Que los males de Argentina se arrastran hace décadas a nadie le cabe duda. Lo nuevo es poco.
Pero ese “poco” – que indujo la pandemia – es tremendo.
¿Los que nos han estado conduciendo hasta la pandemia en este desbarranco eran y son ciegos?
Es cierto que la pandemia que en la vida económica y social se tradujo en la “cuarentena”, hoy próxima a cumplir 200 días, ha sumado efectos devastadores, aquí y en el resto del mundo. A punto tal que Giorgio Agamben – uno de los pensadores más influyentes de los últimos años – ya avanzada la pandemia, desde Italia, señaló, en “La epidemia como política”, que hay que “pensar una política por venir, que no tendrá la forma obsoleta de las democracias burguesas ni la del despotismo tecnológico-sanitario que las está sustituyendo”. Tal la conmovedora visión de los que nos está pasando desde el atalaya del filósofo.
Aquí, donde estamos y lo que nosotros de tanto hacer somos, como tenemos una sociedad y una economía extremadamente enfermas, desde mucho antes de la pandemia y de la cuarentena, los efectos serán necesariamente peores que en otras partes del Planeta. Básicamente por la fragilidad de la plataforma en la que se asientan.
Peores, los contabilicemos o no. Aclaración necesaria dada nuestra habitual incapacidad de tomar en cuenta lo que nos pasa, como veremos con la cita de algunas de las estadísticas de las que disponemos.
Escasean los debates en base a información estadística y por eso, muchas veces, nos sorprende la geología del presente: no practicamos el descubrimiento del pasado.
Un dato de lo que nos pasaba antes de la pandemia: en el segundo semestre de 2019 la pobreza rondaba 36% de la población.
Con esos datos reveladores en mano, al principio de las medidas de excepción – la cuarentena en marcha -, dijo el Presidente:”Prefiero tener el 10 por ciento más de pobres y no 100.000 muertos en la Argentina” (Perfil). La estimación presidencial fue, como nos acabámos de enterar, lamentablemente exacta.
Los números de la pobreza alcanzaron en el primer semestre de 2020 a 41 % y la indigencia a 10% de la población: las medidas más exactas de nuestro fracaso colectivo.
Entre ambos semestres de 2019 y 2020, la economía cayó 19%, la desocupación alcanzó al 13% y la inflación – en pandemia, con algunos controles de precios y freno de tarifas – tocó 43%. En el segundo trimestre, marcando la acelaración de los efectos de la cuarentena, la pobreza tocó 47%: venimos de ahí.
Pero, permítame aclarar un punto, el fracaso de las sociedades se mide por el tamaño de la exclusión social. Es decir, por la instalación de fronteras sociales internas que desnaturalizan el concepto de Nación, dentro del mismo territorio, y bajo el mismo Estado.
Insisto no se trata de fronteras exteriores que, cualquiera sea la opinión, es una convención que debemos proteger, sino de fronteras interiores que, la lógica de la Nación y de la existencia misma del Estado nos obliga a derogar.
Pero ahí están las fronteras de la exclusión social que no es exactamente lo mismo que la pobreza. La pobreza es una fotografía. La exclusión es la dinámica que será inexorable a causa de esa misma frontera. No fue siempre así. Lo que hoy nos pasa es una construcción de las generaciones presentes que no atinaron a contabilizarla sensiblemente cuando todavía eran magnitudes reparables para el potencial de desarrollo de nuestra sociedad. Otras generaciones, años antes, había logrado resultados extraordinarios. Veamos.
La vigorosa y acogedora sociedad argentina – hecho fundamental de nuestra historia fundacional “la acogida de los extraños” pocas veces valorada – que recibió millones de inmigrantes, muy pobres y poco calificados, hacia el final del SXIX y principios del XX, hizo de aquella pobreza recién venida un fenómeno transitorio, mientras se avanzaba hacia un ascenso social que hoy lo recordamos evidente.
No fue un fenómeno espontáneo. La educación gratuita y obligatoria al servicio de la integración cultural, para derribar la frontera de arribo, fue una de las grandes obras de aquellas generaciones.
De la misma manera, nuestra sociedad lo hizo, en la mitad del SXX con quienes migraban desde el interior despojado hacia las grandes ciudades en busca de mejores condiciones de vida.
La falla de esa generación fue la de no desarrollar las estructuras productivas, de trabajo, capaces de contener los migrantes y de brindarles en el terruño la posibilidad de construir la propia vida donde se ha nacido.
El éxito de esa generación fue una inmensa capacidad de generar trabajo e integración social y, fundamentalmente, la disipación de la deferencia que nos hizo, a partir de entonces, una cultura social igualitaria ejemplar en nuestra América y que hoy estamos deshilachando.
Ninguno de esos migrantes, los inmigrantes europeos, después los migrantes del interior, encontró una frontera interior para su progreso personal.
Fue así porque existía un progreso colectivo: se ganaban derechos porque se generaba acumulación de capital físico, de capital social, de capital humano.
El mérito del esfuerzo resultaba en enriquecimiento personal no sólo material. El Evangelio y Francisco conjugan la dignidad del esfuerzo: es que el trabajo del hombre es su contribución a la obra de la Creación.
El haber perdido aquella capacidad de acumulación está en el origen de todos nuestros males.
Esa pérdida instaló una frontera que se torna dificil de traspasar para los que sufren pero, respecto de la cual, una acumulación vertiginosa de pobreza la hace cada día más frágil.
La pobreza es un indicio de la exclusión. Pero como dice la voz clara del Papa Francisco, el riesgo de nuestro tiempo es la diabólica mecánica de la exclusión que traza una frontera contra la que se estrella el esfuerzo y en torno de la cuál se acumulan enormes riesgos de violencia.
Esa riesgosa acumulación de potenciales de violencia es la contra cara de la pérdida de acumulación de capital físico, social y humano.
En nuestras estadísticas económicas y sociales, están las bases de la información: la sociedad, la política, no las contabiliza, porque contabilizar obliga al balance y a dar cuenta del por qué: lo que no hacemos.
No es la voz del Papa la única que advierte de estos riesgos, y tampoco es la primera. Zygmun Bauman, entre otros, lo anunció una y otra vez desde hace treinta años.
El crecimiento de la pobreza, de la desigualdad planetaria, de la consecuente migración en busca de lo esencial, se ha convertido en esta alquimia de la exclusión que nos agobia.
¿No ocurrió antes? En la posguerra europea, cuando apenas el Estado de Bienestar asomba para liquidar esas miserias, Vittorio De Sica filmó “Milagro en Milán” que, en rodaje, se llamaba “Los pobres están de sobra”. La vi en 1955, en primer año del secundario, en el cine debate del Colegio (que no es el Buenos Aires). Aquel mensaje, en aquellos años, daba lugar a la esperanza: no era desolador, era motivador.
Y así fue. Occidente, Italia y toda Europa, ya vivía los avances colectivos del Estado de Bienestar. También nosotros. Miremos los números.
Entre 1945 y 1955, el PBI de la Argentina había crecido 48 % y el PBI por habitante (una “proxy” de la productividad y de la posibilidad de bienestar sustentable) 19%. No era una década a la manera de las transformadoras muy posteriores de Corea o de China, pero si una larga era de progreso.
A esa década le sucedió otra (1955/1965) en la que el PBI creció 43 % y el PBI por habitante 21%. Menos crecimiento pero más productividad. Buenos tiempos.
Y finalmente, ya verá porque lo digo, 1965/1975 nos deparó un crecimiento total de 42 % y 22% el PBI por habitante; menos crecimiento pero más productividad. ¿Qué pasó? Después décadas perdidas. Militante destrucción de la industria. Desempleo. Multiplicación del empleo público y de los servicios. Caída del salario real y – como señaló Julio H.G. Olivera al inaugurar el Plan Fénix de la UBA a principios de este Siglo- “una reducción de la oferta de bienes públicos”, entre otras tantas penurias.
Desde 1975 hasta acá (2020) el PBI creció 87%. Fueron 46 años para lograr lo que en la “vieja economía” – para los que veían agotado de sentido el desarrollo industrial – había logrado en menos de la mitad del tiempo. Y si vamos al PBI por habitante comprobamos que sólo creció 10% de punta a punta en los últimos 46 años: a este ritmo anualizado y a mano de buen cubero, necesitaríamos como 460 años para duplicar el PBI.
Es decir, a ese ritmo, en 2480 estaríamos todavía a años mil del PBI por habitante que hoy, no de aquí a 4 siglos, tienen Suecia, Dinamarca o Finlandia, aquellos países a los que el Presidente habitualmente se referencia.
Los datos, que es necesario mirar aunque duelan, surgen de la monumental base estadística que compiló Orlando Ferreres y que ha puesto a disposición libre de quienes quieran consultarla.Gracias Orlando.
Si pudiéramos rebobinar la cinta de la historia y mirarla completa, con las referencias estadísticas que he sugerido, entonces encontraríamos el punto de partida, la fecha aproximada, en que se hicieron problema algunas de las cosas que hoy nos atormentan. Repitiendo una vez más la publicitada pregunta de Vargas Llosa en su novela “Conversaciones en la Catedral”, ¿Cuándo se jodió…? La respuesta está en mirar el número síntesis de las posibilidades de la economía, por ejemplo el PBI por habitante y la capacidad de integración social, por ejemplo el número de personas excluídas por la pobreza. Para responder a esa pregunta mire los números.
La conclusión honesta y fundamentada, es que cuatro décadas y media haciendo desindustrialización militante, agravaron todas las cosas y entre otras, la inflación, el tamaño del Estado, el déficit fiscal y la falta de competitividad de la economía argentina. ¿ O no?
La picardía de nuestra historia es que el decurso de estos males ha sido lento (¡teníamos tanto!) y siempre ha sido acumulativo. Hoy los tenemos aquí cercando el presente y amenazando el futuro.
Todo ocurrió sin percibirlo y hasta festejando breves ciclos milagrosos, por la mucha salud que teníamos. Lo que nos pasa ante una enfermedad silenciosa que hace que, la generalidad de los mortales, no le prestemos atención a unos síntomas que no agotan nuestra resistencia. Sólo nos despabila lo que hace ruido, lo que incomoda de manera súbita. Por ejemplo aquel cimbronazo que nos impide caminar de golpe, inesperadamente.
Para lo silencioso generamos una peligrosa capacidad de adaptación: el estancamiento de la economía y el deterioro de la cultura social, de un lado; y del otro lado de la frontera la exclusión que se acumulaba. Todo eso se sumó día a día y silenciosamente, hasta que comenzaron a agotarse todos los stocks y más que nada las justificaciones de la culpa del pasado, que ya queda tan lejos que, la mayoría de la población, se ha de preguntar ¿de quién hablan?
Al respecto me resulta inevitable recordar una expresión del gobernador Axel Kicillof, compartiendo con Alberto Fernández un acto en una fábrica. Refiriéndose a Juan Perón, líder del partido que lo llevó al gobierno de la Provincia de Buenos Aires, lo llamó “un importante referente de nuestra historia”…raro para alguien que llega por representar al voto peronista. Volvamos.
El silencio acumulado, lo dice la historia, finalmente – cuando lo que lo tapa se desmorona -, se nos hace tarde. Un reloj que sólo atrasa un segundo, sea por minuto, por hora o por día, y que finalmente nos hará perder el tren del progreso, del futuro, de la historia. Estamos ahí.
Rebobinemos y hagamosló con la honestidad de las estadísticas para terminar con las patrañas habituales con las que se construye la historia para justificar broncas y enconos de los reiterados fracasos de las mismas omisiones que constituyen la matriz de las políticas de los últimos 46 años.
Lo que hoy vivimos comenzó cuando decidimos, vaya a saber con que influencia teórica, destruir expresamente un modo de organizar y gestar la economía que – con problemas y falencias – nos había brindado, por lo menos, el primer lugar en América del Sur.
La bandera teórica de la legión reformista fue – y sigue siendo a pesar de las evidencias en contrario – el “agotamiento de la industrialización por sustitución de importaciones”. Primero no fueron capaces de sustituirla por algo que genera el bienestar social que la industria había generado, que estaba en condiciones de seguir generando, y que estas estrategias de desindustrialización destruyeron.
Todo comenzó con el “rodrigazo”. Pero frente a la imposibilidad de imponerlo en el marco del Estado de Derecho, los mismos que lo alentaron en el gobierno de Isabel, lanzaron la máquina infernal de la Dictadura Genocida para clausurar toda resistencia y dar lugar a la apertura económica y financiera sostenida por la Deuda Externa, la dependencia que realmente nos agotó y nos sigue agotando.
Sería injusto ignorar el papel provocador que le cupo, en este desastre histórico, a los “estúpidos imberbes” – como los llamó el líder que invocaban – que agitando la bandera del socialismo y sembrando violencia y muerte, asesinaron a los líderes sindicales que, como José Rucci, militaban en defensa del trabajo y la industria nacional.
Como decía Albert Camus “los que tienen derecho a hablar son los que no pueden hacerlo”; y los que aún hoy hablan – los que los evocan con increíble orgullo – y hasta reivindican su responsabilidad en el desastre, muchos de ellos han sido también parte política activa de la destrucción de estos 46 años.
Muchos de los que se reivindican “revolucionarios” de la “juventud maravillosa” una minoría desnudada por el arrasador triunfo electoral de Octubre de 1973 – triunfo de quién los expulsó de la Plaza y de sus opositores políticos que sumados apostaban a la democracia en el abrazo – formaron parte de muchos de los gobiernos – casi de todos – que se invocaron peronistas y hasta algunos y algunas, de los gobiernos que se invocaron antiperonistas. Fueron embajadores, ministros, funcionarios, legisladores. Hay casos extremos que describe la confusión, para ser indulgentes, como las de la actual presidente del PRO que fue Montonera, según sus propias mentas, legisladora menemista, funcionaria de la Alianza, socia de Elisa Carrió y ministra de Cambiemos.
En síntesis, además del protagonismo de la violencia desencadenante, fueron parte de la ejecución del industricidio. Esa es la verdad.
Lo importante es que la pobreza escandalosa, que hoy se ventila como un mal recién llegado, condena a más de la mitad de nuestros niños y deriva de la parálisis de la economía que reflejan los datos que hemos resumido.
¿Qué tienen en común todas las políticas públicas ejecutadas desde 1975 en adelante?
Escuchemos a JJ Ortega y Gasset: “Para definir una época no basta con saber lo que en ella se ha hecho; es menester además que sepamos lo que no se ha hecho” (El Ocaso de las Revoluciones).
Pues bien ¿que tienen en común estos 46 años en los que gobernaron? “peronistas” que sistemáticamente contradijeron el ABC del Estado de Bienestar (bien común, industrialización, empleo, distribución, servicio público) desde María Estela Martínez hasta Cristina Fernández, pasando por Carlos Menem, Chacho Alvarez y Néstor Kirchner y radicales, que ignoraron la tradición de don Hipólito y la modernidad de Arturo Frondizi o la fidelidad de Arturo Illia; y – no lo puedo – olvidar los que formaron parte de la Dictadura. Respuesta: lo que tienen en común es ignorar que no hay navegación racional sin rumbo; y racional y honesta sin rumbo explícito y sin la gestión del consenso que va más allá de las mayorías ocasionales. Ni Plan ni consenso. Pero además ninguna de esas gestiones, cómo llamarlas, carentes de Plan dejó de profundizar la destrucción de la industria, del trabajo de alta productividad y de la diversificación productiva. Hoy el 80% del empleo está en el sector servicios y algunos se ufanan de ello sin asociarlo con la bajísima productividad que nos retrotrae a 1974 y una restricción externa que “se alivia” con la deuda y se convierte en una horca cuando la incapacidad de pago a causa de ni producir bienes transables genera la huída.
No tenemos moneda: es cierto. Pero la causa última es que no producimos bienes transables para poder darle respaldo a la moneda que emitimos.
Como bien ha señalado la inteligente y sensata Cecilia Todesca “los problemas de balance de pagos tienen que ver con la estructura productiva” (3/10 Radio Mitre,Sábado Tempranísimo”) y si bien no retomó la cuestión de los “consensos” a la que había aludido minutos antes, bien sabe que nada de “largo plazo” o “estructural” se puede resolver “sin plan estructural de largo plazo” y en una democracia, donde la alternativa por decisión electoral es su esencia, nada de eso se puede definir y poner en marcha sin un consenso, primero, político. Y esa es la responsabilidad principal y protagónica del que gobierna. Ningún gobierno de la democracia siquiera lo intentó. Y este cada día se aleja más.
Los últimos, de Macri y Cristina, hicieron lo imposible por impedirlo. Hoy, ni siquiera en la pandemia genera, en quienes tienen la responsabilidad de gobernar, los gestos de grandeza necesarios.
En 1974 la pobreza en la Argentina se estimaba en 4% de la población, es decir, 1 millón de personas con ingresos que no alcanzaban a cubrir la Canasta básica de entonces. En estos 46 años nunca dejó de crecer el número de pobres y la tasa de pobreza. El número de pobres creció a la tasa anual acumulativo del 7%: nuestra única tasa china.
La inflación, otro de los viejos males que desde hae muchos años nos castigaba menos que en los últimos 46, encareció la vida; la baja de la productividad redujo el nivel real de las remuneraciones de todo tipo; la falta de inversiones aumentó el desempleo, una parte creciente de los ingresos se obtuvieron de trabajos en negro, cuenta propismo, changas, rebusques.
Todos esos males originantes se concentraron en las periferias de las ciudades porque la actividad agropecuaria y forestal, expulsaba mano de obra a causa de la mecanización, de las dificiles condiciones de la vida rural y la enorme, gigantesca, estúpida catilinaria que desprestigia la vida en pequeños pueblos, en el campo, exaltando las bondades de la vida urbana.
Expulsión, por falta de contención; y política de atracción, con la sola vocación de generar “clientes” de consumos urbanos masivos o “clientes” de la peor versión de la política.
El reloj se puso en hora. No hay demasiado tiempo para lograr un consenso mayúsculo que deje atrás los problemas personales por encumbrados o poderosos sean los que buscan derogarlos.
El consenso es la condición necesaria para fijar un rumbo colectivo y un plan que nos vuelva a convertir en la sociedad de productores que fuímos hasta que la mala digestión de ideas publicitarias, nos provocó la descompostura sistémica de la frontera del 50% de excluidos. Si no es por la justicia y los valores, hagamoslo por que esa frontera es insostenible. “Un ciego guía a otro ciego, los dos caerán en el hoyo” Mateo, 15.
por Carlos Leyba