BOLONIA.- Apocalipsis y redención: este es el clima; el mundo se desmorona, se acerca el día del juicio; urgen expiación y resurrección, penitencia y purificación. Se trata de gritar la catástrofe, de señalar a la “aberrante” civilización occidental; un réquiem indignado a la democracia representativa. ¿Todo esto tiene sentido? Es difícil razonar entre el estruendo de los tambores, el bombo que baten los medios, los gritos mesiánicos; distinguir las alarmas sensatas de las irrazonables, los ladridos de las picaduras: cuando la atmósfera se vuelve tan tóxica todo se reduce a dos extremos, dos polos, como quieren los redentores. Pero la vida y la historia son más complicadas que esto, y caer en la trampa maniquea no es sabio ni útil: los historiadores deberíamos servir para eso; para poner las cosas en perspectiva.

Vistos a la luz de la historia, los vientos milenaristas no son nuevos en absoluto; son recurrentes y más o menos siempre iguales. Para quienes la vivieron o la estudiaron, la “bomba demográfica” causó en su momento reacciones histéricas: ¡el mundo tenía sus días contados! La escena se repitió con el agotamiento de los recursos naturales: la civilización se está acabando. ¿Y la democracia representativa? Dada por muerta innumerables veces, ha sido combatida de mil maneras.

En retrospectiva, sabemos que fueron alarmas exageradas; no hubo apocalipsis. Gracias a la mayor prosperidad, el crecimiento de la población va estabilizándose: muchos países perderán habitantes. Gracias al progreso de la ciencia y a las revoluciones agrícolas -a las mejoras que los catastrofistas siempre olvidan considerar- los recursos son más abundantes. En cuanto a la democracia, ¿qué decir de ella? Es cierto que pasa por un mal momento y necesita reformas; pero si miramos la historia, su difusión, flexibilidad y adaptabilidad son sorprendentes.

¿Significa que el cambio climático, la desigualdad social, la crisis de la democracia, todos los síntomas del malestar de nuestra época son infundados? Claro que no: son reales, serios y peligrosos. Pero deben ser analizados y abordados con racionalidad; todo lo contrario del enfoque milenario en boga: la corrección de errores, la perspectiva reformista, la confianza en el conocimiento, las buenas instituciones han permitido superar las crisis del pasado; son las que servirán para ganar en estas también, son el mejor legado de la Ilustración, nacida en Occidente pero cada vez más generalizada. Por otro lado, el milenarismo es una reacción emocional que no solo no ofrece respuestas, sino que inhibe las que serían necesarias, alejando las soluciones: tanto el milenarismo xenófobo y autoritario como el moralista y pobrista.

No serán las cruzadas contra el capitalismo, la democracia liberal, la razón y Occidente lo que nos va a permitir superar los desafíos de nuestros tiempos, como tampoco permitieron superar los desafíos del pasado. No se hallará la respuesta cerrándose dentro de las fronteras ni soñando con Arcadias que nunca existieron. Por la obvia razón de que todos tienen derecho a progresar y mejorar las condiciones de vida, y que el “progreso” ensucia, la tecnología genera desigualdades y la fuga de la pobreza no tiene éxito para todos al mismo tiempo; ni en el mundo capitalista y en el mundo no capitalista.

Para enmendar las distorsiones, para ampliar las oportunidades, necesitamos un enfoque pragmático y racional, no apocalíptico y emocional; más ciencia, no más fe; tenemos que aplicar mejor las herramientas que hemos aplicado hasta ahora y crear nuevas, no tirarlas por la borda como si fueran chatarra

A fuerza de repetir que el mundo nunca ha sido más inseguro y belicoso, injusto e infeliz, cínico y peligroso, la percepción se impone. Pero eso es falso; descaradamente falso. No lo digo yo, lo dicen los datos: por desagradable que sea o que nos pueda parecer, el mundo creado en solo doscientos cincuenta años por la revolución de la Ilustración es, con mucho, el más próspero, saludable, educado, pacífico e interesante que haya existido; y la tendencia es a mejorar, aunque no le hagamos caso a ese dato. Y a mejorar no para el 0,1% de la población, sino para la mayoría de la humanidad, cosa que en cualquier época del pasado habría resultado impensable: es bien sabido por quienes, entre un capítulo y otro de Thomas Picketty, estudiaron a Angus Deaton o Steven Pinker.

No es triunfalismo ni consuelo, eso sería absurdo: hay demasiada hambre e injusticia, pobreza y enfermedad; pero la verdad es que nunca antes había habido una cuota tan baja de “descartados”. Hay que corregir y ajustar el curso pero ¡ay de abandonarlo!

La realidad, a diferencia de los relatos apocalípticos, goza de poca popularidad. Siempre ha sido así. ¿Cómo se explica ese fenómeno? Las razones de esta “distorsión cognitiva” son diferentes: los psicólogos las han estudiado. A mí me preocupa especialmente otra: la persistencia, en nuestra cultura, del pensamiento “historicista”, de la idea de que la historia tenga una finalidad: ya sea el plan de Dios o las “leyes” evolutivas. Es una idea de origen religioso, precientífico, heredada por algunos sistemas filosóficos, el marxismo en primer lugar: la historia como redención, como salvación. Esta visión providencialista no evalúa el mundo tal como es, no aprende de los errores para mejorarlo: lo juzga por cómo supone que debería ser y, por lo tanto, lo condena; denuncia el apocalipsis para reclamar la redención. Nadie lo explicó mejor que Karl Popper, quien dedicó páginas admirables a la “miseria del historicismo”.

Sin embargo, la historia tal como es resulta mucho más reveladora que la historia tal como debería ser. Nos dice que no todos tienen la misma razón para evocar el apocalipsis; que muchos de los que ladran a la luna harían bien en mirarse en el espejo: si en una época el 30% de los chilenos eran pobres contra apenas el 10% de los argentinos, y ahora las cifras están invertidas; si Italia viene detrás de todos en innovación y crecimiento en la Unión Europea; si durante décadas Venezuela acogió a millones los migrantes que hoy expulsa a países que fueron mucho más pobres que ella; si Vietnam, al que Cuba enseñó a producir café, se ha convertido en un importante exportador de ese producto, mientras que La Habana lo importa y raciona; si desde que la isla introdujo la propiedad privada y la economía de mercado ha reducido la pobreza que los cubanos sufren en masa; si a algunos les fue bien y a otros les fue mal, ¿por qué invocar como causa de todos los males a los grandes sistemas, la crisis de Occidente o la alicaída democracia?

Será suficiente tener el coraje de reconocer los errores y corregirlos; y la paciencia para esperar que las correcciones den fruto. Si pensáramos fríamente entre los vapores de la ira, nos parecería evidente.

 

Por Loris Zanatta

Ensayista y profesor de Historia en la Universidad de Bolonia

FUENTE:  La Nación, 4 de septiembre de 2019