OPERACIÓN “ROSARIO” PARA LA RECONQUISTA DE LAS ISLAS MALVINAS.
UN CASO PECULIAR.
Por el Capitán de Navío de Infantería de Marina VGM RE Hugo Jorge Santillán.
SORPRESA.
El 17 de diciembre de 1981 me faltaban 14 días para ascender a capitán de corbeta, cuando asumí en Baterías el cargo de Segundo Comandante del Batallón de Infantería de Marina Nº 2 (Ec).
El 1 de marzo de 1982, día de la finalización de mi licencia anual, el Comandante del Batallón (Capitán de Fragata de IM Alfredo Weinstabl) me dijo que nuestra unidad ¡sería el núcleo de una fuerza de desembarco que capturaría las islas Malvinas!
Fue tal mi sorpresa que el capitán Weinstabl me hizo brindar con un whisky… a las nueve de la mañana.
Sentí una enorme alegría por ser parte de una empresa que lograría cristalizar el sueño argentino de recuperar las Malvinas.
También me sentí honrado de pertenecer al Batallón que fuera seleccionado para ser el núcleo de la fuerza de desembarco.
El Batallón había finalizado el año 1981 alcanzando un nivel aceptable de instrucción y adiestramiento. Por otro lado, había participado del adiestramiento naval integrado con la Flota de Mar y la Aviación Naval, a la vez que realizado el ejercicio combinado UNITAS con buques e infantes de marina de los EEUU.
En esos años la Infantería de Marina tenía un alto nivel de instrucción y adiestramiento tanto en lo individual como en lo colectivo.
El servicio militar obligatorio era de 14 meses y se incorporaban conscriptos cada 60 días en cinco tandas sucesivas. Cada tanda era instruida siguiendo un patrón específico de acuerdo a la unidad a la cual el hombre era destinado. Ello permitía tener a todas las unidades con un elevado nivel de instrucción individual y de conjunto.
En lo que hace a las unidades como sistemas de armas, cada una tenía un Plan de Instrucción Anual, un Plan de Ejercitaciones de Armas, un Plan de Instrucción de Cuadros (orientado al puesto de combate del oficiales, suboficiales y cabos) y un Plan de Instrucción de Oficiales (para la plana mayor) que se seguía con rigor y era inspeccionado por el comando superior.
Sin falsa modestia, en esos días tenía la completa seguridad de que cualquiera de las unidades de la IM estaría en adecuadas condiciones de alistamiento para el combate.
PLANEAMIENTO DE LA OPERACIÓN ANFIBIA.
A partir del 1 de marzo de 1982 integré el muy pequeño estado mayor que comenzó a planificar en secreto una operación anfibia de la que nuestro Batallón sería el núcleo de la fuerza de desembarco.
El 25 de marzo le pedí a mi Comandante que me permitiera asumir el puesto de jefe de la 1ª ola de asalto y de jefe de la vanguardia, tareas sobre las que había trabajado intensamente durante la primera etapa de planeamiento y que tenía especial interés de ejercer personalmente. El Capitán Weinstabl aprobó mi pedido, lo que a partir de ese instante se transformó en una orden.
Mientras el batallón navegaba hacia Punta Buenos Aires (Península Valdez, Provincia del Chubut) para ensayar la operación, recibí la orden del Almirante Busser de permanecer en la base Baterías para continuar el planeamiento.
Durante la elaboración inicial del plan sólo éramos una decena de oficiales trabajando y con conocimiento del asunto.
Todos mostrábamos entusiasmo y seguridad en el desenlace de la operación.
En general estábamos ansiosos de recuperar las islas, pero las consecuencias de tal acción estaban rodeadas de vaguedades.
Confiábamos en el “hecho consumado”, en el “guiño norteamericano” y en que las islas no valían la pena para los ingleses.
Todo el proceso de planeamiento se hizo en muy poco tiempo, en el más absoluto secreto y con un destacable nivel de juicio profesional.
EMBARCO Y TRAVESÍA.
Siempre me preguntan si pensé en algún momento que tal vez no volvería con vida a casa.
Debo decir que si; mi tarea en la primera ola y luego como jefe de la vanguardia durante el movimiento para establecer el contacto con el enemigo me hizo pensar que existía la posibilidad de morir en combate.
Francamente no le dí mayor importancia, al punto que no hice testamento (algunos de mis compañeros de promoción hicieron testamento, pero luego de la Operación “Rosario”).
Creo que ningún integrante de la Fuerza de Desembarco hizo testamento debido a la velocidad del desarrollo de los acontecimientos y a que no estábamos familiarizados con ese asunto legal.
En la madrugada del día de la zarpada simplemente me despedí de mi mujer y de mis tres hijos mientras dormían antes del amanecer, como lo hacía cada vez que partía (sigo teniendo aversión hacia las despedidas…).
Debido a la necesidad de mantener el secreto y el velo de la operación, le dije a mi familia lo que se había acordado como medida de contrainteligencia: que se estaba probando una parte de cierto plan que estaba en vigencia (este argumento era muy común en esos años).
Debo reconocer que esa vez sentí una profunda ansiedad y mucha angustia, pero lo disimulé bien.
El 28 de marzo embarcamos a partir de la siete de la mañana; a las doce zarpó toda la Fuerza de Tareas Anfibias.
Embarco de la carga de combate.
A partir del segundo día de navegación se desató un muy violento temporal del sudoeste que nos hizo la vida imposible hasta el 1 de abril.
Hacia Malvinas y en el temporal.
A pesar de todo, en el Buque de Desembarco de Tanques ARA “CABO SAN ANTONIO” trabajamos muchísimo en el desarrollo del planeamiento de mi Unidad de Tarea, en la preparación del material, en los ejercicios sobre mesa de arena sobre cada parte de la operación y en la coordinación de mil detalles con mis comandantes paralelos, superiores e inferiores.
Además de probar las armas haciendo fuego por toldilla, armamos una carta de fuego naval de apoyo; terminamos el plan de apoyo aéreo; modificamos tareas por cambios de la situación; hice escucha (en inglés) sobre la radio de Puerto Stanley; hicimos ejercicios de Puesto de Comando; repartimos fotografías aéreas de los distintos objetivos; terminamos las planillas del Plan de Desembarco; recibimos de las compañías los partes con los niveles iniciales de logística y de personal; se repartió la munición, las raciones de combate y los paquetes de curación individual; etc.
Mi gente probando sus armas haciendo fuego desde toldilla.
Como mis primeras tareas eran las de desembarcar en asalto en la primera ola y luego moverme como vanguardia del Batallón hasta llegar al poblado (a unos 7,5 km de distancia), trabajamos
con mayor intensidad en mesa de arena con la Sección de Infantería del Regimiento de Infantería 25 del Ejército Argentino que integraría mi Unidad de Tareas solamente para el desembarco.
Repasamos muchas veces cada paso del desembarco, la llegada a la playa, las medidas de protección, los cambios de formación, el empleo de los morteros y las espoletas a usar, la munición a emplear en los cañones sin retroceso, la disciplina de fuego a observar por las dos ametralladoras, las cuatro maniobras que debíamos realizar desde la playa hasta el pueblo, la defensa antitanque para los VAOs (vehículos anfibios a oruga), etc.
En las noches recé mucho a Stella Maris para pedirle que cuidara de mi familia en caso de mi muerte. Habían dos momentos que me preocupaban:
-
-
- La llegada a la playa y encontrarme en el peor momento con infantería inglesa y armas antitanque justo al tocar la playa.
-
-
-
- La salida de playa, que era un corredor de 40 metros de ancho por 300 de largo que iba desde la playa hasta la cabecera de la pista de aviación; nuestros LVTP-7 (vehículos anfibios a oruga) serían blanco fácil mientras se movieran de noche por ese desfiladero.
-
Mi Unidad de Tarea estaba compuesta por:
- Una Sección de Tiradores (30 infantes de marina) de la Compañía FOXTROT del Batallón 2.
- Un Grupo de dos Morteros de 81 mm.
- Un Grupo de dos Cañones sin Retroceso de 75 mm.
- Un Grupo de dos Ametralladoras MAG cal 7,62 mm.
- Un Grupo de cuatro Lanzacohetes de 3,5 pulgadas.
- Una Sección de Infantería (24 hombres) del REGIMIENTO DE INFATERÍA 25 del EJÉRCITO ARGENTINO (Subteniente REYES) al mando del Teniente Coronel D. MOHAMAD ALÍ SEINELDÍN – Jefe del Regimiento –.
- Dos camilleros y un enfermero.
- Dos radiooperadores.
- Cuatro vehículos anfibios a oruga LVTP-7, cada uno armado con una ametralladora pesada calibre 12,7mm en una torre blindada giratoria.
2 DE ABRIL: MOVIMIENTO BUQUE A COSTA.
Diana a las cuatro; desayuno a las cuatro y media; armarse y embarcar en los vehículos anfibios a las cinco y media.
A las seis y veinte mi vehículo –el primero de la primera ola- se zambulló al mar desde la proa del SAN ANTONIO en un mar totalmente calmo y una noche oscura sin luna.
Nuestros vehículos anfibios a oruga son transportes de tropas blindados; tienen una formidable capacidad de movilidad todoterreno y navegan en el mar con gran agilidad y seguridad.
Íbamos 25 hombres sentados en cuatro filas en cada vehículo, con el fusil entre las piernas.
Todos llevábamos el salvavidas –que dejaríamos en el vehículo al llegar a tierra- y nos preparamos para la corta navegación hacia la playa.
Son momentos en los que –a pesar de los ejercicios que habíamos realizado- prueban los nervios de cualquiera.
El vehículo en el agua se mueve como un bote pesado y en tierra se agita y salta como un tanque corriendo a campo traviesa.
Uno está sentado allí adentro sin tener la más remota idea de lo que pasa afuera.
Los únicos que miran al exterior y cuentan con visores nocturnos son el jefe de las tropas embarcadas (yo en esta ocasión), el conductor y el apuntador de la ametralladora, que pueden hablar entre ellos por interfono.
Disponía de cuatro equipos de radio.
No puedo negar que la coraza de estos aparatos da una seguridad importante.
Nuestras armas pesadas (dos morteros, dos cañones, dos ametralladoras y cuatro lanzacohetes) iban desarmados pero listos a usar en el suelo, junto a cajones abiertos con la munición de reserva.
Las mochilas estaban colgadas de los mamparos.
Todo se veía teñido de rojo por la única luz del techo.
Es imposible hablar porque los ruidos del motor y de la transmisión son ensordecedores.
Para evitar que entren gases, el compartimiento está sometido a presión positiva.
En ese desembarco nocturno había una roca a unos 400 metros de la playa que velaba con marea alta y que estaba justo en el medio de la faja de aproximación de embarcaciones de desembarco. El Oficial Control Principal del Movimiento Buque a Costa (usando radar) me guiaría por radio para navegar hacia la playa ROJO de modo de evitar la piedra.
Luego de dejar la piedra a un lado, debíamos llegar a la playa que sabíamos que se estaba embancando gradualmente, pero no había información sobre si el fondo sería de lodo o de arena.
Si el fondo no resultara bueno, debía cambiar de rumbo hacia la playa de desembarco alternativa, que quedaba a unos 600 metros hacia la izquierda.
Me preocupaba poder llegar a salvo con mi gente a la playa ROJO, pero todo fue perfectamente (¡gracias a Dios!): me guiaron por radio y radar como si me llevaran de la mano, el fondo resultó de arena firme, el horizonte comenzó a clarear al tocar el fondo exactamente a la hora H (06:30 horas) y no había enemigo en la playa.
Playa ROJO Cabecera de pista de aviación con reducto de ametralladora
A Pto Argentino Roca que vela en pleamar
Istmo Pista de aviación
Península del Aeropuerto. A la izquierda a unos 5500 m está Puerto Argentino.
Al cruzar la playa ROJO -de arena blanquísima- no vimos a nadie. Los cuatro vehículos blindados doblamos hacia la izquierda en formación de columna y –a gran velocidad- llegamos a la cabecera de la pista del aeropuerto.
Vi un reducto hecho con bolsas de arena pero sin tropas (después nos enteramos que los Royal Marines que guarnecían una ametralladora en ese lugar, al escuchar el estruendo y trepidaciones del suelo que causaban nuestros blindados, abandonaron la posición y se replegaron hacia la casa del gobernador).
Allí dejé a la gente del Ejército que debía despejar la pista; los cubrí con las armas de mis vehículos hasta que me hicieron señales de “libre de enemigo”.
Tropas del RI 25 del Ejército despejando la pista de aviación.
Seguí ahora con tres vehículos hacia el istmo que liga la península del aeropuerto con el resto de la isla. Tampoco había enemigo.
Mandé adelante a un grupo de tiradores para inspeccionar el camino en busca de minas antitanque, pero no encontraron nada.
Cuando el jefe de grupo me hizo la señal los alcanzamos, subieron a su vehículo y reanudamos la marcha (está grabado el parte que le pasé por radio al comando de la Fuerza de Desembarco sobre la situación hasta ese momento).
Una vez que salí del istmo tuve la certeza de que seríamos victoriosos.
Los ingleses no podían oponerse seriamente a la combinación de maniobra, fuegos y logística que estábamos en condiciones de dirigir contra ellos en caso necesario.
Me da vergüenza decirlo, pero creo que estaba eufórico (eso se nota por el tono de mi voz en la radio del circuito táctico, que está grabada). En campo abierto, con mis tres LVTP-7 intactos llenos de infantería, ametralladoras, morteros, cañones sin retroceso y munición de sobra estaba seguro de poder llevarme por delante a las patrullas enemigas que hubiera entre el aeropuerto y el poblado.
Fue entonces que vi (no escuchaba porque los LVTP-7 son ensordecedores, como dije antes) los rebotes de munición trazante en la casa del gobernador: eran los comandos anfibios combatiendo por el fuego con los Royal Marines.
En un primer momento pensé todo se estaba desarrollando de acuerdo a lo planeado. Siempre sentí admiración por los comandos anfibios porque siempre llegan a donde se les ordena y cumplen lo que se les pide.
A poco me preocupé porque el violento tiroteo se estaba prolongando demasiado en la zona de la casa del Gobernador.
Ese combate por el fuego no debía prolongarse mucho más para lograr la rendición de los ingleses.
De lo contrario, cuando la masa de la fuerza de desembarco entráramos en Puerto Argentino podría darse un costoso combate en vidas y propiedades, típico de todo combate en localidades.
Imaginaba varios muertos y heridos de ambos bandos alrededor de la casa del gobernador; la continuación de ese combate debería ser evitado con la rendición rápida de los ingleses… y ésa era –precisamente- la misión de Pedro Giachino.
Continué la marcha a bastante velocidad hasta que uno de mis tres vehículos se encajó en un turbal; le dije por radio al teniente Schweitzer que desembarcara su infantería y me siguiera a pie; dirigí los dos restantes LVYP-7 hacia la entrada al pueblo.
Faltando unos quinientos metros para llegar a las primeras casas se incorporó el vehículo rezagado. En ese momento vi una máquina vial amarilla en medio de un terreno despejado. Pensando que era un punto de referencia de blancos ordené maniobrar lejos de ella.
La máquina vial y mis infantes de marina de la vanguardia
luego del encuentro a la entrada del pueblo. La casa de más a la
derecha tiene el impacto de un disparo nuestro de mortero en la cumbrera.
No pude terminar de hablar por radio cuando los ingleses abrieron fuego con armas antitanque, ametralladoras y una decena de fusiles.
Tuve la sensación del “dejá vu”: me pareció que esos tiros ya los había visto en la gran cantidad de ejercicios con munición de guerra en los participé desde que fui cadete de la Escuela Naval (¡“chapeau” a nuestros oficiales instructores de Infantería de Marina de esa época!)
Me pareció que no había enemigo porque casi no había indicio de sus fogonazos de boca ni de los estampidos de sus armas pesadas al hacer fuego.
Excepto con prismáticos, no se veía a los soldados enemigos, salvo cuando se desplazaban.
La munición trazante enemiga me pareció como si fuera algo familiar y extrañamente inofensivo. Por otro lado, permitió ubicar perfectamente la posición de la ametralladora enemiga que le hizo 97 impactos a unos de mis tractores, ninguno de los cuales penetró en la bodega.
Las explosiones de las armas antitanque inglesas –además de impactar a no menos de 400 metros de mis tres LVTP-7 – me enfurecieron porque ellas sí podían provocar bajas si nos acertaban. Pero como caían tan lejos terminé por darles poca importancia y más aún cuando tuve la certeza de que se trataba de cohetes y no de misiles antitanque.
Mi primera reacción fue ordenar a mis tres tractores “desenfilada de casco” (algo ensayado hasta el aburrimiento en la base Baterías), es decir, ocupar posiciones donde los LVTP-7 quedaran protegidos del fuego enemigo entre los pliegues del terreno pero en condiciones de poder disparar con sus estaciones de armamento y observar el campo de combate con los periscopios del jefe de vehículo.
Cuando ordené echar pie a tierra, la gente desembarcó con la rapidez y el orden de siempre… pero a mí me pareció que se movían en cámara lenta.
Como se hacía en esos años, lo primero que hacía el infante de marina al abandonar la rampa trasera del VAO era mirar la dirección hacia la que apuntaba el cañón de la ametralladora de 12,7 mm de la estación de armamento de su vehículo: ésa era la dirección donde se encontraba el enemigo. Además, cada hombre sabía que al descender debía ir a la derecha, o a la izquierda o proteger al vehículo y al resto de la gente desde una posición detrás y al centro del conjunto.
Hoy sigo sintiéndome orgulloso de ver esa mañana a mis infantes de marina hacer el procedimiento de “echar pie a tierra” con igual soltura, rapidez y orden que en los médanos de Baterías. Juro que nadie gritaba; estábamos recogiendo los frutos del adiestramiento maniático de esos tiempos.
Una vez identificado el lugar desde el que nos hacían fuego informé de la situación por radio al Batallón y recomendé que mi vanguardia pasara a ser base de fuego para apoyar la maniobra de la compañía Echo por la derecha (tal como estaba previsto en nuestros “procedimientos operacionales normales”; no inventé nada: era lo que hacíamos en nuestros ejercicios y lo que estaba acordado en el plan de maniobra en tierra).
Ordené a las ametralladoras 12,7 mm de mis tractores que neutralizaran a los 5 o 6 tiradores enemigos en las casas del borde del pueblo.
A mis dos morteros de 81 mm les impuse que neutralizaran a la ametralladora que nos hacía fuego de una casa con techo bajo.
Un mortero de 81 mm como los que teníamos en la vanguardia.
Al suboficial Di Filippo (jefe de mis dos cañones sin retroceso de 75 mm, usados en la Guerra de Corea) le dije a los gritos en la oreja (¡lo tenía al lado mío pero era tal el ruido que era la única forma de hacerme entender!) que neutralizara a la otra ametralladora que nos tiraba desde la ventana baja de una casa con techo a dos aguas del British Antarctic Survey.
Un cañon sin retroceso de 75 mm como los que usamos el 2 de abril.
Todos –de acuerdo a nuestras reglas de empeñamiento- sabían que debían tirar para neutralizar y no a matar (tiraríamos a matar en caso de que peligrara el cumplimiento de la misión o las vidas de las propias tropas). El punto a apuntar era la línea del alero de las casas, bien alto para evitar matar, tanto como fuera posible.
Unos pocos disparos (dos cañonazos, tres morterazos, cinco tiros por fusil y nada más) bastaron para que el enemigo suspendiera sus fuegos, abandonara sus armas y se replegara hacia la Casa del Gobernador.
Los servidores de mis dos ametralladoras estaban frustradísimos: solo pudieron disparar tres o cuatro series de reglaje sobre los techos a dos aguas de las dos casas ocupadas por los ingleses; justo cuando iban a pasar a fuego de eficacia los tiradores enemigos, ocultos por una granada de humo, tomaron las de Villadiego.
Impacto de uno de los tres proyectiles de mortero de 81 mm;
el enemigo desalojó de inmediato esta casa y no volvió a mostrarse.
RENDICIÓN, MUERTE Y GLORIA.
El Capitán de Corbeta de Infantería de Marina Pedro Giachino veía que nosotros estábamos por entrar al poblado y el enemigo seguía sin rendirse.
Hizo lo que hacen los grandes: tomó el peso de la situación sobre sus hombros y al grito de “¡seguirme!” rodeó la casa del Gobernador por un costado.
Un fusil inglés lo mordió sin piedad. El Teniente de Fragata García Quiroga que lo seguía cayó también, pero una navaja que le había regalado su padre le salvó la vida. El cabo enfermero Urbina se acercó y fue también herido; aún así pudo tratar a sus dos jefes.
Pedro sacó una granada de mano y les gritó a los ingleses que no se acercaran; empezó a perder el conocimiento.
García Quiroga le gritó que repusiera el seguro a la granada; Pedro solo pudo envolver la granada con la correa de sus prismáticos. Enseguida clamó “¡Cristina!” (su mujer) y entró en la gloria.
Pedro Edgardo Giachino.
El gobernador se quebró: entre el humo y los estampidos de las armas veía cuerpos ensangrentados en la entrada de su casa y una fuerza mecanizada que se venía encima de sus pocos Royal Marines.
Pidió parlamento: Pedro Giachino había cumplido con su misión. No hubo combate sangriento en Puerto Argentino, solo una viuda y dos huérfanas en Puerto Belgrano.
EPÍLOGO.
Mientras el Batallón ocupaba toda la localidad y se daban las formalidades de la rendición, pasé alrededor de la casa del gobernador, llegué al cuartel (vacío) de los Royal Marines y me dirigí con mis tres LVTP-7 hacia el apostadero naval al otro lado de la bahía.
El BIM2 entrando a Puerto Argentino luego de la rendición del gobernador.
Iba con mis tres tractores saliendo de la Casa del Gobernador por el camino costero hacia Moody Brook cuando vi a los Comandos Anfibios a unos 300 metros; ellos marchaban a caballo del camino hacia mí. Al alcanzarlos, me detuve y sin apearme del LVTP-7 (estaba enchufado a los cables de comunicaciones del vehículo) le dí la mano al Capitán Sánchez Sabarots. Recuerdo que me dijo con una enorme sonrisa “¿Cómo le vá, Huguito?”.
Estaba tan contento de verlos que casi cuando me iba se me ocurrió preguntarle si había tenido bajas. Me dijo que no y que tuviera cuidado al llegar a un puente de madera porque había una voladura eléctrica preparada en el lugar (resultó ser parcialmente cierto; los ingleses no pudieron terminar de minarlo).
Al llegar al apostadero a uno de mis vehículos anfibios se le escaparon dos o tres disparos; creyendo que era fuego enemigo, ordené buscar cubiertas contra el fuego. AL correr metí el pie izquierdo en una grieta entre las piedras y casi me rompí el tobillo.
Estaba reorganizando a mi unidad luego de la captura el Apostadero de la Royal Navy (frente a Puerto Argentino) cuando me llegó la noticia de la muerte de Pedro Giachino; estaba muy ocupado, pero me tomé un segundo para rezar un Padrenuestro. Lo sentí muy especialmente porque Pedro era un muy querido compañero de la Promoción.
Paramos unos minutos por orden superior; desplegamos un dispositivo de seguridad y comimos rápidamente la ración de combate.
El vehículo recuperador del Batallón de Vehículos Anfibios cruzó navegando la bahía, se nos acercó rápidamente y me reparó los daños de dos de mis VAOs: a uno se le había salido una oruga y a otro le taparon los 97 agujeros de bala… con Poxipol.
En seguida continué cumpliendo con el plan de maniobra: ocupar la punta oeste de la entrada al puerto. Sobre la marcha recibí órdenes de buscar una patrulla enemiga que se había replegado hacia mi frente. No encontramos nada.
Finalmente me ordenaron perseguir a esa patrulla, que había sido vista cerca de la angostura de entrada al puerto. En realidad, la patrulla había abandonado la zona en un bote de goma hacia el norte; se entregaron unos 10 días más tarde. Encontramos el armamento que abandonaron antes de embarcarse.
Por radio recibimos la noticia de que se habían conquistado todos los objetivos, que la operación anfibia había finalizado y que darían nuevas órdenes.
Pausa ordenada por el Comando de la Fuerza de Desembarco,
antes de conquistar el Apostadero de la Royal Navy en Dairy Cove.
Allí nos alcanzó el Almirante Busser que venía inspeccionando la zona y charlando con todos.
Por radio recibí la orden de replegarme hacia el gimnasio del pueblo.
Nos alojamos en la cancha de básquet cubierta del pueblo y nos repartieron un guiso de lentejas maravilloso, pan, naranjas y una botellita chica de vino tinto.
El grueso del Batallón embarcó esa misma tarde a las 14:00 horas en aviones y regresó a la base Baterías.
Mi gente, luego de establecer la guardia, armó bolsacama y se durmió de inmediato.
2 de abril, 14:00 hs: el Batallón de Desembarco listo a
para volar de regreso a Puerto Belgrano.
REGRESO A CASA.
Como segundo comandante del Batallón me quedé en Puerto Argentino con un pequeño escalón de retaguardia.
Volé el 3 de abril a media mañana en un C-130 de la Fuerza Aérea Argentina con todo lo que quedaba del escalón de retaguardia; fuimos los últimos del Batallón en salir de las Islas.
Yo iba en camilla, con el tobillo izquierdo hinchado como un melón y sumamente dolorido.
Primero hicimos escala en Río Gallegos y de allí volamos hasta la base aeronaval Comandante Espora en un avión naval.
Tanto en Río Gallegos (mi primera escala) como en Comandante Espora (aeropuerto de destino) y en el Batallón (nuestro cuartel) fuimos recibidos como héroes, lo que francamente nos ponía un poco incómodos, pero era una sensación de todos modos deliciosa.
La gente del Ejército, de la Aviación Naval y los infantes de marina que nos veían nos hacían miles de preguntas y demostraban estar muy felices con todo lo ocurrido.
Esperaba que mi familia no estuviera intranquila; tenía enormes deseos de ver a mi mujer y los chicos.
Tenía ganas de hablar con mi padre (infante de marina retirado) y mis hermanos (otros dos infantes de marina…) para contarles lo que había visto y vivido.
Llegué a mi casa de la base Baterías a la medianoche del 3 de abril.
Mi conductor me llevaba colgado al hombro (mi tobillo seguía hinchadísimo y me dolía aún más a causa del largo viaje en avión).
Al llegar a la puerta del jardín de mi casa, apareció corriendo mi mujer.
Mis tres hijos me miraban parados desde el porch con sus piyamas, asombrados de verme con uniforme de combate y colgado del hombro de otro infante de marina.
La reunión familiar fue de enorme emotividad. Los chicos no se podían dormir.
Me bañé en la bañadera (no podía estar de pie) y me acosté.
Al acomodarme la ropa de cama mi mujer me hizo aullar de dolor al golpearme sin querer el tobillo, exactamente en el lugar más inflamado y dolorido.
Hablamos como una hora con la luz apagada. Creo que yo me dormí primero.
A partir del día siguiente recibí mil visitas en casa y en el cuartel; eran compañeros míos y oficiales más y menos antiguos que nos felicitaban y querían enterarse de primera mano sobre lo ocurrido durante la operación.
Uno de los primeros en venir fue Juan Ibáñez, aviador naval y mi mejor amigo. Yo estaba sentado en mi despacho con el pie averiado sobre una silla, trabajando con algunos oficiales del Estado Mayor; Juan entró y me abrazó un largo rato sin decir palabra.
El señor Fox, encargado del bar de la Pileta del club de oficiales de la base, me trajo una caja de botellas de champagne que me mandaban sus vecinos de Punta Alta; no me pude negar a recibir el regalo: era una demostración de calidez que me llenaba de gratitud.
Tenía una enorme alegría y un sentimiento de satisfacción por haber participado de algo bien hecho.
Estaba orgulloso por lo hecho por la Armada Argentina: una operación anfibia impecablemente ejecutada.
Mis sentimientos por mi Batallón fueron invariablemente de orgullo, espíritu de cuerpo y más orgullo.
Sigo agradeciendo a Nuestra Señora Stella Maris y a la Virgen del Rosario por traer de regreso a toda mi gente.
Estaba otra vez en casa. La verdadera gesta vino después.