Carlos Penelas
Buenos Aires, abril de 2018
No nos es fácil. No es fácil vivir en un mundo donde todo se desconoce, donde todo se derrumba, donde la ignorancia y la pobreza espiritual crece sin límites. Uno vive un universo en el cual el asombro llega a límites insospechados. La imbecilidad, la grosería nos convierten en una herramienta de la sobre consumición. Han invadido los rincones del exilio y de los sueños. La abyección parece condenarnos. La abyección, la estupidez, la intolerancia, la victimización individual y colectiva. Y la demencia cotidiana, la demencia familiar, la tecnología electrónica en mentes superficiales y frívolas. Quedan islas, pequeños islotes. Nos volvemos insensiblemente idiotas alentados por una industria cultural sin escrúpulos. Para simplificar: la tontería fue ungida para tolerar guerras, violencias, crímenes, injusticias y enajenación.
He vuelto a releer cuentos del creador del realismo mágico. Me refiero, amigo lector, a Arturo Uslar Pietri. Y también releí Godos, insurgentes y visionarios. Difiero de su posición en torno a Sarmiento y a su mirada sobre ciertos caudillos. Pero eso no interesa, en el fondo su pensamiento es siempre lúcido, inteligente, de una fineza intelectual impecable. “Mueran los blancos, los ricos y los que saben leer” enarbolaba José Tomás Boves, conocido como El León de los Llanos y también como La Bestia a Caballo. Nada es novedoso en estas tierras cargadas de brutalidad, resentimiento, masas amorfas y populismo sin fin. Nada es novedoso en la demencia o el extravío.
Un poeta, es archisabido, no adquiere su condición de tal sólo por un libro o por una línea. Su obra moviliza impresiones, nostalgias, desprendimientos, amores inseguros. Es portador de estados de ánimos, de sensaciones, de nostalgias. Refleja lo que descubre y lo que intuye. Alejado de los falsos pudores su vocación está en la soledad, en la madurez de la voz, en la ambigüedad de lo cotidiano.
Los pocos amigos conocen algunos aspectos de mi vida. Los contados lectores, que con valor y voluntad recrean mis palabras, ignoran aspectos cotidianos. Tal vez sea saludable. De todas formas quiero decirles que soy un hombre que divaga como un adolescente sin saber en realidad de aquello que hablan, con el ceño fruncido, los hombres importantes. Soy, si se quiere, un libertario aristocrático. Tengo hábitos austeros, carezco de deudas, me arreglo con lo indispensable. No sé manejar, por lo tanto no tengo automóvil. Tampoco tengo celular ni Facebook. Y me defino agnóstico. Afortunadamente soy un desconocido para los señores de la cultura. (Mis padres me enseñaron a ser tenaz, a ser solidario, a ejercer la moral cotidiana. Y que el dinero es secundario. Sólo los afectos y la conducta importan).
Siempre que puedo digo no. Al poder, a la confabulación, a los casamientos, a los cumpleaños, a la necedad. El hombre se descubre cuando se mide con el obstáculo, me confesó un mediodía Saint-Exupéry. Por eso releo desde mi adolescencia a Pirandello, Thoreau, Ionesco, Montale, Quevedo, Twain, por citar unos pocos. De ellos hablé en los programas que tuve en Radio Nacional, por la década del ’80. Y de uno de los novelistas que me maravillaron a los veinte años: Giuseppe Tomasi de Lampedusa.
El Antichton o la anti tierra es un lugar místico de cuya existencia Pitágoras nos dejó un testimonio. Antichton es un país al revés, definitivamente negado e imposible para los seres humanos. Allí, como en las canciones de María Elena Walsh, existe el mundo del revés. La nieve cae hacia arriba, los árboles crecen hacia abajo, el sol luce negro, los habitantes son gente de dieciséis dedos que entran en trance bailando… Se decía que ellos no podían venir hacia nosotros ni nosotros hacia ellos. Era lógico, desde el absurdo. Más tarde, todo el medioevo habló de “el otro lado del globo”. Para los griegos -recordemos- el hemisferio sur estaba deshabitado y era inhabitable.
Ulises, en busca de la montaña del Purgatorio sabía que se encontraba en el corazón, en el centro de Antichton. De donde nadie regresaba. Dante y Virgilio, en la Divina comedia encuentran a Ulises ardiendo en el octavo círculo del Infierno por haber intentado llegar a la montaña prohibida. ¿Fue como un alma muerta? No. Era un ser viviente sediento de conocimientos. Pero Ulises -hay que saberlo- fue afortunado, pues arrancó la Rama de Oro -que es el pasaporte para regresar al país de los vivientes- y rompe con la profecía de Tiresias, el profeta ciego, que señaló que el héroe no hallará la dicha en su palacio de Ítaca y que la Muerte le llegará del mar.
Les dije a mis hijos en reiteradas oportunidades que fecharé un poema como un forastero en la tierra natal, en Espenuca. Minucioso y adusto recorreré acantilados. Y el mar, los senderos secretos de la luna. Sé que sentiré el tiempo con una alegría enorme, una conmoción exagerada, que abre el alma y el silencio. Sacralizando la poesía, abandonando la pompa verbal de los cenáculos literarios, las poses afectadas de los señoritos atildados. Iré, como una inesperada iluminación, articulando sueños y diálogos interiores.
Tramas íntimas, una lectura crédula de la imaginación. La lectura es reunir secretas afinidades, voces circunstanciales que no se resignan al olvido. Una forma de intentar plasmar fábula y belleza.
Otro día seguramente escribiré sobre Maruja Mallo, sobre su mundo, sobre los dos murales que en esta tierra destruyeron con la brutalidad de la ignorancia y del supuesto progreso. Mientras tanto pensemos en Calímaco, en Hipatia, en Jonathan Swift. Y en los estereotipos y prejuicios de cada época.