En la sesión de la Cámara de Diputados del 6 de diciembre último, en la que se constituían el nuevo cuerpo y sus autoridades, el representante del bloque del Frente de Izquierda, Nicolás del Caño, se abstuvo de votar al presidente de la cámara, señalando: “Todos conocen nuestra lucha socialista y anticapitalista. Al tratarse este cuerpo de uno de los poderes del Estado capitalista que reproduce esta dominación, no votamos las autoridades de la cámara”. La afirmación lleva la famosa frase de Groucho Marx a su conclusión definitiva: un cuerpo que es tan democrático como para tolerar a la izquierda revolucionaria debe ser eliminado por esa misma izquierda. Las acciones del 18 de diciembre y su correlato parlamentario, intentando voltear una sesión de la cámara a través de la violencia, reforzaron en la práctica aquella declaración de principios.
Hay algo terriblemente frustrante en la declaración de Del Caño. La cándida admisión revolucionaria del diputado de izquierda resulta frustrante no tanto por lo que es -la expresión de un grupo minoritario al cual la democracia debe admitir aun cuando sus miembros no se sientan parte de ella-, sino por lo que no es. La izquierda con representación parlamentaria en la Argentina es un grupo que, contra todas las evidencias del siglo XX, no renuncia a su sueño revolucionario del siglo XIX, que no cree en el sistema democrático, que no solo no se siente parte de este, sino que cree que su misión es eliminarlo. Lo que no hay en la Argentina es una izquierda moderna, democrática, integrada al sistema, que mejore la democracia en vez de cambiarla por un sistema que no tiene buenos ejemplos en el mundo ni en la historia. Esta carencia es un drama.
La izquierda, o su expresión más vaga, el progresismo, que incluye al kirchnerismo como su ala inescrupulosa, ha sido muy exitosa en imponer ciertas ideas: cierto ambiente anticapitalista, desconfianza hacia el mundo de los negocios, un nacionalismo victimizado y la propensión a manejarse con ideas sin necesidad de que estas sean contrastadas con los hechos. También, que valores como democracia y derechos humanos sean usados a voluntad. En la conversación pública, en cambio, su aporte es muy escaso. Las consignas son enemigas del diálogo y en el griterío se termina ignorándolas.
Pero la izquierda no sólo debería jugar un rol en un debate público, sino también imponer temas de su agenda. No solo debería aportar una reflexión desde su punto de vista respecto de lo que se debe hacer con el déficit y la inflación, o la contraposición de derechos en los conflictos derivados de las protestas callejeras, asuntos en los que hasta ahora se ha expresado de manera declamatoria, general y vacía. También debería intentar colocar en la conversación pública algunos temas que hoy no están en el interés ni de la coalición gobernante ni de la desperdigada oposición. Desarrollaremos tan solo algunos.
Seguramente, la Argentina no está lista para encarar legalmente el tema del aborto. Buena parte de la clase política pertenece a la comunidad católica. Nadie dice que sea una discusión fácil, pero si un partido democrático de izquierda no expone con crudeza la situación de los abortos clandestinos, ¿quién lo hará?
Siguiendo la tradición internacionalista de la izquierda -y abandonando los delirios nacionalistas y militaristas de 1982-, ¿quién si no la izquierda puede llevar adelante un programa de integración con los habitantes de las islas Malvinas? El episodio del submarino ARA San Juan, la solidaridad internacional y la que demostraron los habitantes de las islas genera un momento propicio. Ni que hablar de los derechos humanos: no va a ser ningún partido conservador o de derecha el que se ocupe de las condiciones de vida de los presos, de la generalización de las prisiones preventivas, de las situaciones que enfrentan en la Justicia los más desposeídos. La catástrofe educativa nacional, que se ha demostrado transversal a todas las experiencias políticas, también requiere un sector que reclame la recuperación del prestigio de la escuela pública. ¿Quién se puede hacer cargo de los problemas derivados de la automatización, cómo se paliarán los costos de esa revolución? ¿Quién si no la izquierda debería imaginar un contrapeso de la eliminación de puestos de trabajo?
Renunciar a la idea de una revolución imposible debe ser el primer paso. Lo siguiente es sentirse parte de la democracia. Aspirar a ganar elecciones, no a “tomar el poder”. Las consecuencias serán positivas, no sólo para un sector significativo de la Argentina que se identifica con la izquierda, sino para el país mismo, para el sistema democrático.
Fuente La Nacion Online – http://www.lanacion.com.ar/2095601-falta-una-izquierda-democratica