La anarquía no siempre es producto de la debilidad o la incompetencia del poder, sino que a veces está a su servicio. En estos últimos tiempos, la inacción o la positiva complicidad de funcionarios públicos en diversos episodios violentos (como los perpetrados por el grupo subversivo RAM) ponen en evidencia el propósito de desarticular la convivencia civil para expandir a sus expensas el ámbito de la propia discrecionalidad. Pero esta especie de anarquía “administrada” puede manifestarse también de otros modos, no menos peligrosos por sus profundas y persistentes secuelas culturales, como la erosión deliberada y sistemática del principio de autoridad, sobre todo en las familias y en los colegios.
Esto no debería sorprender. Una sociedad civil fuerte, sólidamente organizada a través de familias y asociaciones intermedias, es el límite más eficaz frente al desborde del poder del Estado. La tentación autoritaria incluye, en consecuencia, el proyecto de colonizarlas, imponiéndoles una lógica ajena a su propia naturaleza. En nombre de una mal entendida democracia, se procura uniformarlas y fragmentarlas convirtiéndolas en una colección de voluntades dispersas.
Un ejemplo claro de esta tendencia es la toma de colegios, recrudecida recientemente en unos catorce establecimientos educativos de la Capital Federal, pero que constituye desde hace años un fenómeno endémico y recurrente, cuyas raíces profundas es necesario sacar a la luz. La causa real no son las viandas o las prácticas laborales, cuestiones que podrían resolverse por otros caminos. Para los estudiantes que participan en esos actos de fuerza, se trata de la pura adrenalina de desafiar las normas. Para los adultos que los incitan o los aplauden, es un modo de introducirlos, de una manera prematura y equivocada, en la arena política.
La idea de concebir el colegio como una pequeña democracia es, para comenzar, un profundo error conceptual, una imitación caricaturesca de la realidad, porque no se trata de comunidades políticas, sino de instituciones educativas. Los centros de estudiantes no son parlamentos ni asambleas, no están investidos de la representación que se atribuyen, no poseen otras reglas de procedimiento que la voluntad arbitraria de sus cabecillas. Las acciones que deciden iniciar o prolongar no son “medidas de fuerza” –es decir, el ejercicio de un derecho−, sino simples actos de prepotencia (cuando no de vandalismo) impuestos a toda la comunidad educativa. A su vez, las medidas adoptadas por las autoridades competentes no son una forma de “criminalizar la protesta social”, sino de poner límite a graves actos de indisciplina, que deberían ser ejemplarmente sancionados.
Esto no significa negar a los alumnos la posibilidad de expresarse: sus reclamos legítimos pueden ser presentados a las autoridades del colegio. En caso de no ser escuchados, quedan abiertas para sus representantes legales las vías administrativas y judiciales pertinentes. Nada puede ser más perjudicial para el futuro de estos jóvenes como ciudadanos que el menosprecio de la vía institucional. Los padres, maestros y autoridades escolares que los respaldan están abdicando lisa y llanamente de su propia responsabilidad, y lo hacen a un alto costo futuro. ¿Qué pasará cuando estos padres deban poner límites a sus hijos adolescentes que ellos mismos alentaron a la desobediencia, o cuando estos maestros quieran llamar al orden en sus aulas, o cuando estos directivos pretendan implementar sus propias decisiones, no necesariamente “populares” entre los educandos?
A pesar de todo, estas conductas, más cercanas a los impulsos básicos que a la vida civilizada, han sido saludadas con entusiasmo por ciertos sectores políticos y sus medios afines. Los mismos parten de la premisa de que “todo es política” para interpretar cualquier relación social, indistintamente, en términos de poder, dominio y sujeción, aun tratándose de un vínculo tan especial y fundante como el de los padres con sus hijos o el de los maestros con sus alumnos. Así, se procura inculcar a los niños desde muy temprano una idea exacerbada de su propia autonomía, un desprecio por cualquier autoridad que no se doblegue a sus caprichos, una pretensión de libertad sin raíces, un yo construido ex-nihilo, sin historia, sin tradiciones, sin reglas ni instituciones, sin referencias éticas, sin otro criterio que la propia voluntad. Pero, paradójicamente, este sujeto anárquico es un ser desarraigado, débil y fácil de manipular. El súbdito perfecto de los autoritarismos de cualquier signo.
por Gustavo Irrazábal*
*Pbro. Miembro del Consejo Consultivo Instituto Acton