Homilía de monseñor Héctor Aguer, arzobispo de La Plata, en la solemne acción de gracias por el aniversario patrio (Iglesia catedral, 25 de mayo de 2016)
El 30 de mayo de 1810, la Junta de Gobierno recientemente elegida participó en la catedral de Buenos Aires del solemne tedéum de acción de gracias oficiado por el canónigo Diego Estanislao de Zabaleta. Tedéum, así como suena, como un sustantivo común, se llama el cántico latino que comienza precisamente con las palabras Te Deum, “A ti, oh Dios”, y que la Iglesia usa tradicionalmente para expresar su gratitud al Dios Uno y Trino, Padre, Hijo y Espíritu Santo, por la recepción de algún beneficio. Desde entonces las alabanzas y súplicas que contiene este himno ambrosiano –porque se solía atribuirlo a San Ambrosio- resonó regularmente en nuestras fiestas patrias. Zabaleta, en aquella oportunidad, exhortó a las nuevas autoridades a desempeñar sabiamente las funciones que habían asumido a causa de la vacancia en el trono y de la confusión que dominaba en la metrópoli. En realidad, al asumir el poder esta Primera Junta –que era la Segunda- se aplicaba el derecho hispánico tradicional y su inspiración municipalista. Como sabemos, el accidentado desarrollo posterior de los acontecimientos llevó a la declaración de la independencia: la asonada porteña que hoy recordamos adquirió su pleno sentido y su justificación en el Congreso de Tucumán, seis años después.
Nuestra celebración ha comenzado con la escucha de la Palabra de Dios. Me permito un breve comentario de las lecturas que han sido proclamadas. El Apóstol Pablo escribe (1Tim. 6,19) –declino el verbo en presente porque lo que dice es actualísimo- que la religiosidad verdadera es una ganancia si va acompañada del desinterés; en el texto griego original figura autárkeia: autarquía, en el sentido de contentarse uno con lo que tiene. Todo el pasaje es una diatriba contra los ambiciosos; la concupiscencia del tener, la codicia, lleva a desatinos funestos, a la perdición. San Pablo identifica el amor al dinero, a la riqueza (filargyría) como la raíz de todos los males; esta sentencia se verifica en cada persona, que será llamada a juicio ahora o después: el juicio de los hombres quizá llegue tarde y suavemente, o nunca, pero el juicio de Dios llegará ciertamente y según verdad, como corresponde. En continuidad con la enseñanza de Jesús en el Evangelio, el Apóstol de las naciones exhorta a todos a no poner la confianza en la inseguridad de las riquezas (¡ojalá, finalmente, a Seguro lo lleven preso!), sino en Dios. No falta gente –lo sabemos- para la cual las riquezas reemplazan a Dios; el cristianismo, en cambio, exhorta a los ricos de este mundo a dar con generosidad, a compartir, a enriquecerse en buenas obras. Esta exhortación va dirigida a los miembros de las comunidades cristianas conducidas por Timoteo, discípulo del Apóstol, pero valen más allá de las fronteras de la Iglesia, y pueden ser objeto de una proyección social y política; en ella se refleja un auténtico humanismo y el sentido pleno de la vida, esto es: el tesoro viene después y es la Vida verdadera (con mayúscula). En el imperio romano existía la corrupción; puesto que era inmenso quizá no se notaba tanto como en la Argentina de los últimos años, donde esa vergüenza finalmente inocultable contrasta con la pobreza multiplicada y extendida de tantos compatriotas. ¡Qué sencillo, qué bello es el mandato del Apóstol: Contentémonos con el alimento y el abrigo! Necesitamos un país rico para que no haya gente hundida en la miseria, para que no haya pobres, o para que haya los menos posible.
El salmo que siguió a la primera lectura es uno de los más notables entre los tehilim o alabanzas del canon hebreo de la Biblia. Parece compuesto en un tiempo de incertidumbre como el nuestro: la reconstrucción del pueblo, apenas regresado del exilio en Babilonia, avanzaba muy lentamente, tanto que no era todavía perceptible. Los fieles invocan entonces la misericordia de su Dios, quien les responde con un mensaje profético en el que les promete el don plenario de la paz, shalom. Los nombres divinos se manifiestan personificados: Gloria, Kabod es el Nombre divino por excelencia, pero también el Amor, la Verdad y la Justicia, la Paz. Jesús dirá a sus discípulos en la última cena: les dejo la paz, les doy mi paz, pero no como la da el mundo (Jn.14,27). Aspiramos a esa paz, la suplicamos hoy los argentinos en este Año Jubilar de la Misericordia, conscientes de que no la merecemos: si lográramos bajar nuestro copete, aventar nuestros humos, la conseguiríamos con toda certeza, porque el Señor está siempre dispuesto a concederla.
El pasaje del Evangelio que se ha proclamado nos presentó la parábola de los talentos (Mt. 25,14-30). El talento era una moneda greco-romana, pero en sentido figurado el nombre –como es sabido- significa inteligencia, capacidad. La enseñanza de Jesús no fue una exhortación moralizante, como podría parecer. El exégeta luterano Joachim Jeremias hizo notar que la parábola tiene en vista la próxima venida del Señor, del Cristo glorioso; es una parábola “de crisis”, pensada y dicha para sacudir a un pueblo ciego y a sus jefes, un intento de persuadirlos acerca de la seriedad de la hora. Sin forzar el texto evangélico podemos aplicarlo a la actual situación argentina y aun a toda la historia nacional por referencia a lo que hemos recibido de Dios: la vastedad del territorio, la fecundidad de la tierra y la variedad de los climas, como también las épocas de bonanza que no han faltado en nuestro devenir como nación; la Providencia supo tratarnos con una paciencia infinita. Algunos de los aquí presentes -los más viejos- podemos permitirnos con nostalgia añorar tiempos mejores de la sociedad argentina; reconozcamos asimismo que en la actualidad, a pesar de la multitud de nuestras desgracias, hay gente capaz de pensar con lucidez, de trabajar generosamente, de sufrir y esperar sin desaliento con miras al bien común, de aguardar un futuro deseable y por tanto objeto de esperanza. La esperanza no puede identificarse con el optimismo, que es su banalización, una engañifa que armamos nosotros mismos para liberarnos, mediante ese artificio, de nuestra responsabilidad que en tiempos excepcionales se torna dura, pesadísima, exigente. La esperanza nos permite también superar el pesimismo, esa especie de realismo exagerado, paralizante, con el cual solemos cubrir nuestra pereza, nuestra falta de compromiso o nuestra incapacidad. Para un creyente sobre todo, la esperanza consiste en confiar en Dios y a la vez disponerse a obrar con humildad, con inteligencia, con nobleza de alma, con amor.
Me hago eco ahora de las inquietudes de muchos platenses, bonaerenses y argentinos respecto de tres cuestiones que, quizá con diverso grado de urgencia, se refieren estructuralmente al futuro de la Nación, de una nación próspera en la que se pueda vivir en justicia y en paz.
Ante todo, la educación. He oído que se promete una “revolución educativa”. Yo no usaría un sustantivo tan solemne, o tan temible. Cada una de las reformas que se han sucedido quiso, pretendió, ser una revolución. Un diagnóstico desapasionado permite advertir el estado actual de las cosas. No exagero si digo que es muy común que los chicos egresen de la escuela primaria sin saber leer y escribir correctamente. Me refiero a la escuela de gestión estatal, ámbito en el que yo fui alumno en épocas en que desde este presente devastado lucen como gloriosas, también en el ciclo secundario. Los edificios semidestruídos o con graves daños, la falta de los elementos necesarios para el desarrollo óptimo de las actividades escolares, la preparación inadecuada de muchos docentes, a los que, por otra parte, no se les reconoce en lo concreto la dignidad de su misión, o la sindicalización lamentable de los mismos, los programas ideologizados mediante los cuales el Estado o los lobbies que se apoderan del área intenta aplanar las conciencias; estas fallas del sistema se suman a la defección educativa de las familias, que merced a la destrucción del matrimonio -convertido por las costumbres y las leyes en un rejunte provisorio -depositan en la puerta de la escuela huérfanos con padres vivos… y podríamos alargar esta lista de calamidades. Lo que resulta imprescindible es la refundación de la educación argentina, de aquella que el país fundó en las últimas décadas del siglo XIX. La Iglesia Platense, por su parte, continúa abriendo colegios en las zonas periféricas; el subsistema educativo eclesial además del aporte financiero para cubrir la planta funcional, al que los alumnos y sus padres tienen derecho, necesita libertad para poder educar cristianamente, sin limitaciones burocráticas ni imposiciones contrarias al principio social de la subsidiariedad. Los impedimentos no proceden las más veces de las leyes o de las autoridades correspondientes, sino ¡aunque parezca mentira! de la desubicación y autoritarismo de las inefables inspectoras.
El segundo problema es la quiebra provincial, que la señora gobernadora ha señalado en oportunidades reiteradas. ¿Cómo se pone en movimiento el aparato productivo provincial, más todavía, el del país entero? No soy experto en cuestiones económicas; me remito simplemente a observar la realidad y a confrontarla con la Doctrina Social de la Iglesia. ¿Cómo se reactiva la economía? O se emiten billetes y se engendra más inflación, o se emite deuda y ¿para qué se la va a usar? El célebre empréstito de la Baring Brothers -una temprana soga que la naciente Argentina se echó al cuello- se terminó de pagar, si no recuerdo mal, en 1909. El presidente José Figueroa Alcorta señaló en esa oportunidad que sólo tiene sentido endeudarse si ese caudal así obtenido se vuelca a la producción. Convendría tomar en cuenta las numerosas experiencias. No es un ideal deseable vivir pagando y morir debiendo. A propósito vale esta pregunta: ¿por qué los argentinos no traen espontáneamente el dinero que tienen depositado en el exterior? Estamos presenciando en las últimas semanas hasta qué extremos ha llegado durante la última década lo que el Apóstol Pablo llamaba pleonexía: avaricia, codicia, u otra vez amor al dinero (que es cosa e’ mandinga), mientras los más pobres pagan los platos rotos. El empleo estatal improductivo, innecesario, disimulaba la falta de trabajo genuino y el estancamiento de un país lanzado al consumo insensato financiado por el fisco y para medro de funcionarios y punteros. Por no hablar del trabajo esclavo impuesto por las mafias, problema político, judicial y policial.
Una última y breve observación, como de paso. Se habla en estos días de una “política de memoria, verdad y justicia”. ¿No se llama así, pomposamente, al rencor y a la venganza? La memoria argentina ha sido más bien desmemoriada, o hemipléjica. Es curioso el celo por acusar y juzgar delitos cometidos cuarenta años atrás, cuando hubo y hay tanta distracción y lenidad para juzgar delitos del presente. Se dice que los crímenes aquellos fueron de lesa humanidad, esto es, literalmente, de humanidad herida. El término es usado equívocamente; que así lo hagan periodistas que hablan de omni re scibili e ignoran el derecho, vaya y pase, pero que lo manipulen juristas y jueces supremos es el colmo y ese desliz no augura nada bueno. Necesitamos paz, olvido, borrón y cuenta nueva. Olvido, sí. En varios pasajes de la Sagrada Escritura para indicar que Dios perdona nuestros pecados se dice que se olvida de ellos. Tomás de Aquino escribió que la justicia sin misericordia es crueldad y la misericordia sin justicia es la madre de la disolución. Lo terrible es que la disolución de la sociedad argentina, la relajación y rompimiento de los vínculos sociales proceda de una justicia que tiene tapado un solo ojo. En este Año Jubilar de la Misericordia establecido por un Papa argentino, ¿no podemos los argentinos abrir la inteligencia y el corazón al don divino de la misericordia, y dárnosla los unos a los otros?
Ahora escucharemos el tedéum que el coro cantará en nombre nuestro. Parece que no fue San Ambrosio el autor, sino Nicetas de Remesiana, y la Iglesia lo viene usando por siglos y siglos. Se lo considera un himno de acción de gracias, pero sobreabundan en él la alabanza y la súplica y se destacan plegarias ardientes, tales como Salva a tu pueblo, Señor, y bendice a tu herencia, y también apiádate de nosotros Señor, apiádate de nosotros; venga sobre nosotros tu misericordia, Señor, conforme a la esperanza que hemos depositado en ti. Cada uno de los presentes puede recitarlo silenciosamente en su corazón, con la esperanza de que asome de una vez por todas el sol del veinticinco.
Mons. Héctor Aguer, arzobispo de La Plata