Siempre hubo mujeres que rompieron moldes en su tiempo. Todo ello viene a cuento recordando una historia que me contaron tiempo ha. Fue un hombre provecto y con aspecto inconformista, y debo confesar que, conforme me hablaba me resultaba su relato un tanto desconcertante, hasta el punto que he decidido no guardármelo. Todo transcurrió durante un viaje en el tren. Todavía retengo su cara mientras me hablaba, en tanto desfilaban por la ventanilla los postes eléctricos situados junto a las vías, pasando a gran velocidad. Me dijo que era de Xativa, un precioso pueblecito del interior valenciano, cuna de los papas Borgia, Calixto III y Alejandro VI, quemado por orden de Felipe V durante la guerra de sucesión, en el año 1707 por haber apoyado a su oponente. En represalia, sus ciudadanos, gente bravía, decidieron colocar el cuadro del monarca (1719, obra de Josep Amorós) cabeza abajo, continuando así desde aquel instante hasta nuestros días en el museo de Bellas Artes, de la Casa de la Enseñanza de dicha ciudad.
“Había una vez, allá por el bajo medievo en el que se destacó Hipatia, filósofa neoplatónica, una mujer culta y piadosa que aspiraba a ser novicia, la cual acrisolaba por igual la hermosura y la comprensión. Su credo se apoyaba en la indulgencia, tal vez pensando que el perdón de lo alto se obtiene condonando en lo bajo, descansando sus ideas en la frase del obispo de Hipona:” Ama y haz lo que quieras. Si tienes el amor arraigado en ti, ninguna otra cosa sino amor serán tus frutos”- decía san Agustín.
Era asimismo poetisa, y ya se sabe que la poesía es voz de la metáfora, que procura hacer entendible lo que está lejos de la comprensión. Meditaba aquello que el teólogo alejandrino Orígenes denominaba “apocatástasis”, esto es, la reconciliación universal de todo y todas las criaturas al concluir la Creación por medio de la Redención. Pero, ya se sabe que una cosa es la digestión de una idea y otra asumirla desde la sensibilidad personal. Pues- reflexionaba- si el peor de los males que aflige al hombre es la muerte, y ésta entró con el pecado, siendo su autor el diablo, ¿habrá igualmente de ser salvo? A lo que aducía en su soliloquio interno: si infinita ha de ser la justicia de quien todo lo creó, también habrá de serlo la misericordia.
Al filo de aquella navaja, era compasiva, hasta el punto de meterse en la piel del prójimo y hacer sus aflicciones propias.
Un día tuvo noticias de que había un eremita recluido en unas ruinas, y compadecida por su soledad e imaginándola suya, acudió a ofrecerle algún consuelo. Después de largas e interminables horas subida a lomos de una borriquilla, caminando por una montaña solitaria en la que sólo se escuchaba el ulular del viento y el aullido de algún perro asilvestrado avistó los restos de lo que un día debió ser una casa señorial. En los escombros estaba, tal como le habían dicho, el santón. Se trataba de un hombre mayor que ella. El doncel era alto y apuesto, de ojos garzos, cuerpo bien formado y porte distinguido, a pesar de su aspecto desaliñado, cabello despeinado y una hirsuta barba. Y allí mismo le sobrevino el primer brote de conmiseración. Pues, pensaba para sí, que grande habría de ser la decepción de aquel hombre en la flor de la vida para haber renunciado al mundo.
Y preguntándole la causa, le dijo que se había alejado de la mundanidad para santificarse y dominar la pasión de la carne. Pero ella, que era observadora, advirtió que la concupiscencia nadaba en el varón a mitad de camino entre procurarse la virtud y el deseo, pensando que no debía haber visto a ninguna mujer desde hacía tiempo. Sexo versus mortificación. Y mirándole con fijeza desde el inusitado brillo de sus ojos almendrados, primero, lo comprendió, y luego se condolió por él. Porque, ella que era íntegra entendía desde su propia experiencia el peso de la castidad que se había impuesto para luchar contra sus juveniles hormonas.
Al punto, sabiendo de su sufrimiento experimentó una sensación que no supo bien entender, solidarizándose con su tortura, constatando en sus carnes el estremecimiento ajeno. No pensaba en ella, sino en él. Le regaló una sonrisa plena de empatía y ternura, en tanto apretaba con la mano su brazo. Él callaba jadeante, mientras tiritaba preso de una súbita fiebre, perlando su frente goterones de sudor. Luego, musitó:
― Tengo el diablo en mi cuerpo.
Entregada a la misericordia, le respondió con fervor.
― Yo tengo el cielo que necesita ese diablo.
Las palabras quemaban más que el fuego. Prolongarse aquel suplicio se antojaba imposible. Y sabiendo de lo fútil de resistirse en aquel momento al deseo, el diablo entró en el cielo.
Al regresar fue requerida por el obispo de la diócesis, exhortándole a la penitencia. Preguntada por su actitud, le dio su parecer, el cual causole al mitrado una extraña sensación. Porque, ciertamente la doctrina debe navegar en ocasiones por aguas procelosas si quiere no anquilosarse, pero aquello no pudo menos que sorprenderle.
La joven comenzó citando la sentencia del Padre de la Iglesia, pero no bastándole al religioso, argumentó:
― Yo vi aquel hombre sumido en un sufrimiento y lo consolé, cubriendo así una de las obras de misericordia, precisamente aquella que dice “consolar al triste”. El eremita estaba poseído por sus deseos, hasta el punto de sentirlo personalizado en la figura del tentador. Pero, consideré que el amor es superior a las miserias de los hombres.
― Eso no responde a lo que has hecho, pues has infringido el sexto mandamiento- le rebatió su interlocutor.
― No, padre – arguyó ella-; aún no he concluido mi razonamiento. Si el amor es infinito, toda la Creación ha de saberse abrazada por él. Si existe el mal es para que sobreabunde la virtud. Si yo he pecado ha sido por amor. No amor sólo a la carne, sino al sufrimiento del prójimo. El fuego que abrasaba a aquel hombre fue apagado. Su demonio entró en el cielo. Y por un momento, pensé que finalmente, en el Último día, asimismo Luzbel podría ser finalmente perdonado, cuando también el mal sea sometido. Por eso, como criatura llena de amor le ofrecí anticipadamente el paraíso que en aquel momento su estado demandaba.
― ¡Sea anatema! – le desautorizó mohino.”
Confieso que no entiendo muy bien todo. Pero, lo del equilibrio entre el Amor y la Justicia me ha hecho cavilar.
por Ángel Medina