El debate sobre la reforma judicial, que ha fatigado tanto pantallas y cursores es uno más entre los signos de postración de nuestra vida pública. Transcurrimos un estado de excepción sin soberano. O mejor dicho, con un soberano, que es el coronavirus, que habrá de llegar hasta donde quiera, o hasta donde Dios quiera, mientras nuestros dirigentes corren detrás, balbuceando que están al frente de una batalla irremediablemente perdida. En el camino, hemos dejado los últimos jirones de nuestra siempre precaria institucionalidad. No tenemos prácticamente Congreso. Hasta hace poco, no se hacían allí las leyes, sino que se las recibía hechas. Hoy, ni siquiera son leyes, sino DNU que se despachan favorablemente con el trámite virtual de una pensión graciable. No tenemos poder ejecutivo unipersonal, sino una especie de matrimonio morganático en donde el consorte de rango inferior es el presidente de la República, Jefe Supremo de la Nación en el incierto papel constitucional. Y tenemos una agencia judicial sumida con razón en el descrédito. Que, además, ahoga en ciénaga administrativa los esfuerzos de tantos servidores probos y capaces que aún se desempeñan en sus cuadros. Y cuando se propone una reforma para esta rama del Estado, resulta que es para hundirla más aún. Hay una manifestación simbólica de este estado de cosas que me propongo compartir con el lector.
Cuando se suben las escalinatas del Palacio de los Tribunales, puede observarse, en una gran hornacina abierta en la pared que cierra el vestíbulo, la estatua en bronce de la Justicia, de Rogelio Yrurtia. Nuestro gran escultor –quizás bajo el influjo de Bourdelle- buscó inspiración más atrás de los modelos clásicos, con sus conocidos atributos de la espada y la balanza y la representó como una joven imponente, en actitud de avanzar, la cabeza cubierta con un casco que adorna una diadema y los brazos extendidos en paralelo, ambos levemente unidos en sus pulgares. Esos brazos marcarían el equilibrio de lo justo, y los pliegues de su vestidura, que caen verticalmente, la rectitud, armonía y proporcionalidad que lo deben acompañar. Litigantes y abogados pasamos junto a la figura en el hueco, viéndola sin mirarla, ya que, hoy, sólo los ladrones del bronce saben admirar con ojo codicioso las estatuas.
Si se consulta por Internet la página de la Corte Suprema de Justicia de la Nación (en www.pjn.gov.ar) se advierte, en las informaciones a la visita guiada al Palacio, que esa estatua es una réplica del original. Llegué a conocer la historia por intermedio del escribano Eduardo Scarso Japaze y la transmito, con algunos datos ampliatorios. Carlos Delcasse (1852-1941), un francés nacido en Burdeos y afincado en el barrio de Belgrano, amigo de Rogelio Yrurtia, decidió encargarla para la bóveda familiar en el cementerio de Olivos. La obra había sido proyectada por Yrurtia en 1905, con el título de “Res non Verba”, luego cambiado en “Equidad”, y su destino habría sido el flamante Palacio de Justicia. Comenzado ese mismo 1905, el edificio se inauguró en 1910. Pero la maquinaria burocrática detuvo la ejecución y –no es de extrañar- los pagos correspondientes y hoy puede verse en el Museo Casa de Yrurtia la pequeña maqueta original. La hornacina destinada a albergar la escultura quedó vacía y luego la ocupó un busto del general San Martín. Delcasse la encontró propicia para el sepulcro destinado a él y los suyos, porque, como escribió al artista, en carta que se conserva en el museo, su voluntad era que fuese “la obra de arte que ha de simbolizar la muerte. La justicia inevitable, incorrupta, divina para todo ser viviente”.
Delcasse era una figura destacada de la sociedad porteña de fines del siglo XIX y principios del XX. Fue diputado nacional e intendente de Belgrano, cuando todavía no integraba como barrio la ciudad de Buenos Aires. En su quinta, situada en Sucre entre Cuba y Arcos, había una sala de armas donde se cruzaban Jorge Newbery, el barón Demarchi, César Viale, políticos como Lisandro de la Torre o Alfredo L. Palacios, jueces, legisladores. Alguna vez, un guapo (quizás un Muraña importado desde Palermo o un Iberra fatal traído desde Barracas) demostró allí a los invitados cómo era la esgrima del duelo criollo. En los fondos, sobre Arcos, se disputaban los lances de honor comentados luego por el tout Buenos Aires. Juan Domingo Perón también tiró el sable en su pedana. Por la entrada de Cuba podían verse, hasta hace algunos años, los restos de la mansión, la llamada “Casa del Ángel”, por la figura alada junto al mirador. Ella inspiró a Beatriz Guido una novela que Leopoldo Torre Nilsson llevó al cine en 1957, dirigiendo a Elsa Daniel y Lautaro Murúa.
En 1936, Yrurtia realizó el vaciado para cumplir la voluntad de su amigo. Y surgió la diosa con los brazos extendidos, como una sonámbula, iluminado su camino por la diadema, entrando en el reino de la muerte. Una leyenda inconfirmable atribuye la elección de Delcasse, compartida por Yrurtia, a que el primero había tenido una hija fallecida, que sufría de sonambulismo, y no encontró para ella mejor evocación que la que la obra exhibía. En 1938, los 1.800 kilos de bronce alegórico fueron colocados en lo alto de la bóveda de los Delcasse, mediante de andamios, poleas y cadenas, y bajo la supervisión del escultor, por los hermanos Trovero, uno de los cuales transmitió esta información al escribano Scarso. Tres años después, la ocupó quien encomendara la estatua. Más tarde, José María Fernández Ferrari, cuyos restos también yacen allí, donó el sepulcro al Colegio de Escribanos de la ciudad de Buenos Aires, su actual titular.
La estatua que se encuentra en el Palacio de Justicia es una réplica, por medio del vaciado en bronce del original, colocada en 1959, todo ello realizado nueve años después de la muerte del maestro Yrurtia. ¿No resulta simbólico que la imagen de la Justicia que abre la sede de nuestros tribunales sea una copia, es decir, en cierto modo, una Justicia “trucha”? Pero más aún, que en la inspiración original de su autor y de quien la encomendara haya estado la entrada en el reino de la muerte. O será que cuando subimos la escalinata llevando las peticiones de justicia de nuestros clientes, una voz atravesada por la sorna nos dicta, como en la puerta infernal al Dante: “Lasciate ogni speranza, voi ch’entrate”. Por lo menos, si ningún conocido operador juega de tu lado.
por Luis Maria Bandieri