Alguna vez fue una fábrica de oportunidades y de sueños. Pero la Argentina de hoy -aún con grandes reservas de vitalidad productiva y empuje ciudadano- se ha convertido en una fábrica de miedos. El miedo es una sensación dominante. Tenemos miedos que se sienten en el cuerpo: a ser asaltados en la calle o en nuestras casas, a sufrir cualquier forma de violencia urbana, y ahora -como ocurre en todo el mundo- a contagiarnos y enfermarnos. También se han acentuado los miedos a perder el empleo, a quedar sin cobertura social, a no poder pagar la cuota del colegio.
El miedo es una sensación dominante. Tenemos miedos que se sienten en el cuerpo: a ser asaltados en la calle o en nuestras casas, a sufrir cualquier forma de violencia urbana, y ahora -como ocurre en todo el mundo- a contagiarnos y enfermarnos. También se han acentuado los miedos a perder el empleo, a quedar sin cobertura social, a no poder pagar la cuota del colegio. Es el miedo a caer desde el último escalón de la clase media a una situación desconocida.
Pero en un país que parece apostar a una suerte de mediocridad administrada, hay un miedo muy sintomático: el miedo a crecer, a expandirse, a dar un salto de escala en cualquier actividad comercial o productiva. Es la consecuencia de un sistema que desalienta la inversión y castiga al que produce. Tener más empleados implica un aumento exponencial del riesgo y es visto casi como un salto al vacío. Pasar a una nueva categoría impositiva puede ser una trampa. Hasta un ascenso laboral puede ser inconveniente: por un corrimiento en la raya de Ganancias, un ascenso suele traducirse en una reducción salarial. Son paradojas de un sistema impositivo completamente distorsivo.
Muchos comerciantes o profesionales que podrían arriesgarse a explorar nuevas dimensiones de su actividad prefieren -en cambio- “quedarse en el molde”. Aumentar la plantilla de personal puede implicar un descalabro en la ecuación de costos, un nuevo encuadre sindical (con la incertidumbre que eso supone) y un cambio que los ubique en el arbitrario radar de ARBA o de la AFIP. En la Nación y en la provincia de Buenos Aires, los sistemas impositivos no recaudan, sino que “manotean”. Comerciantes y pequeños empresarios saben que por “ganancias presuntas” les pueden retener fortunas a cuenta, y que después gestionar reintegros o compensaciones es un calvario, además de implicar costos extras en honorarios de contadores. Tienen miedo, a su vez, a caer en la telaraña de la industria del juicio y, por supuesto, temen a los súbitos cambios en las reglas de juego que hacen que la planificación en la Argentina sea un juego de azar.
La inestabilidad crónica de nuestra economía también provoca miedo a endeudarse: el crédito resulta inaccesible y las fuentes de financiamiento están sometidas a bruscas oscilaciones. Es otra realidad que conspira contra los estímulos para crecer.
Los emprendedores también tienen miedo a fracasar, porque en la Argentina el fracaso de un proyecto es penalizado con una madeja de inhibiciones que desalienta al más arriesgado. Una quiebra o un concurso de acreedores suelen convertirse en una lápida que impide volver a empezar. El ciclo de aprendizaje está muy condicionado por una legislación aplastante y una exasperante burocracia regulatoria.
Muchos ciudadanos le tienen miedo a un Estado que, además de ineficiente, es arbitrario y omnipresente. ¿Qué sensación le queda a alguien que escucha decir a uno de los más encumbrados senadores del oficialismo que “en pandemia no hay derechos”? Más que miedo, provoca pánico. Lo mismo ocurre con la corrupción: los proyectos de expansión exigen nuevas habilitaciones, permisos e inspecciones. El riesgo de la extorsión y la coima, en un sistema que ha naturalizado el atajo, también provoca temor.
Es difícil, por supuesto, hacer un ranking de los miedos más peligrosos para una sociedad. Aquellos que tienen que ver con la libertad y con la vida son, por supuesto, los más angustiantes. Pero el miedo a crecer tal vez sea uno de los más paralizantes. Es el que encierra al país en un laberinto de achicamiento y frustración. Es, además, un miedo contagioso, que debilita energías creadoras y adormece la iniciativa, que se transmite de generación en generación y que le impone al sistema productivo un techo cada vez más bajo. Como todos los miedos, tiene un profundo impacto psicológico. Y el temor a arriesgar y a expandirse se refleja en una sociedad que pierde impulso y se repliega en una espiral de conformismo. Cuando unos tienen miedo a expandirse y a crecer, otros lo pagan con pobreza y desempleo. El achicamiento del sector privado tiene, como contracara, la expansión del Estado. Se rompe así un equilibrio que también achata márgenes de autonomía y de libertad: un perfecto círculo vicioso.
Crecer siempre implica riesgos, por supuesto. El problema es que en la Argentina ese riesgo se convierte en temerario. Se ha consolidado un sistema que no le ofrece, al que se anima, una red de contención y que, al revés, actúa como una plomada que lo empuja hacia abajo. No lo estimula, sino todo lo contrario. Ni siquiera le abre una perspectiva de reconocimiento social. En la Argentina, crecer parece algo sospechoso, como si descontáramos que detrás del éxito siempre hay una trampa. Se disparan adjetivos y descalificaciones contra aquellos que innovan, producen y desafían sus propios límites: “siniestro”, le dijo Grabois a Mercado Libre. ¿Ha lamentado la Argentina el éxodo del fundador de la empresa más exitosa del país? La mudanza de Galperin a Uruguay es, quizá, una clara metáfora del modelo argentino: el que crece se tiene que ir. ¿Se puede concebir un mensaje más desalentador para pequeños y medianos empresarios o para emprendedores de cualquier rubro?
Al campo argentino, que a pesar de todo ha dado un gran salto tecnológico, ha multiplicado su producción de manera asombrosa y ha sido pionero en la aplicación de nuevas técnicas, se lo mira con una mezcla de prejuicios e incomprensión. Los hacedores, los que invierten y arriesgan su capital, los que se juegan y dan trabajo, no figuran en el cuadro de honor de la Argentina. Sienten que, al revés, se los estigmatiza y se los mira con desconfianza.
Esos sectores también conviven con los miedos de un país que se ha tornado imprevisible. Sienten el aliento del Estado en la nuca, temen las usurpaciones, los ataques a silobolsas, los cambios abruptos en las reglas de comercialización. Escuchan desde el poder que exportar alimentos “es una maldición”. Asisten a la “justicia popular” de Grabois, que tomó un campo por mano propia. A eso se suman medidas como la que suspendió, hace algunas semanas, la exportación de maíz. Son hechos que tienen secuelas económicas, por supuesto, pero también psicológicas: provocan incertidumbre, impotencia, desconcierto.
La bajada de línea en la Argentina parece clara: crecer puede ser más peligroso que quedarte donde estás; te puede hacer más vulnerable. Achicarte, incluso, puede ser mejor y hasta más razonable. Los que eluden esa consigna pueden terminar convertidos en el blanco móvil de un estatismo voraz.
Hay síntomas, sin embargo, de una Argentina que no se rinde, que tiene empuje y vitalidad, que lucha contra molinos de viento y que, a pesar de todo, apuesta una y otra vez. Si a esa Argentina se la valorara como merece y se le sacara la soga del cuello, las perspectivas serían muy alentadoras. Un país que invita a crecer es un país que propone progreso en lugar de pobreza, y libertad en lugar de clientelismo. Se trata de empezar a desmontar miedos que, lamentablemente, están muy justificados. Las sociedades que han sabido levantarse (aun después de la devastación y la guerra) lo hicieron con esperanza y no con miedo. Construir esa esperanza es el gran desafío de una Argentina que hoy vive acosada por la incertidumbre y el temor.
por Luciano Román
La Nación, 2 de Febrero 2021