Hace unos días, el ex presidente de Uruguay José Mujica, dijo: “La Argentina tiene una enfermedad muy grave, que es el odio”. Este diagnóstico de Mujica me llevó a buscar entre mis papeles este texto la “Ley del odio en la historia argentina”. Lo escribí hace doce años. Lo reproduzco aquí.
Pocas leyes como ésta pueden acreditar tanta firme continuidad a lo largo de nuestra historia. Contradiciendo la arraigada tendencia a despreciar la ley, es difícil encontrar otra que pueda acreditar tan alto y extendido acatamiento. La ley que mencionamos, no fue sancionada jamás por ningún parlamento, tampoco promulgada por presidente alguno.
Cuando comenzó a regir, la Argentina no tenía un Poder Legislativo republicano para debatirla. Tampoco un Poder Ejecutivo reconocido para promulgarla. En el futuro, esos dos poderes, por sí mismos, no tendrían capacidad para derogarla. Pese a su vasto alcance, el texto de esta ley nunca fue escrito: carece de órgano de aplicación y no tiene padres conocidos.
Esa antigua norma es la Ley del odio o de las discordias internas. Bajo su imperio transcurrió gran parte del primer siglo de la Argentina independiente. En 1910, matizando el clima de euforia del Centenario, Joaquín V. González se atrevió a enunciarla, colocándola como un pasivo, al que calificó como “hidra feroz”.
Esa “hidra feroz”, “inspira la ferocidad y el odio de las conciencias más rectas, y asimilándose a la propia sangre, preside, asiste y satura todos los movimientos de la vida, en la guerra, en la paz, en las luchas civiles, en las tentativas orgánicas, en los graves conflictos exteriores”.
Sus raíces son profundas: se hunden en los violentos tiempos de la conquista, con sus querellas en la sociedad y administración coloniales. También son lejanas: fueron quizás la más pesada carga del equipaje de ambiciosos conquistadores españoles, poseídos por un desmesurado “furor de mando”.
Es en ese último e íntimo recinto donde nace y crece esa hidra feroz que se empeñó en fracturar la Argentina en dos, retrasando un siglo la organización institucional, el crecimiento económico, educativo y cultural del país.
Funesta enfermedad
González comprendió que ese “rasgo morboso” del odio y esa “funesta enfermedad” de la discordia interna y de los recurrentes enconos recíprocos, no eran patrimonio exclusivo del pasado argentino, sino que constituían uno de los rasgos más marcados de América latina. Advirtió, exagerando, que “acaso en ninguno de sus pueblos echó raíces más hondas que en el pueblo argentino”.
Para imponer esa Ley y encontrar una definición homogénea de identidad, era necesario quebrar la Argentina en dos, dibujarla como damero en blanco y negro.
Una se adjudicó la condición de “nacional”. A otra, contrapuesta y antagónica, se le atribuyó lo “antinacional”. La construcción del país no debía ser fruto de la convivencia, sino de un hostigamiento que recién terminaría cuando se destruyera de una de esas dos Argentinas.
En el siglo XIX, esa Ley regió de modo inflexible la vida política del país. A comienzos del siglo XX, algunos realimentaban su vigencia en una Argentina en acelerado proceso de cambio, orgullosa de los avances logrados en las tres décadas anteriores, confiada en ensanchar su horizonte de sus expectativas.
González utilizó la palabra “ley” para reforzar su argumento, pues ella estaba aún investida del prestigio que la dotaron las ciencias. Concepto que usaron algunos historiadores empeñados en hacer inteligible el pasado sancionando “leyes históricas” inexorables y a gusto de sus ideologías.
Al bosquejar y arremeter contra esa tendencia, González no perdió de vista que ese mal nos excedía, traspasaba límites geográficos y el escenario histórico latinoamericano. No olvidó que aquella semilla del odio, y el tirano como uno de sus frutos, eran “tan antiguos como la humanidad misma” que, entre nosotros y bajo distintas máscaras, reaparecía una y otra vez.
Esa pretensión era excesiva. González lo sabía y, por eso, atenuó el énfasis de ese término reemplazándolo por otros menos ambiciosos como “constantes, tendencias, principios regulares o rasgos dominantes o condicionantes”, extraídos de la fragmentaria colección de acontecimientos e ideas de escritores de la época.
Herencia realimentada y agravada
Con ese mismo ánimo, González prefirió despojar a su trabajo del tono de certeza, atribuyéndole a esa “Ley” carácter de hipótesis, e incluyendo a su esfuerzo dentro del género de ensayo crítico, de comprensión e interpretación antes que de historia juzgadora, aunque sí con pretensiones catequizadoras.
Escrito cuando su autor tenía 47 años, a pedido del diario “La Nación” y publicado el 25 de mayo de 1910, su libro “El juicio del siglo” se presentó como síntesis reflexiva y “desapasionada”, e inventario crítico de los primeros cien años de la Argentina independiente.
No se trataba de incurrir en prejuicios ni en “la vanidad regresiva” de los nacionalismos extremos. Tampoco de alimentar la “vanagloria pueril”, ni de “entonar un canto a la grandeza ni a la gloria militar”.
No se proponía ocultar los errores, defectos y fallas en que había incurrido la sociedad argentina durante aquel turbulento primer período. Su interés era elevar un monumento distinto: el que se asentara “sobre la verdad y la ciencia”.
Esa Ley era una herencia y una recreación. Los conquistadores españoles la trasladaron a América en sus baúles. “Las “dos Argentinas” irreconciliables habrían sido retoño de “las dos Españas”, hechura de la Inquisición, cuya larga sombra se proyectó a la España de las primeras décadas del siglo XX culminando en 1936 en la Guerra Civil.
En un chiste de Mingote, dos españoles discuten a los gritos sin escucharse mutuamente; de la boca de cada uno sale la misma exclamación: “¿Dos Españas? Sólo hay una: ¡la mía!”.
Hoguera de odios no extinguidos
Esa ceguera intelectual, que no fue capaz de reconocer el valor de los otros, degeneró en envidia. Luego, transformada en odio, impregnó el campo político, envenenó las relaciones personales y desembocó en guerra civil. Años después, un historiador español resumirá ese drama de recíprocas negaciones: “Media España se ha pasado dos siglos barriendo la huella de los pasos de la otra media”.
En “Meditaciones del Quijote”, Ortega y Gasset ensayó una explicación: “Yo sospecho que, merced a causas desconocidas, la morada íntima de los españoles fue tomada tiempo hace por el odio, que permanece allí artillado, moviendo guerra al mundo. Ahora bien: el odio es un afecto que conduce a la aniquilación de los valores. Cuando odiamos algo, ponemos entre ello y nuestra intimidad un fiero resorte de acero que impide la fusión, siquiera transitoria, de la cosa con nuestro espíritu”.
En tiempo más corto, los argentinos del siglo XIX siguieron ese mismo derrotero. En 1810, cuando todavía el país era un embrión y antes de que ningún poder pudiera adjudicarse tal condición y ninguna facción pudiera hacer pie, la Ley de la discordia entró en el escenario con trágico final de Liniers y de Cornelio Saavedra, “cuya memoria fue flagelada sin piedad”.
El final de ambos, “mató en germen los dos términos vivientes de la ecuación política argentina, destinados a compenetrarse y a consolidarse para constituir el gobierno estable del futuro, y postergó por medio siglo de retardos, regresiones y desvíos, la hora tan anhelada de la organización nacional”, afirmó Joaquín V. González.
Rivadavia marchó al exilio y murió en el olvido y el destierro. San Martín se alejó de Buenos Aires “con infames e irreparables imputaciones”. El fusilamiento de Dorrego consumó un “crimen funesto para la Nación”, ahondando “en más profundos surcos el encono y el odio recíproco de las facciones”. En nuestro pasado, “los primeros muros se humedecieron con la sangre fraterna”. Ese hilo de sangre comenzó a atravesarla.
Un lastre que abruma
El cortejo fúnebre se completó con Francisco Ramírez cuya cabeza fue “resguardada con sal y envuelta en un cuero de oveja”; con Urquiza víctima de los “viejos odios locales no extinguidos”; con el Chacho Peñaloza, asesinato “cruel e inútil” de “un hombre rendido e indefenso”, y con el crimen de Benavides, Virasoro y Aberastain, tres gobernadores sanjuaninos “alevosamente sacrificados” de la mano del Caín criollo.
En nuestro pasado pesa la sombra del “traidor”, del disidente. Muchos documentos de época están saturados de esa infamante palabra la que, dice González, los dictadores arrojan sobre el rostro de sus adversarios por el solo delito de desconocer “su imperio personal (…) pues el carácter más genuino de la tiranía es la confusión entre la persona moral del Estado con la particular y privada del hombre que ha usurpado y reunido en una sola mano todos sus poderes”.
Esa “Ley de la discordia” fue una preocupación constante de González. Al repasar la historia argentina “la tara ancestral del odio se me apareció en su terrible desnudez y violencia”, escribió. Comprendió que esa “Ley” no puede ser derogada por un mero acto de voluntarismo o de autoridad. Su derogación es social. Más aún, es personal: comienza en el corazón de las personas.
Sólo se podrá hacerlo teniendo conciencia de sus efectos letales y a través de un riguroso aprendizaje del respeto mutuo, de la tolerancia, del diálogo, de la convivencia en paz, de admitir las opiniones diferentes.
Tal vez sea éste el más efectivo modo de derogar esa “Ley de la discordia”, que revalidó crudamente su vigencia atizada por fanatizadas minorías que alimentaron el espiral de la violencia los trágicos años de 1970.
La búsqueda y aproximación a la verdad, la historia no sectaria ni sesgada, el arrepentimiento y el imperio de la justicia deben ser condiciones que permitan derogar y archivar definitivamente de esa “Ley del odio”, pesado lastre que abruma el pasado y también ensombrece el presente de la Argentina.-
por Gregorio A. Caro Figueroa
Comentarios por Carolina Lascano