Entre 1928 y 1931 hubo dos elecciones presidenciales, una de legisladores nacionales y, para completar, un golpe de Estado. Dos figuras dominaban la escena política de entonces: el doctor Hipólito Yrigoyen y el general Agustín P. Justo. Apenas un paso atrás estaban el general José Félix Uriburu y el doctor Marcelo de Alvear. En esos cuatro intensos años concluyó el ciclo de la democracia radical y comenzó otro, dominado por las fuerzas conservadoras, que duró hasta 1943. ¿Cómo se produjo ese trascendente recambio? Para explicarlo, el Club del Progreso y la Universidad de San Andrés convocaron para el ciclo “Elecciones decisivas” a los historiadores María José Valdez y Luciano de Privitellio.
Valdez señaló una singularidad de la elección de 1928: fue masiva y contundente. En un verdadero plebiscito, concurrió el 80% del electorado y un 61% votó por Yrigoyen. En 1922, este había transferido canónicamente la banda presidencial a su amigo y discípulo Marcelo de Alvear, pero sus estilos políticos eran diferentes y pronto dividieron a los radicales. Los “antipersonalistas” rodearon a Alvear, mientras que los “personalistas” proclamaron “la vuelta de Yrigoyen” en 1928.
Ese posible retorno polarizó las fuerzas políticas. Los conservadores -partidos provinciales reacios a organizarse a escala nacional- constituyeron la Confederación de las Derechas. Los radicales antiyrigoyenistas formaron en 1924 la UCR Antipersonalista, un conjunto heterogéneo que reunía a los llamados “galeritas” con caudillos populares como el sanjuanino Cantoni o el mendocino Lencinas. Ambos grupos se unieron en 1927, tras la fórmula Melo-Gallo. Para frenar al viejo caudillo, usaron con libertad los recursos del poder presidencial, aunque en los momentos decisivos -cuando se propusieron intervenir la provincia de Buenos Aires, baluarte yrigoyenista- el presidente Alvear se opuso.
El poder del yrigoyenismo -que lograría repetir la hazaña de 1916 de ganar la presidencia desde la oposición- se basó en una organización electoral muy eficaz (la célebre “máquina) y en un ideal simple pero de enorme capacidad integradora: la “causa” nacional y regeneradora. A medida que se acercaba el comicio, “máquina” y “causa” funcionaron a pleno: ciudades y pueblos se poblaron de comités, mientras que por fuera del partido proliferaban las asociaciones civiles -étnicas, profesionales, intelectuales- que desde una posición independiente proclamaban su adhesión al caudillo.
Un líder carismático
Culminó por entonces la exaltación de la figura de Yrigoyen, algo que sigue siendo un enigma. Para sus seguidores, Yrigoyen era el apóstol, predicando la palabra divina, o el mesías, arrojando a los mercaderes del templo. Encarnó a la vez al pueblo y a la nación. De Privitellio -que anticipó la próxima publicación de un libro de Yrigoyen hasta ahora desconocido- señaló cómo el propio caudillo estaba profundamente convencido de poseer esa singularidad carismática, esa excepcionalidad que por entonces Max Weber señalaba como la característica de los nuevos liderazgos de masas.
En ese contexto, el contundente resultado de la elección de 1928 parecía materializar la idea de la unanimidad del pueblo, vencedor del “régimen oligárquico”.
El problema era que, según esa idea, para el 40% que había votado contra el “personalismo” no quedaba ningún lugar legítimo. El plebiscito -concluye Valdez- no resolvió el conflicto político sino que lo agravó, como se vio pronto.
Entre 1928 y 1931 la situación se invirtió. Yrigoyen fue depuesto y encarcelado en Martín García y el general Justo se instaló, legítimamente, en la casa de Gobierno. De Privitellio puntualizó las variadas peripecias del proceso. La primera sucedió en marzo de 1930, cuando en las elecciones legislativas Yrigoyen retrocedió en varios distritos, ganó por escaso margen en Buenos Aires y fue derrotado en la Capital Federal por los socialistas independientes, desprendidos del viejo partido Socialista. Por otra parte, el gobierno recurrió al fraude en San Juan y Mendoza, y probablemente en Córdoba, algo siempre negado por los radicales. Finalmente resultó que logró aumentar su representación parlamentaria. Los opositores abandonaron la esperanza de derrotarlo: en elecciones, Yrigoyen era imbatible. Surgió entonces la idea de la “revolución”, concretada el 6 de setiembre de 1930.
La posteridad ha visto en esa jornada el comienzo del pretorianismo militar. Sus contemporáneos, en cambio, lo asociaron con la tradición de revoluciones cívico militares, que se inició en 1890. En 1930 fueron muy pocos los militares que marcharon para derribar a Yrigoyen, pero a la vez, casi ninguno salió a defenderlo. En cambio, la parte civil se expresó en las calles con masividad y entusiasmo: todas las fuerzas políticas estaban presentes. En esta desigual participación se encuentra la explicación del destino final de este golpe.
El general Uriburu, nuevo presidente, y sus amigos nacionalistas, imaginaron una reforma de la ley Sáenz Peña, basada en alguna forma de representación estamental o corporativa, que fue rechazada por todas las fuerzas políticas.
En abril de 1931, en las elecciones que convocó en la provincia de Buenos Aires, sorpresivamente se impuso un radicalismo que parecía estar diezmado. Las elecciones fueron anuladas. Uriburu reconoció su fracaso y entregó al general Justo el manejo del gobierno y la preparación de su elección presidencial.
A Justo le sobraba el talento político del que Uriburu carecía. Para ganar las elecciones debía resolver dos problemas: construir una fuerza propia y anular al radicalismo, reunificado en torno de Marcelo de Alvear. Recibió el apoyo, por separado, de las fuerzas conservadoras, del radicalismo antipersonalista y de los socialistas independientes, fuertes en la Capital. Pero además, Justo promovió una gran cantidad de organizaciones proclamadas independientes, que expresaban a distintos sectores de la sociedad no enrolados en los partidos, con cuyo apoyo Justo pudo moverse con libertad. Fue una construcción política muy experta.
El manejo de los radicales fue una pequeña obra de arte. Actuando quizá como “agente provocador”, estimuló a los que intentaron una revolución cívico militar y luego mandó a prisión a muchos de sus dirigentes. Estimuló la candidatura de Marcelo de Alvear, dando pie a que la Justicia la vetara con un argumento poco convincente. De ese modo, enfureció a los radicales que, retomando una vieja bandera, proclamaron la abstención electoral. Frente a él solo quedó la Alianza Civil, de los demócratas progresistas y socialistas. La fórmula De la Torre-Repetto hizo una honrosa elección, pero nunca amenazó el triunfo del candidato oficial. Así, a fines de 1931 el general Justo ganó la presidencia sin recurrir al fraude, que sin embargo fue ampliamente utilizado desde 1935, cuando los radicales volvieron a la competencia electoral.
Las fuerzas conservadoras que lo apoyaban eran variadas. Junto con la “oligarquía vacuna” había populistas, como el gobernador Fresco, liberales progresistas y también un equipo de economistas, encabezado por Federico Pinedo, que realizó una formidable transformación del Estado. No eran ideas lo que les faltaba, sino votos, y sin ellos, la república imaginada por Justo resultaba imposible.
Por: Luis Alberto Romero
Comentarios por Carolina Lascano