciona? No, ciertamente, contra el capitalismo competitivo, al que la élite global ha abandonado. La ideología económica de ésta pasa por el acuerdo entre el Estado terapéutico y las megaempresas globales; esta entente deja cada vez menos espacio para los emprendedores de menores dimensiones a los que tiende a marginalizar, convirtiéndolos en candidatos a beneficiarios de la renta básica universal, única herramienta para sostener el consumo en un escenario de tales características.
El populismo de que hablamos, en cambio, apunta desde su propio ADN a la consolidación de una sociedad de propietarios, con una amplia clase media independiente, lo cual -desde Aristóteles para acá- ha sido valorado como la condición sociológica inexcusable para la consolidación de la forma republicana.
En esta perspectiva, el nuevo populismo -sin caer en reduccionismos ideológicos- tiende espontáneamente a una coincidencia con quienes propugnan una expansión de las libertades económicas. A partir de aquí se imponen algunas distinciones conceptuales para evitar confusiones inculpables o deliberadas.
Uno de los valores elogiados por el liberalismo clásico ha sido, sin duda, el de la competencia. Aunque instrumental en sí mismo, sus propugnadores advirtieron tempranamente los beneficios que la misma aportaba a la calidad y el precio de los bienes en el mercado. Sin embargo, los más lúcidos percibieron también que la competencia no sobreviviría por sí misma, sino que necesitaba ser defendida contra la permanente tentación oligopólica de los productores.
El propio Adam Smith comentaba que, si en una reunión social se veía a dos o tres empresarios apartarse para conversar entre ellos había que estar alertas, porque seguramente estarían planeando la formación de un cartel o asociación análoga.
Esta advertencia recién llegó a traducirse en una reformulación conceptual de las ideas liberales entre 1930 y 1940, a través de lo que se llamó entonces neoliberalismo y, más específicamente, ordoliberalismo o liberalismo del orden.
El mismo apuntaba a que la intervención estatal en la economía era necesaria y legítima cuando se proponia defender la competencia contra los riesgos surgidos de su mismo ejercicio. Autores como Walter Eucken, Wilhelm Roepke, Alfred Müller-Armack y toda la Escuela de Friburgo desarrollaron estas ideas que solo alcanzaron a tener aplicación práctica en la postguerra.
No puede desconocerse el hecho de que existe cierta sintonía entre las mismas y el principio de subsidiariedad sostenido por la doctrina social católica, por una parte, y, por otra, que no es casual que politólogos actuales de tradición realista, como el italiano Carlo Gambescia y el español Jerónimo Molina detecten en los autores ordoliberales los economistas más consonantes con aquella tradición.
La vigencia histórico-social efectiva de tales ideas corre pareja con la existencia de una economía realmente policéntrica en las decisiones, mientras que su abandono se vincula con la consolidación de estructuras simultáneamente estatizantes y oligopólicas que tienden a bloquear la movilidad social ascendente y, por ende, resultan inaceptables para el neopopulismo. Esto explica que el discurso progresista de la élite global, al par que anatematiza al populismo, reniega explícitamente de la concepción liberal de la economía.
OTRA PIRAMIDE
No somos de los que creen que un determinada estratificación socioeconómica determina el régimen político-cultural. Las relaciones de clase o de status solo producen un resultado político cuando al menos una fracción de la Clase Política asume las demandas de ellas derivadas. Existe una primacía (relativa) de la oferta, por la cual, en ausencia de un liderazgo cohesivo y eficaz que las haga suyas, las reivindicaciones y los inputs producidos en lo que por mucho tiempo se llamó “la infraestructura” carecen de energía histórica para moldear la escena pública.
Por eso lo que a continuación describimos no es, a nuestro criterio, la causa de los gobiernos progresistas y su permanencia hegemonica; lo que existe es una correlación natural entre unos y otros. Y, en todo caso, cierto grado de influencia configuradora de las élites sobre las bases.
Y bien: el progresismo, especialmente en su actual fase globalista, se corresponde con un capitalismo de naturaleza no competitiva, cuyos principales actores son megaempresas frecuentemente oligopólicas, las cuales forman un denso entramado con la tecnoburocracia estatal y que, además, en los países de menor escala, suelen derivar hacia el cronie capitalism (capitalismo de amigos).
Esta estructura está aliada con el grueso de la industria cultural y de la intelligentsia antitradicional, además de los medios masivos de información y los controladores de las social networks. Por debajo del personal directivo de estas grandes unidades se despliega una clase media que tiende al estancamiento social de sus miembros -muy visible intergeneracionalmente- y a la gradual pero persistente pérdida de su carácter de propietarios . Más abajo, una creciente underclass, que se nutre continuamente de los hundidos de la clase media, de los nuevos desocupados por deslocalización de sus empresas o por desaparición de sus empleos tradicionales, todos los cuales deben ser progresivamente atendidos por un gran diseño asistencialista que desemboca en la Renta Básica Universal o Renta de Ciudadanía. Esta desconecta la relación entre ingreso y trabajo y aumenta a niveles impresionantes la dependencia de la población de la voluntad estatal.
En este panorama, la movilidad social ascendente queda drásticamente reducida. El impuesto y el subsidio se convierten en las herramientas políticas básicas: el primero expolia a las capas medias y el segundo mantiene el minimum de consumo de los asistidos necesario para la sustentabilidad política y productiva del modelo.
OTRO ORDEN SOCIAL
El neopopulismo o Derecha Popular es congenial a un tipo muy diverso de ordenamiento social. Quizás quien mejor lo haya descripto sea el economista Wilhelm Reopke en sus obras Civitas Humana y La crisis social de nuestro tiempo. Se trata de una sociedad de propietarios. Su forma económica propia es el capitalismo competitivo y, si admite -y a veces postula- restricciones a la libertad de mercado, lo hace para evitar su autodestrucción por parte de las formas concentradas y oligopólicas. Más allá de la misma economia reconoce en el principio de subsidiariedad proclamado por la Doctrina Social Católica el criterio ordenador de la convivencia, los cual conduce a fortalecer decididamente la descentralización territorial, el vigor de las comunas y las asociaciones intercomunales y la promoción y protección de las organizaciones espontáneas de la comunidad. Sabe que en todo país deberá haber asistidos, pero no los convierte en el modelo ni en la base clientelar para el funcionamiento habitual de la vida pública. Por el contrario, intuye que es en la capacidad de la familia y de las pequeñas comunidades -vecinales, entre otras- para asumir día a día mayores competencias y no en el intervencionismo de elites tecnoburocráticas que está el camino para ser “artífices de su propio destino”.
Hasta hace no mucho tiempo, la expresión “liberalismo popular” hubiese resultado un oximoron. Al igual que las de “populismo liberal” o “derecha popular”. Hoy, en cambio, percibimos que es el camino justo. Porque el establishment global ha revelado sin lugar a dudas su mentalidad progresista y sus prácticas prebendarias y porque lo que se nos ha propuesto precedentemente como populismo no pasa de ser estatismo asistencialista.
por Miguel Angel Iribarne*
La Prensa, 17 de octubre de 2021
* Profesor emérito de la Universidad Católica Argentina. Fue decano de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UCA de La Plata.
(1) Populismo. Una defensa de lo indefendible. Ariel, Bs.As., 2015.
(2) Idem, p. 72.
(3) Tales obras son “The New Class Conflict” (2014) y “The New Feudalism” (2020). En ambas Kotkin actualiza y profundiza empíricamente valiosas intuiciones formuladas oportunamente por Christopher Lasch en La revuelta de las élites y Samuel Francis en “Revolution from the Middle”.
(4) En “Populismo Postmoderno”, Universidad Nacional de Quilmes, 1996.