Por Alejandro Katz
La lista de reproches que es posible hacer a la larga década kirchnerista es extensa y variada, y en ella encuentran su lugar buena parte de las patologías del poder. Entre ellos, quiero evocar dos, con los que tienen un marcado aire de familia hechos del tiempo presente.
En primer lugar, la malversación que el kirchnerismo hizo de algunos conceptos que, para muchos, eran portadores de valores intensamente apreciados: derechos, justicia, inclusión, equidad, derechos humanos. Palabras todas a las que llevará tiempo restituir un sentido pleno, que no evoque las peores prácticas ocultas detrás de declaraciones de bellas intenciones.
El otro reproche es también debido a una malversación: la de la oportunidad, extraordinaria, que, como resultado de las condiciones creadas por la crisis de principio de siglo y el incremento del precio de las commodities, hubiera permitido al gobierno comenzar a revertir el largo ciclo de deterioro social y económico de nuestro país.
Los episodios que tuvieron por protagonista a un ministro del actual gobierno habían puesto una vez más en riesgo un léxico que, como aquel, también nos resulta importante y que no querríamos ver vulnerado como lo fue el otro. Un léxico que incluye palabras como república, virtud cívica, justicia, honestidad, transparencia. Y, ahora como entonces, está también en juego otra oportunidad no menos extraordinaria, esta vez la de iniciar un proceso de reparación institucional que la sociedad -o gran parte de ella- exige y cuyos costos está dispuesta en esta ocasión a tolerar como respuesta a los excesos de los años previos.
El decreto presidencial de ayer, que limita el nepotismo en la administración, es un buen paso en el sentido de reponer el valor de algunas de las palabras cuyo sentido importa y debe por tanto ser preservado.
Sin embargo, no es suficiente para borrar el aire de familia entre aquellas prácticas del gobierno anterior y las del actual. Estas no son resultado del azar, sino de una cultura política compartida a la que yo llamaría “la cultura política del adversativo”, cuya frase clásica -“roba pero hace”- se modula en infinidad de variantes siempre con la misma estructura. En ellas, la aceptación de que una conducta es inadecuada o directamente ilegal (ser corrupto, evadir impuestos, emplear en negro) es inmediatamente relativizada por una sentencia posterior (“pero es buena persona”, “pero es eficiente”, “pero genera empleo”). Habitualmente, la primera afirmación es objetiva y la segunda, subjetiva, o, en todo caso, la primera es la más fuerte y la segunda, la más débil: si una práctica ilegal es algo que podría ser demostrado, el carácter de “buena persona”, tantas veces invocado en estos días, no es más que una declaración subjetiva, difícilmente comprobable. El derecho de utilizar frases adversativas de este tipo, por lo demás, es exclusivo de quien ejerce el poder: solo el poderoso tiene la potestad de absolver por el incumplimiento de una norma o de una ley argumentando una supuesta virtud del infractor; para los demás ciudadanos tal posibilidad no existe.
La anomia argentina, la escasa voluntad de nuestra sociedad por cumplir con la ley, que Carlos Nino describió con precisión y crudeza hace más de 35 años, no hace más que exacerbarse cuando la ciudadanía escucha que desde el poder se relativiza la conducta anómica con argumentos pobres, que solo pueden tener un efecto en la realidad porque son pronunciados por quien tiene el poder de sancionar o disculpar, pero no la razón para persuadir. Pero, además de dar legitimidad a la anomia, esta práctica refuerza la tribalización de la sociedad, alineando en veredas opuestas a quienes son parte del grupo del poder y aceptan las explicaciones, y a quienes son parte de la oposición y las rechazan.
Muchas veces la exculpación se sostiene en un argumento estratégico según el cual la sanción de la conducta indebida no resulta conveniente porque con ella se beneficia a un antagonista o porque se balancea el daño producido con la utilidad de las prestaciones que provee el mismo agente que lo produjo. Así, no se exige la renuncia de un ministro que viola a la vez la ley y los valores porque ello sería “hacerles el juego” a “los corruptos” con los que aquel debe negociar o porque “es muy eficiente en su tarea”. La subordinación del razonamiento moral y del imperio de la ley a la estrategia política contribuye a destruir lo que es común y necesario para todos a cambio de favorecer lo que es útil para algunos. La cultura política democrática, que exige que todos los ciudadanos sean libres e iguales y que la sociedad sea un sistema justo de cooperación, es sustituida por la defensa de los intereses de un grupo cuyos miembros dejan de ser iguales a los otros, y pasan a gozar de derechos que no comparten con el resto de los ciudadanos.
Así, la acción de gobierno pierde legitimidad, ya que su fundamento democrático radica en que todos confían en que también los demás se subordinen al imperio de un conjunto definido de leyes y de reglas, cuya vigencia no puede en ningún caso ser relativizada mediante la introducción de una sentencia adversativa gracias a la cual los poderosos establecen las razones por las que algunos quedan exculpados en caso de incumplimiento. En términos de John Rawls, los ciudadanos implicados en las actividades políticas tienen un deber civil que los obliga a justificar sus decisiones solamente a partir de valores y normas públicos, objetivos y compartidos. En cuanto los gobernantes introducen el adversativo en la argumentación comienzan a recorrer el camino que hace que la función pública deje de tener por fin el servicio del bien común y se convierta, contra todo propósito inicial, en un fin en sí mismo, porque los únicos “valores públicos” a los que es posible recurrir para justificar una decisión deben estar relacionados con aquellas exigencias de la cultura política democrática, es decir, con la libertad y la igualdad de todos los ciudadanos y con la imparcialidad de los términos de la cooperación social.
Pero cambiar la sociedad exige cambiar radicalmente esa cultura política. La clase dirigente debe comprender que, si las desigualdades de nuestro país resultan moralmente insoportables, económicamente insostenibles y políticamente aberrantes, el mantenimiento de privilegios por parte del poder -económico, político- lesiona profundamente la idea misma de comunidad, la posibilidad, ya precaria y sumamente lastimada, de construir un espacio público de calidad en el que los ciudadanos puedan encontrarse unos con otros, intercambiar sus opiniones y debatir sus diferencias, en la búsqueda de soluciones colectivas a los problemas comunes. Y ese espacio público no hará más que seguir deteriorándose si en él los argumentos de quienes ejercen el poder siguen fundándose sobre los adversativos. Ese uso del lenguaje refuerza aquellos privilegios, cancela la deliberación pública y alinea a la sociedad en posiciones confrontativas, además de estimular la propensión a la indiferencia respecto de la ley. La cultura política del adversativo es, en definitiva, contraria a la cultura política democrática a la que aspiramos y que nos merecemos.
Fuente: https://www.lanacion.com.ar/2104814-el-riesgo-de-malversar-los-valores-republicanos