Por Ángel Medina
PREÁMBULO
Hace algún tiempo, cuando todavía Hollywood rodaba súper-producciones fui invitado a asistir a una parte de la filmación de una cinta titulada “The Universal Trial”. Mi amigo el director y guionista era un hombre escéptico (había sido seminarista), confesándome que mantenía dudas acerca del final de la película.
Para la filmación había desechado los escenarios artificiales de los plató y decidido realizarla en el lugar que describe la Biblia: el mismísimo valle de Josafat (que significa Juicio de Dios), situado en una escarpada garganta excavada por furiosas aguas que recorrieron su lecho, dejando la huella en forma de depresión; lugar descrito por el Libro para ser congregada la humanidad el día de la Resolución Final. Estábamos, pues, en el desierto de Tego, conocido también por los hebreos como Êmêq Berâkah, cuya traducción equivale a “valle de las bendiciones”, asociado con la hondonada en la que el rey Josafat- del que toma su nombre- venció a la coalición de los reinos de Moab, Ammón y Edom.
Se rodaba la toma que introducía en el “día de Jehová”. Atrás, pues, quedaba el tiempo en el cual el hombre podía mezclar la fe y las obras. El ayuno y el arrepentimiento. La soberbia de pretender considerarse un mini dios y sojuzgar a los semejantes. La hýbris que Homero supo retratar espléndidamente en sus epopeyas, mostrando la autosuficiencia de la criatura al enfrentarse con las divinidades; como Oreste, en la fábula de Sartre, “Las moscas”, cuando gritó a Júpiter: “Apenas me has creado he dejado de pertenecerte”. Llegaba el momento de responder de los actos; el instante en el que la humanidad entera, rea de sí misma, tendría que mostrar lo que llevaba entre sus manos. Ya no sería posible la excusa ni la declaración de intenciones, porque el Ojo Profundo que todo lo conoce lo pondría al descubierto. Era el Día de la Ira.
Al instante comenzó a sonar como música de fondo la magistral interpretación de una enorme orquesta acompañando a una no menos enorme masa coral, ejecutando el “Dies Irae” del Réquiem verdiano.
INTRODUCCIÓN
El sonido atronador de una trompeta rompió la inanidad de los sepulcros, blancos por fuera y repletos de miseria por dentro, brotando al unísono la podredumbre de miríadas de criaturas, que antaño, centurias, millares de años antes fueron proyectos humanos, cuyo cometido era procurarse el fin para el que habían sido arrojados al mundo: ser hombres plenos según sus talentos, sin prescindir del reto.
(Al ver la ingente cantidad de extras vestidos con túnicas blancas y embadurnadas en cremas que extremaban su palidez cadavérica, constaté la magnitud del rodaje).
Allí han sido emplazados desde el primer mandatario hasta el último siervo, opresores y oprimidos, mujeres, hombres, ancianos y niños, listos y necios, amos y esclavos. Todos han de peregrinar a la definitiva morada en la que serán acogidos o reprobados por la eternidad, aguardándoles la novia o el verdugo que cada uno ha elegido en su tránsito como mortal. Se impone un silencio fúnebre, fantasmal, mortuorio.
Oscuridad total, que de repente filtra una claridad difuminada que va inundando el valle hasta convertirse en refulgente; luz que ciega para después atenuarse y permitir ser observada desde la temerosa retina de los convocados, aunque sin posibilidad de penetrar en su núcleo, disolviéndose toda mirada.
En aquel instante los serafines comienzan a tocar sus instrumentos de cuerda, cantando loas al Señor de los Ejércitos y al Cordero que le acompaña. Todos, sin excepción palidecen. El sumario va a comenzar.
EL JUICIO
Los convictos han sido previamente clasificados en grupos: genocidas, reyes, filósofos y poetas, desgraciados, ricos, profetas, pontífices, políticos, artistas, locos, pecadoras, sabios, asesinos, religiosos y ateos…
- ¡Pol Pot!- clama un querubín, con voz solemne, leyendo el primer nombre que aparece en su infinita lista.
Dando un paso adelante se distancia de sus semejantes y queda inmóvil ante el relator. Tiene poco más de los cincuenta años. Su mirada es impasible, como la del que está acostumbrado a matar sin mostrar odio en sus ojos.
- Se te acusa de ser uno de los peores genocidas de la historia moderna. Mandando los jemeres rojos de Camboya asesinaste entre 1975 y 1979 a más de la tercera parte de los ocho millones de habitantes de tu país, valiéndote de los métodos más sanguinarios: ejecuciones sumarias con bayonetas o a palos, sin que hubiesen cometido otro crimen que el de hacer demasiadas preguntas, interpretar música no comunista o mostrar una naturaleza decadente y burguesa. ¿Qué tienes que alegar en tu descargo?- concluyó el inculpador.
- Todos habláis con elogio de los sistemas democráticos- hizo uso de la palabra el encausado- y sin embargo, a su amparo unos pocos viven a costa del esfuerzo de la inmensa mayoría. Lo que yo hice fue tratar de traer a mi pueblo la utopía que había soñado: arrancarlo de las raíces que tiende el mundo occidental y desear establecer la agricultura como base de la distribución de la riqueza e igualdad.
A continuación fue requerido el siguiente encausado.
- Se te acusa de haber causado un crimen horrendo: millones de muertos claman desde sus tumbas, gaseados por ser judíos. ¿Qué puedes decir en tu defensa, Adolf Hitler?
- Es cierto que el costo humano fue muy alto; incluso para el pueblo alemán. Pero yo tenía la sacrosanta misión de imponer la supremacía de la raza aria para que el planeta se beneficiara de nuestra capacidad de trabajo. Incluso en los albores del siglo XXI tuvieron necesidad de Alemania para levantar la errática Europa. En cuanto al Holocausto, tan despreciable como escriben los ganadores de la Historia – nada dicen, sin embargo de la decisión de Truman de arrojar dos bombas atómicas sobre el Japón – lo que hice fue restituir el control sobre la economía que dominaban los judíos desde hacía siglos, extorsionando a reyes, políticos y particulares. Eran los grandes prestamistas desde tiempos inmemoriales. Yo me limité a ser la mano ejecutora para corregir su avaricia.
En la interminable fila de los encausados se encontraba un hombre de aspecto tosco, rostro ampuloso, mirada lacerante, pómulos marcados y grueso mostacho. Cuando fue requerido dio un paso al frente sin titubear.
- Jossif Vissariónovich, de sobrenombre Stalin, ex seminarista con vocación asesina, se te acusa de ser un revolucionario malvado, al que el mismo Lenin consideraba demasiado cruel y del que Jruschov acabó renegando. Se te achaca ser implacable con los que se oponían a ti, no dudando en matar incluso a tus propios compañeros revolucionarios como Zinoviev, Kámenev, Bujarin y Rikkov. Tu dictadura fue personal y despiadada, convirtiendo tu país en un inmenso Gulag en el que encerraste a tus enemigos. ¿Qué tienes que decir en tu defensa?
- Sería absurdo negar lo que hice, pero puedo responder el por qué lo hice.
- Habla, pues.
- La Rusia que recibí en herencia procedía del imperio zarista. Yo supe poner los cimientos a la realización de un proyecto económico comunista, encaminado a medir por igual rasero a todos, e incluso conseguí exportarlo a otros países, convirtiéndose el mío en respetado.
- Pero todo ello trajo a tus conciudadanos la opresión, la persecución, la privación de libertad e incluso la muerte.
- ¿Conoces ángel acusador algún progreso que no lleve consigo pérdidas de vidas? El vicio arraiga pronto entre los hombres y hay que conducirlos con mano de hierro; por eso me pusieron el sobrenombre de “Stalin”. Sin embargo, las deportaciones, las muertes y el terror consiguieron su objetivo: un crecimiento económico espectacular mediante los planes quinquenales, dando prioridad a la industrialización acelerada, basada en el desarrollo de los sectores energéticos y la industria pesada. Sacrifiqué parte de la población y a quienes se opusieron a mi misión liberadora, pero Rusia, como un todo para todos alcanzó su objetivo y se situó entre las primeras potencias del mundo. ¿Cuál ha sido, pues, mi falta?
Después de estos monstruosos personajes desfilaron ante el banquillo celeste muchos, muchísimos más, un número infinito: el Zar Iván IV, apodado el Terrible, cruel y despiadado, el cual, una vez concluida las obras de la iglesia de San Basilio quedó tan complacido que mandó cegar a los arquitectos para que no pudieran volver a proyectar nada igual. El mismo que arrasó la ciudad de Nóvgorod y arrojó a docenas de infantes a las heladas aguas del río Vóljov y también mató a bastonazos a su hijo y sucesor, forzó a muchas vírgenes y asesinó a los recién nacidos. Calígula (el que nombró Cónsul a su caballo Incitatus) y se entregó a la crueldad y a la depravación, llegando a lamentar que el pueblo romano no tuviera una sola cabeza para cercenarla de un tajo. Basilio II de Constantinopla, que privó de la vista a millares de prisioneros, dejando tuerto unos pocos para que sirviesen de lazarillos y retornasen a su país, mostrando así lo que esperaba a sus enemigos. El Sultán selyúcida Coubat I, que construyó 300 tiendas de campañas con los testículos de 30.000 enemigos capturados. Menopto, faraón de siglo III, que mandó cortar 13.000 penes a sus enemigos sirios. Pedro I el Grande, que al conocer la infidelidad de su amante la hizo decapitar, conservando su cabeza en un frasco de alcohol.
Mi amigo el Director introdujo en la cinta un rótulo en el cual se advertía que, no existiendo el tiempo como espacio en la postrera hora del Juicio, a pesar de ser infinita la lista de los congregados para ser sometidos al arbitrio del Juez Supremo, aparecía un listado en la filmación a modo de resumen con los más destacados.
Entre los absolutistas se encontraba el General Franco, dictador por la gracia de Dios, tal como él mismo había acuñado; Carrillo, apacentador durante la transición y comisario político durante la contienda; Fidel Castro, mantenedor y exportador del comunismo más rancio; Augusto Pinochet, hombre religioso pero de sable en mano; Mao Tse Tung, instaurador del culto a la personalidad y mano de hierro para millones de chinos; Mussolini, aliado oportunista del imperio del mal; Napoleón, ensoñador y megalómano que sometió Europa; Julio César, conquistador del orbe; Saddam Hussein, el gaseador del pueblo kurdo; Gadafi, asilador de terroristas; Atila, que no dejaba crecer la hierba por donde pasaba; Felipe II, simbiosis clerical y guerrera que consiguió que en España no se pusiera el sol, apoderándose de otros pueblos; Robespierre, amo del Terror que lo engulló a él mismo; el rumano Vlad III, empalador. Libertinas como Mesalina, la emperatriz ninfómana que acudía a prostituirse a las casas públicas de Roma; Agripina, la intrigante e incestuosa madre de Nerón, quemador de Roma. Papas, tales como el valenciano Alejandro VI, de la casa de los Borgia, que compró el papado pagando 15.000 ducados a cada cardenal o Juan XII, elegido Vicario a los 17 años y que enajenó gran parte del tesoro pontificio para poder atender sus deudas de juego, apoyándose en una pandilla de desalmados, convirtiendo el papado en un burdel.
(En efecto, sería imposible transcribir siquiera una gota del inmenso mar que constituían los hijos de la tierra, por lo que invito al lector a que incluya los que se le antoje)
Cuando el Arcángel finalizó su función acusadora, los miles de millones de enjuiciados temblaron al unísono. Fue tan espantoso y potente aquel lamento que llegó a los confines del cosmos vacío. Todos sin excepción percibían la gravedad de las culpas acumuladas. De un lado pesaba la ofensa finita al Dios infinito, convertida en incalculable; del otro la conmiseración. Pero, la bondad, aun siendo suprema está contrarrestada por la imparcialidad. ¿Cómo inclinar una sin detrimento de la otra?
Absortos en su estupefacción colectiva, escucharon el crepitar bajo sus pies del abismo del fuego que les aguardaba. ¿Había un solo justo, o al menos alguien que pudiera nivelar sus faltas con el adorno de la virtud, como se exigió para evitar la destrucción de Sodoma y Gomorra? Y mirándose las manos contemplaron con indecible pavor que estaban blancas como la cal, no por ser inmaculadas, sino por estar demasiado vacías de virtud y llenas de miseria.
Llegado hasta aquí, mi amigo me confesó que dudaba cómo concluir la producción. Era demasiado triste imaginar la suerte de toda la humanidad, condenada a la nada eterna, a no ser nunca jamás, tras haber atravesado este valle de lágrimas de la vida. Tras reflexionar, su rostro se iluminó y me dijo que había encontrado cómo “pintar el gallo”. Al día siguiente se reanudó la película.
EPÍLOGO
Leídos todos los cargos y alegatos de descarga de los mismos se avecinaba el momento culminante. En el interior de la luz cegadora podía contemplarse la figura desubicada de un Ser intangible, cuyos destellos eran una fuente con caños de rigor y compasión.
Las potestades angélicas recitaban con solemnidad: “¿Para qué viene el hombre al mundo?”
De entre el infinito fulgor brotó una voz cálida, acogedora y firme. El Padre de la Humanidad se aprestaba a hablar a sus hijos pródigos.
«Os concedí el don de la vida y la libertad para que pudierais elegir entre quedaros en polvo de estrella o trascenderos. Muchos os entregasteis a la ignorancia de vuestra suficiencia. El lastre que cada uno arrastra y por el que ha sido juzgado le inclina a perseverar en él mismo, pues la bestia hambrienta del mal embriaga al hombre con su apetencia»
Los coros celestiales entonaban al son de las cítaras: Dimitte nobis sicut et nos dimittimus debitoribus nostris. Es necesario perdonar como humanos para recibir el perdón divino.
« Ante mi presencia habéis comprendido la diferencia entre la ley y el amor. El pecado hiere más al amor que infringe la ley. Todos sois víctimas y verdugos y reos de vuestras culpas. Esta es mi sentencia: os condeno a amar para siempre, y para ello habréis antes de perdonaros mutuamente. Quien se niegue renunciará a Mí y ese será su infierno. Yo no lo condenaré, sino que se reprobará a sí mismo. El que lo haga, permanecerá.»
Algunos se alejaron cabizbajos atrapados en la decisión que les conducía al Orco. Los más se fundieron en un abrazo fraternal y fueron absorbidos por la Luz.
Yo, que no soy ni tibio ni caliente, no sabía del desenlace. Pero aquel epílogo me resultó genial. Según las Escrituras armonizaba la equidad y el rigor, que sin anular la ley, sin embargo la superaba con la compasión extrema. Confieso que no lo sé, pero de lo que sí estoy convencido es que mi amigo, para ser agnóstico demostraba talento.