El papa Francisco ha hablado otra vez –antes lo había hecho en términos parecidos en “Laudato Si”- de la propiedad privada como “derecho natural secundario”. El “derecho natural primario” es la “destinación universal de los bienes”. Consecuencia para la tribuna: lo creado pertenece a todes, todxs, todos y todas. La propiedad privada correspondería a un derecho natural secundario, de segunda; ergo, para la doctrina de tribuna, una justificación descartable en nombre de aquel derecho natural primario, el de la pertenencia colectiva, al que debe sujetarse. Si esto es lo que dijo o quiso decir el papa Bergoglio ya deja de contar. En todo caso, doctores tiene la Iglesia y ahí están Elisabetta Piqué o Sergio Rubin, vaticanistas domésticos, para decirnos que lo que dijo no encaja con lo que otros entienden que fue su intención expresar. En definitiva, lo que importa son las repercusiones y el mensaje que de sus palabras extraen los sectores próximo al gobierno que más alardean de revolucionarios y los movimientos sociales que les sirven de acompañamiento, especialmente los que actúan en las tomas de terrenos. Ponga usted esas palabras en la cabeza de Juan Grabois, que de paso algún enchufe tiene en cierta oficina vaticana, y que chive la clase media, cruzada ahora por la pesadilla de que el título en papel sellado que le dio alguna vez aquel amable señor escribano se autodestruya como en “Misión Imposible”. Hasta puede ser que el profesor adjunto interino que detenta la presidencia produzca algún corolario al mensaje papal, porque le encanta colar comentarios al pie. Algunos suponen que el papa Bergoglio está atrasado de noticias porque se le confundieron los apuntes que tomó allá lejos en su noviciado jesuítico, pero otros sostienen que, en realidad, está exponiendo la línea doctrinaria del futuro, porque vamos hacia un mundo en el que la propiedad privada ya no tendrá sentido, reemplazada por un uso temporario de bienes intercambiables, como lo son ya hoy las Ecobicis. Una renta básica universal asegurará, en aquellas zonas del globo que puedan financiarla, un mínimo de subsistencia a toda la masa que ya no sea necesaria, para asegurar que ese personal esté calmo y entretenido; mientras tanto, las libertades políticas desaparecerán porque ya no hará falta teatralizarlas defectuosamente como hasta ahora y lo colectivo de la supervivencia de la especie pasará a ser el único referente universal y regulador del control social, para mantener la sostenibilidad ambiental del planeta. El papa, pues, nos estaría haciendo discretos anuncios como un profeta que desentraña los signos de los tiempos.
Pero hagamos abstracción de esta deriva y conversemos sobre el problema de la propiedad y el destino universal de los bienes como si del estado del mundo no tuviésemos la menor noticia; esto es, hagamos como si –en metáfora probablemente sin asidero histórico- estuviésemos debatiendo sobre el sexo de los ángeles en Constantinopla, año 1453.
La propiedad, como la familia, existe antes de que se pensase en definirla y de fijarla como “derecho”. En todos los momentos de la historia, los hombres (y, claro, las mujeres, las niñas y los niños) han tenido cosas que han llamado “suyas”. El cazador y el guerrero han poseído sus propias armas, y cada ama de casa neolítica ha creído que el cuenco de barro que ponía al fuego era suyo. Antes de que se pensase en el concepto de “derecho”, o que una inspiración superior soplase aquello del “destino universal de los bienes creados”, en todas partes los individuos y las individuas se arrogaban sobre algunos objetos la facultad de servirse de ellos y de impedir a los otros que se sirviesen de los mismos en las circunstancias habituales de su vida, sin darse cuenta de que ejercitaban un “derecho” ni suponer que así dejaban de lado un destino universal de sus cacharros y demás posesiones. Desde luego que había objetos que su utilidad aconsejaba apropiarse y otros que no, porque existían en abundancia y podía disponerse libremente de ellos, como el aire y el agua. La expresión “propiedad”, “apropiarse” de una cosa, hacerla propia, hacer de ella algo de uno mismo, proyección de uno mismo, expresa una tendencia profunda de la naturaleza del hombre; así como reivindica una facultad de disponer libremente de su persona, afirma la facultad de disponer de la cosa apropiada. Desde este punto de vista, la propiedad individual es tan natural como comer o reproducirse. Esto fue recogido en la definición romana de la propiedad como ius fruendi, utendi, y abutendi: derecho de disfrute, de uso y de consumo (abutendi, aclaro para la tribuna, no tenía el sentido de mal uso de nuestro “abusar”, sino de usar de algo hasta el fin, hasta consumirlo). Si lo propio del ius es la adjudicación de lo suyo de cada uno (ius suum cuique tribuere), ese “suyo” que alguien reivindica es algo “natural”; otra cuestión, que viene a continuación, es saber en qué circunstancias ese “suyo de cada uno” puede considerarse legítimo y, en consecuencia, adjudicable al reclamante. Y tras ese paso, queda a considerar el alcance del ejercicio de ese derecho legítimo.
Veamos lo de la “destinación universal de los bienes”. Aclaro, de movida, que quien esto escribe es un mero jurista. No teólogo, filósofo, sociólogo o politólogo: mero jurista que se cree convocado porque se está hablando de un “derecho”, el “derecho de propiedad”. “Merus legista, purus asinus” asentaba en un latín macarrónico Nicolás Ramiro Rico[1]. Y este firmante asinus –“burro”, para la tribuna-, aguzando sus orejas correspondientes, quiere avanzar en este escabroso terreno con paso tan lento como firme.
Para eso, muchachxs, debemos partir del ius, el derecho romano. Tranqui la tribuna, que lo ponemos fácil. Piensen en un pequeño pueblo fortificado, una comunidad de chacareros, bautizada Roma. El toro de Petrus en un trotecito entra en el predio de Paulus y siguiendo su natural impulso cubre a la vaca del susodicho. Cuestión: ¿de quién es el ternero? La respuesta no iba a provenir de una revelación de lo alto. Sin desconocer la presencia y persistencia de lo sacro en este mundo, estos chacareros pensaron el ius, centrado en un precepto: el adjudicar lo suyo de cada uno. Dejemos a los juris-prudentes elaborando la respuesta que hará jurisprudencia sobre el ternero. Allí se define la propiedad chacareramente como hemos visto: derecho de disfrute, uso y consumo. ¿Entonces –dirá el pequeño Grabois que todos llevamos adentro- esos romanos eran unos repugnantes individualistas? No, porque tanto el derecho romano público como el privado estaban empapados de un intenso sentido comunitario, orgánico, que convivía con una también fuerte afirmación del ciudadano, del civis. La comunidad se conformaba a partir del ciudadano, no el ciudadano a partir de la comunidad, como en la antigua Grecia. Para mayor paradoja, los juristas romanos aludían a que la humanidad partió de un estadio primario –aquí aparece la palabreja-, que llamaban indistintamente ius naturale o status naturae. Una primera constitución del mundo en que todo era común y donde no había sometimiento de unos por los otros. ¡Entonces todo era de todos y “naides más que naides”! grita el pibx de la Cámpora saltando sobre sus Legends of Summer de Air Jordan, versión La Saladita, y agitando su brazo izquierdo con muñeca que luce junto a varias cintitas el Patek Philippe Grand Master Chime imitación Ciudad del Este y culmina en mano que enarbola un smartphone legítimo. No, porque aquellos chacareros destinados a dominar el mundo de entonces pensaban que ese ius naturale era el que la naturaleza había enseñado a todos los animales, a todos los seres vivientes, en cierto modo prejurídico. Pero en la conformación de las comunidades políticas había surgido un “derecho de gentes”, un jus gentium, que justificaba tanto la propiedad como el dominio de unos sobre otros. Éste era secundario, cronológicamente, pero prevalecía sobre el primario porque aquél era el que, conforme la naturaleza de las cosas, se hallaba establecido en el mundo histórico y civil. Para comprender la importancia y expansión de este derecho de gentes, “el que usan todos los pueblos humanos”, el común a todas las gentes, hay que tener en cuenta lo que pasó con ese pequeño pueblo fortificado que llamamos Roma. Dos siglos después de su fundación controlaba las costas del Mediterráneo y una gran parte del antiguo imperio de Alejandro; sus siete colina insignificantes habían logrado tanta fama como la Acrópolis o las Pirámides; el torrente montañoso que bañaba sus muros, el Tíber, era tan famoso como el Nilo y su expansión comercial se había mantenido a tono con sus conquistas. Roma tenía que manejar la pluralidad. Haciendo entrar bajo su constitución a diversos pueblos, no les pedía abandonar sus tradiciones. Cicerón teorizaba que todo ciudadano romano tenía dos patrias: de un lado, la natural, su ciudad natal, la de sus ancestros y tradiciones; por otro lado, de derecho, la ciudad romana, que se superponía a la anterior, como el orden jurídico se superpone al orden histórico. Así se establecía un universalismo “concreto”, donde la unidad implicaba la diversidad, que culminó en el 212 de nuestra era, al extenderse la ciudadanía a todos los hombres libres del imperio El derecho de gentes se aplicaba a este vasto universo, de acuerdo con la utilitas, la conveniencia y adecuación a la naturaleza de las cosas, punto de partida de la concreción del ius al caso. La utilitas funcionaba como causa, razón de existir del ius gentium, y procuraba como consecuencia concretar lo justo del caso, esto es, poner en orden, poner “derecho”, lo torcido por el entuerto.
Este derecho romano recogido por los glosadores y canonistas fue de conocimiento de los teólogos y moralistas medievales. Santo Tomás de Aquino leyó finamente a los juristas, pero era teólogo, no jurista. Cuando expone sus principios sobre la propiedad en dos artículo de la Summa (II-II. Q. 66, a. 1-2) lo hace a propósito del hurto y de los deberes del rico con respecto a la limosna. Tampoco es un economista ni se plantea como aumentar la producción de bienes: estos últimos los toma, según los pensadores de su tiempo, como un dato estable y la cuestión es cómo administrarlos con el mayor provecho para el bien común. Tiene muy en claro que el derecho natural “primero” es el que la naturaleza enseñó a todo bicho viviente y allí (fuera de la cuestión previa que resulta de distinguir la situación antes o después de la caída original) no hay lugar a la propiedad, porque en ese punto estamos situados antes de todo “derecho”. Pero en el mundo social y humano, la existencia de la propiedad es de toda conveniencia para el orden de las comunidades ya que permite alcanzar la vida buena. Si para los teólogos y moralistas medievales el ius gentium de los romanos era un derecho positivo, o un derecho natural secundario, esto es, derivado, o el derecho natural propio del hombre, es una empresa insoluble, porque hubo opiniones para todos los paladares, donde se inscribe también la del papa Bergoglio y la que de allí descule la escuela graboisiana. Para dar una idea de lo complejo del asunto, y de lo difícil, digamos en defensa de Francisco, que es ser papa en medio de estos líos –más aún cuando se incita a hacerlos- le cuento a la tribuna una historia –a todos nos gusta un cuentito. Allá por el siglo XIV (año 1322) el Capítulo General de los franciscanos declaró que Jesús y los apóstoles no habían tenido ninguna posesión natural. Los franciscanos, afirmados en su voto de pobreza, repudiaban la propiedad y se sentían ajenos al derecho. El papa francés Juan XXII, que había hojeado a los canonistas, encontró esta chicana para responderles: renunció a la titularidad de los bienes de los franciscanos –provenientes de limosnas, donaciones y legados- que estaban en manos de la orden pero formalmente pertenecían al pontífice, y a continuación procedió a declarar como herejía la decisión del Capítulo. La reacción de los franciscanos consistió en acusar a su vez de hereje al papa. Se fundaban en que en 1279 el papa Nicolás III, un Orsini que Dante va a colocar en el octavo círculo del infierno, había señalado que la renuncia a los bienes en comunidad podía ser un camino de salvación. Para fundamentar la irrevocabilidad de este decisorio, se redactó desde la orden la primera defensa teológica de la infalibilidad papal en materia de fe y costumbres. Juan XXII, a su turno, condenó en una bula esa doctrina como “obra del diablo”, declaró que la propiedad privada existía desde antes de la Caída y que los apóstoles tenían posesiones. Grabois podría por aquí encontrar un camino para convertir su organización en columna de fraticelli, enfrente de un Macri al que se revistiera con los oropeles de un Orsini anatematizador.
Con estas breves anotaciones pretendo, desde el enfoque de un jurista, esto es, de alguien que reivindica la tradición más que bimilenaria del ius, intervenir en el alboroto desatado a partir de las expresiones pontificias, donde aturden políticos, comentaristas y jurisclastas de todo pelaje, para que, al menos, antes que las respuestas de confección puedan plantearse mejor las preguntas.
[1] ) En “El animal ladino y otros estudios políticos”, Alianza Universidad, Madrid, 1980, p. 103. El epígrafe se halla a la cabeza de “Breves Apuntes Críticos para un Futuro Programa Moderadamente Heterodoxo de Derecho Político y de su muy Azorante Enseñanza”. Fue un grande y original estudioso del Derecho Político, hoy desaparecido de los programas de estudio universitarios, y que el que el que escribe por largos años profesó.
por Luis Maria Bandieri