La muerte de Sócrates (o, en otro lenguaje, su asesinato político) ocurrida en la primavera del 399 a. C. es una herida que aún hoy sangra. Lejos de ser un hecho aislado circunscrito a Atenas, cuyo accionar político estaba en progresiva decadencia, da pautas acerca de cómo cuando las sociedades se apartan de la justicia, comienza -o se consolida- un deterioro de proyecciones impensadas. Cuando se carece de justicia sucede aquello que, con inquietante preocupación, el poeta austríaco Hugo von Hofmannsthal expresa en versos tan lúcidos como preocupantes: “La muerte, el sueño, la vida / sin rumbo la barca deriva”).
En el caso de Atenas, la capital del Ática, tal situación la llevó a la Guerra del Peloponeso (431-404) contra Esparta, 27 años crudelísimos que conocemos bien gracias a Tucídides, con resultados nefastos para la pólis democrática y con el progresivo avance del militarismo y totalitarismo de estado. En tal sentido, tras la invasión de Esparta, el paso siguiente fue el avance de Macedonia con Filipo II y, más tarde, la consolidación del imperialismo con su hijo Alejandro III, apodado Magno que, curiosamente, había sido educado por Aristóteles. El apartarse de la justicia significó que la forma más preciada de gobierno -la democracia-, de la que Atenas dio sólidas pruebas, se derrumbó no sólo en la Hélade sino que entró en un cono de sombra que duró casi dos milenios[1]. Fue valiosa conquista del mundo moderno recuperar esta delicada forma de gobierno por lo que hay que ser consciente de que la democracia no es un ktêma ès aeí, ‘una adquisición para siempre’, como dice Tucídides (I, 22), sino algo que se sostiene día a día con el esfuerzo mancomunado de todos los estamentos de la sociedad ya que su vida, como la de cualquiera de nosotros, seres humanos, pende de un hilo y en cualquier momento puede cortarse y dejar el barco del estado y, con él a todos nosotros dentro, a la deriva.
La democracia es un bien incuestionable que es preciso defender en toda circunstancia para evitar caer en la anarquía o en formas de gobierno totalitarias de las que la Historia, especialmente en el siglo XX, ha dado numerosos ejemplos, ¿para qué repetirlos?, son harto conocidos. Y para defenderla es preciso apuntalar la Justicia que es su arma más poderosa pero también, paradójicamente, más delicada. La justicia es la que permite mantener en equilibrio el orden del estado.
Tras este introito, quiero pasar a la muerte de Sócrates cuya herida, como he dicho, aún hoy sangra. Sócrates (470-399) fue un personaje histórico que vivió siempre en Atenas, casado con Xantipa y padre de tres hijos. Maestro indiscutido para los atenienses y, en especial, para toda una pléyade de discípulos; el hombre más sabio según reveló el oráculo délfico a través de una de sus pitonisas. Sus seguidores lo reverenciaron casi con sacralidad, especialmente Platón quien, en varios de sus Diálogos, nos transmitió su pensamiento ya que Sócrates, al igual que otros grandes reformadores espirituales -pienso en Pitágoras[2], Buda o Cristo- deliberadamente no escribió nada; en nuestro medio Borges, remitiéndose a una vieja leyenda evocada en el Fedro platónico, reflexiona con lucidez sobre ese hecho curioso que prioriza la oralidad por sobre la escritura[3]. También sus contemporáneos Jenofonte (cf. Memorabilia donde elogia al filósofo de modo admirable) y Aristófanes (quien, burlescamente, lo caricaturiza en Las nubes como el peor de los sofistas, proporcionando, quizá de modo involuntario, falsos motivos a los acusadores) completan su estampa inmortal. Destaco que fundamentalmente es Platón quien lo catapultó a la historia en una suerte de tetralogía de crecientes intensidad y dramatismo (Eutifrón, Apología, Critón y Fedón), cuatro piezas célebres en las que refiere los momentos previos a la muerte de su amado maestro.
En el 399 a. C. Ánito, Meleto y Licón, tres ciudadanos atenienses -el primero representante de los artesanos y políticos; el segundo, de los poetas y el tercero, de los oradores- presentaron la acusación formal contra Sócrates. Lo hicieron en la voz de Meleto, aunque parece que el artífice intelectual fue Ánito (D. Laercio, Vitae, II, 38). Reforzando esa acusación un tal Polícrates hizo circular un panfleto con otras falaces incriminaciones contra el filósofo denunciado que, al no creer en los dioses de la ciudad, despreciaba la democracia, y así abogaba por la tiranía. La síntesis de la acusación nos la transmite Platón en su Apología (24b-c) donde dice: “Sócrates comete el delito de corromper a los jóvenes y de no creer en los dioses en los que cree la ciudad, sino en otros nuevos asuntos divinos”. A ese texto lo reiteran Jenofonte (Mem. I, 1) y, más tarde, en Roma, el historiador Diógenes Laercio (Vitae, II, 40).
Debido a esa incriminación Sócrates fue citado a la Helíea –Heliaía[4]–, Tribunal Supremo de Atenas, de naturaleza popular y de menor rango que el famoso Areópago[5] (es un error reiterado referir que el filósofo fue juzgado en el Areópago). Se decidía por simple mayoría y el fallo de este tribunal era inapelable. Lo juzgaron 501 heliastas -ciudadanos mayores de 30 años- nombrados por sorteo (su número variaba, en época de Sócrates contaba con unos 500 miembros). Luego de escuchar las incriminaciones y la defensa del inculpado, falló con 280 votos en contra y 221 a favor, cifra relativamente pareja. La acusación de asébeia, ‘impiedad’, con la que se lo incriminaba, para los atenienses no era una cuestión privada ya que, al no creer en los dioses de la ciudad, afectaba los fundamentos de la pólis y, en consecuencia, atentaba contra la democracia que era su bien más preciado. Tal acusación no era veraz ya que Sócrates no decía no creer en los dioses de la ciudad, cuyos mandatos siempre había respetado fielmente, sino que percibía en su interior algo así como una voz divina y daimónica (kaivà daimónia) que lo guiaba en todos y cada uno de sus actos (Critón, 31 c-d), hoy diríamos que sería algo así como la voz de su conciencia que lo orientaba a la epiméleia psychês, al ‘cuidado del alma’. Pero, con malicia, sus detractores tergiversaban el parecer diciendo que, al pretender imponer nuevos dioses, dañaba los fundamentos del estado, lo que, reitero, era falaz. Sócrates actuaba en consonancia con la voz interior que lo llevaba a comportarse acorde con ética insobornable y sin dejar, jamás, de cumplir con los rituales religiosos y acatando las obligaciones militares que, como ciudadano, siempre supo respetar. Pero sucede que la asébeia, ‘impiedad’, por la que se lo juzgaba, era entendida entonces como delito pues, más allá del orden de lo privado, trascendía a lo público. Tal delito tenía como castigo un exilio prolongado o bien la condena a muerte; así había sucedido, por ejemplo, con el famoso filósofo Anaxágoras, que fue desterrado, y cuyas enseñanzas iluminaron a Sócrates. Pero sucede que cuando se llevó a cabo el juicio contra este la pena contra la asébeia había sido amnistiada en el 403 a. C., es decir, cuatro años antes del juicio. Por tanto se advierte que, a todas luces, la condena que se le aplicó fue producto de una acusación política ocurrida en un momento crítico en el juego entre democracia y tiranía, y en la que estuvieron en danza asuntos personales y, ciertamente, el influjo de los sofistas.
Aprisionan al filósofo. No pueden llevar a cabo la sentencia capital pues esa fecha coincide con un momento -diríamos- sacro, en que no pueden llevarse a cabo ejecuciones hasta que desde la isla de Delos no retorne la nave que había partido a causa de un mítico homenaje a Apolo, episodio clave en la historia de Grecia. Por ende, Sócrates vive unos días más. En prisión es visitado por su esposa, pero como esta, muy emocionada, se altera y prorrumpe en gritos, el filósofo pide la retiren pues, en ese momento, desea reine la paz. De modo casi constante acuden sus discípulos y uno de ellos, Critón, el último en estar con él, le dice que como la sentencia es injusta, sus seguidores le proponen huir y que le tienen preparada la fuga. El maestro se indigna pues sostiene que siempre ha estado conforme a derecho, que nunca se ha apartado de las leyes que rigen la conducta de los ciudadanos y que, en un momento sublime como ese, no puede ni debe obrar de manera indigna. Que la clave de la existencia humana es la ética, fundamento básico de la persona. E, inesperadamente pondera al ujier, al que groseramente algunos traducen como el verdugo y al que V. Juliá[6], con pulcritud y pulido estilo, denomina el “maestro de ceremonia”. Este no es otro que un servidor público que lo atiende durante el encierro. Y Sócrates refiere que este hombre, al que se dirige con diminutivos afectivos, seguramente en contra de su voluntad cumple su misión de manera honrosa pues no hace otra cosa que acatar las leyes del estado, sin cuestionar o no su validez. Y lo alaba contraponiendo su proceder con el de sus seguidores. Así, sin cuestionar el parecer del tribunal, aunque abiertamente injusto, se entrega con serenidad -hasta me atrevería a decir con beneplácito-, porque su actuar ha sido siempre conforme a la ley, y no ve razón alguna por cambiarlo, máxime en un momento supremo como es el del adiós. Acepta en consecuencia con respeto la pócima fatal -es decir, la cicuta- que le proporciona “el maestro de ceremonia”, y despaciosamente la bebe. Admirables su temple y valor. Platón, que a diferencia de otros discípulos no pudo estar en ese instante crítico porque estaba enfermo, lo narra en un diálogo memorable –Critón o el deber del ciudadano-. En él exalta de su maestro su proceder ético y un respeto -diría sacrosanto- por la Justicia (conste que escribo este término con mayúscula). Sublime la frase con que Platón clausura la Apología (42a): “Pero ya es hora de ir, yo a morir, ustedes a vivir. Quién de nosotros marcha hacia un destino mejor es oscuro para todos, salvo para el dios”[7] (yo añado: que guía los pasos del ilustre pensador).
por Hugo Bauzá
Diciembre 2021
[1] Omito considerar el caso de la República en Roma que se extendió desde el 509 a. C., en que se derrumbó la monarquía, hasta la caída de la República con el asesinato de J. César en las idus de marzo del 44 a.C.
[2] Los así llamados Versos de oro, supuestamente atribuidos al maestro de Samos, difícilmente sean de él; la lección pitagórica es no dejar nada por escrito. Ad hoc cf. el parecer del eminente filósofo austríaco Theodor Gomperz, Griechische Denker, I, 3.
[3] “Del culto de los libros”, en Otras Inquisiciones, Buenos Aires, Emecé, 1952, pp. 713-714.
[4] Su nombre se vincula a Helios, el Sol, ya que sus sesiones se hacían al aire libre, en ocasiones bajo el sol.
[5] Exaltado por Esquilo en la última pieza de su Orestía.
[6] “Ceremonia con llanto. (Platón, Fedón, 116 c-d)”, en El imaginario en el mito clásico, VIII Jornada organizada por el “Centro de Estudios del Imaginario”, (Hugo Bauzá, coordinador), Buenos Aires, ANCBA, 2008, pp. 77-82.
[7] En consonancia con ese parecer es el final del Critón, en que frente al angustioso silencio del discípulo, Sócrates le dice: “Vamos, entonces, Critón, actuemos de tal modo, por cuando así nos lo indica el dios”, es decir, Apolo.