El palacio de la memoria. Hipótesis sobre la simbología de la ornamentación en la residencia del general Urquiza de Héctor Ciocchini, Graciela Blanco y Laura De Carli, Buenos Aires, EUDEBA, 2011, p. 414.
La arquitecta L. De Carli explica que durante años peregrinó por el imponente palacio que Urquiza hizo construir en Entre Ríos, en medio del monte, a unos treinta kilómetros de Concepción del Uruguay, que el general habitó durante años hasta ser allí mismo asesinado. Empero, su visión cambió sustancialmente cuando acompañó a H. Ciocchini quien, al ver el friso del entablamento que adorna la fachada del Palacio San José, preguntó si se había hecho algún estudio de esa ornamentación. Intuía que las imágenes de sus metopas, con temas aparentemente desordenados e inconexos, debían constituir un discurso susceptible de ser leído como un jeroglífico, tal como sucede con antiguos templos y tal como en la Antigüedad, Medievo y Renacimiento lo concibieron las llamadas “Artes de la Memoria”, una suerte de libro de imágenes, cuya función es recordar. De ese modo R. Fludd, un filósofo hermético, subraya que en estos frisos las imágenes tienen como objetivo “transmitir su filosofía visualmente o en jeroglíficos” (p. 264).
Así comenzó el proceso de develamiento del significado de este programa iconográfico y, con él, la interpretación de ese imponente edificio junto con sus jardines y demás adyacencias como la expresión arquitectónica de una intención político-ideológica. El Palacio San José, microcosmos de un macrocosmos, creado “para simbolizar y reflejar la construcción de otra obra: el Estado Argentino” (p. 196), proyectado a partir de las ideas de equilibrio, armonía y concordia. El Palacio, en consecuencia, debe ser “leído” como un mensaje a la posteridad.
Para ese cometido Urquiza y sus colaboradores habrían recurrido al lenguaje de la plástica valiéndose de símbolos de diversa procedencia, muchos de ellos de origen masónico. A la tarea originaria se sumó la psicóloga G. Blanco quien, desde su especialidad, acercó la simbología jungiana y un joven profesor en Historia, A. Pierotti, que indagó exhaustivamente los vínculos de Urquiza con la Masonería, ratificados en el epistolario de B. Victorica, yerno de Urquiza. A. Lappas sostiene que las enseñanzas masónicas tuvieron en el general un papel relevante desde su incorporación a la Logia Jorge Washington de Concepción del Uruguay, en 1847, orientada en favor de los movimientos independentistas americanos, lo que implicó un replanteamiento de sus ideas políticas y el proyecto de construir el Palacio como Templo de la Memoria. Lappas explica que es forzoso entender la Masonería como “un tipo de religión ética universal, útil a la permanencia y al equilibrio del Estado”, (p.122). de ahí se infiere que la relación de Urquiza con la simbología masónica habría sido mucho más que una cuestión coyuntural.
Ciocchini, recordado profesor en las Universidades de Buenos Aires y de la Nacional del Sur, interesado principalmente en problemas del Renacimiento, con el beneficio de la beca Fritz Saxl investigó en el Instituto de Historia del Arte de la Universidad de Londres, el famoso Warburg Institute. En ese sitio de privilegio incursionó en cuestiones de heráldica y emblemas bajo la dirección de Frances Yates. Así, se ocupó de la mnemotecnia o arte de la memoria que, a partir del poeta Simónides de Ceos, de Cicerón y de Quintiliano, se articuló sobre la base de loci ‘lugares’ o imagines ‘imágenes’. Siglos más tarde los neoplatónicos Marsilio Ficino y Pico della Mirandola relacionaron esta técnica con ideas cabalísticas y herméticas y luego G. Camillo, en el renacimiento véneto, sustituyó los loci clásicos por aportes procedentes de la simbología de astros y planetas con lo que propuso una imaginería astral de la memoria. Para ello ideó un teatro -“el Teatro de Camillo”- en el que, fundándose en principios pitagóricos, relacionó la memoria con la armonía cósmica”. Su labor fue importante al extremo de influir en el arquitecto Palladio a la hora de proyectar el Teatro Olímpico de Vicenza. Entre otras obras clave ligadas a la historia de la mnemotecnia merecen citarse el Congestorio de Romberch y la Plutosofia de Gesualdo. Y es en esos autores en quienes se apoya Ciocchini para interpretar tanto el friso, cuanto el Palacio San José en su conjunto.
Se trata de una importante obra construida entre 1849 y 1857 a partir del proyecto originario presumiblemente del arquitecto Renom, ampliado luego por Dellepiane -conocido entonces por haber realizado los planos del Colegio de Concepción del Uruguay, fundado por Urquiza en 1849-; a esas labores se sumó la de Fossati quien se ocupó de la capilla y templo oratorio. Se presume, en su planimetría, la influencia del caserón, lamentablemente hoy derruido, que Rosas tenía en Palermo y que Urquiza ocupó durante un tiempo luego de la batalla de Caseros.
En la fachada principal del Palacio, “compuesta por dos torres miradores unidas por un pórticos de arcadas y columnas toscanas” (p. 47), se despliega un friso clásico cuya ornamentación, críptica y misteriosa, inquietó a Ciocchini. No sabemos quién lo ejecutó. Está compuesto de 54 metopas y sus correspondientes triglifos que operan como separadores; las metopas, decoradas de manera variada, repiten ocho figuras. Son ellas una nave con su timón, un casco de guerra, una espada, un yelmo con una cabeza de perro, un escudo con flor de lis, una coraza o pectoral, una lira tetracorde y un blasón con un cetro que termina en una flor de lis y, detrás de él, una espada y una alabarda (las seis primeras son cuadradas; las dos últimas, de mayor tamaño, enmarcadas en un rectángulo de factura áurea).
De entrada Ciocchini advirtió que las seis primeras imágenes procedían de las láminas del tratado de Vignola (Estudio de los cinco Órdenes de Arquitectura), obra clásica del S. XVI; faltaba explicar el origen y simbología de las dos restantes. Lo logró mediante una serie de conjeturas sobre interpretaciones iconográfica e iconológica con base en la doctrina pitagórica, lectura que el estudioso enriqueció con la ayuda de símbolos herméticos extraídos de la Hypnerotomaquia de Polifilo de F. Colonna (1467), una suerte de novela iniciática que expresa el itinerario que debe recorrer el peregrino para alcanzar la purificación, obra cuya imaginería C. Péladan vincula con el simbolismo masónico. Desde esa lectura -señalan los autores- el Palacio, concebido como templo, se impone como una suerte de “laboratorio alquímico” (p. 302) tendente a la iluminación por la razón.
Para su exégesis Ciocchini, apoyándose en trabajos de Alciato y del jesuita A. Kircher, entiende que la lira tetracorde representa la unión armoniosa, en tanto que la otra imagen se proyecta como símbolo del pensamiento elevado. Las dos metopas que contienen la lira, dada la estratégica ubicación en el friso, parecen coronar “el principio y el fin de la gesta urquicista” (p. 287); sus cuatro cuerdas sugieren el orden del mundo según lo concibe la tetractýs o número cuaternario de los pitagóricos.
A través de la exégesis de símbolos, y fundado en la metáfora platónica de la nave del Estado cuyo piloto o kybernétes es el político, Ciocchini propone, para esa lectura del friso lo siguiente: “Guiada la nave del Estado en la borrasca y por el designio divino. Y ante las luchas fratricidas, ha asumido por la fuerza el timón de la nave victoriosa. Imponiendo su cetro y su custodia por la fuerza de las armas, con su liberalidad. Y así la nave del Estado, conducida con sabiduría, puede cantar la paz y la concordia” (p. 69), con lo que el friso revela el ideario urquicista de un anhelo de concordia y armonía luego de las guerras fratricidas que enlutaron la Confederación.
No sólo el friso responde a un programa político, sino toda la construcción edilicia, al igual que adornos y jardines; así determinada ubicación de cuatro estatuas de personajes clave -Napoleón, H. Cortés, J. César, Alejandro- o el caso de las referidas a las cuatro regiones del orbe terrestre que se imponen como un microcosmos del mundo. Del mismo modo, jardines, fuentes, pajareras y otros elementos decorativos dan cuenta de una disposición no caprichosa, sino sabiamente estudiada. Sus emplazamientos determinan los loci o imagines parlantes que configuran la arquitectura simbólica del palacio cuya impronta masónica en su imaginería Ciocchini interpreta como una muestra de la ética del Estado. Si entendemos este vasto proyecto edilicio como discurso, se advierte en el conjunto una sólida unidad orientada a un fin determinado: la puesta en escena del proceso de construcción de un estado sobre la base de la armonía y la concordia que, en esos años turbulentos de la Confederación, se despliega de manera paralela a una serie de acciones y pactos que, tras la caída de Rosas en Caseros (3 de febrero de 1852), culmina en la Constitución de 1853. Un cuadro de Blanes -“Alegoría argentina”- que en época de Urquiza adornaba el Palacio, mediante sus símbolos da muestra de la etapa constitucional que se inicia tras la derrota del rosismo.
Aunque el Palacio está enmarcado en formas clásicas, su imaginería exalta las virtudes republicanas; para su decoración Urquiza recurrió a artistas de valía -Page, Pallière, Cataldi, Blanes (éste, en tanto su pintor oficial, se instaló en el Palacio) o, entre otros, el escultor Salvador Ximénez-, éste último, en cuya casa de Montevideo se había alojado el Papa Pío IX, vinculó al general con la Santa Sede y logró la autorización para que en ese macro-proyecto urquicista el arquitecto Dellepiani erigiera una capilla. Un hecho curioso es que ese Pontífice obsequió a Urquiza un anillo con las imágenes de un escudo, un yelmo, una coraza y armas cruzadas, figuras que, llamativamente, están en el friso del palacio.
En esta suerte de ars memorativa el Palacio se impone como un “discurso” programático que, partiendo del caos, logra la instauración de un cosmos ‘armonía’.Así, pues, este suntuoso edificio, sede de reuniones de las más destacadas personalidades de la época (su momento de gloria fue cuando hospedó a Sarmiento siendo presidente) se proyecta como un centro desde donde se gestó una nueva era cuyo punto de partida está signado por la Constitución Nacional.
Hugo Francisco Bauzá