Enfoques ligados a la “teología de la liberación” y su paso por el peronismo de Guardia de Hierro signaron la perspectiva con la que, desde Roma, Bergoglio mira los conflictos del mundo.
Juan Carlos Scannone nos había citado a las cinco de la tarde en el Colegio Máximo de San Miguel, el lugar donde vivía y trabajaba desde hacía varias décadas. Allí había realizado en 1971 unas famosas jornadas de filosofía en las que, junto al tan genial como extravagante Enrique Dussel, desarrolló lo que dio en llamarse filosofía de la liberación, una rama de la teología de la liberación. A esas jornadas asistían desde Víctor Massuh y Augusto Roa Bastos hasta Lucio Gera (que “siempre andaba con problemas de columna”, cuenta) y una mujer cuyo nombre hay que retener porque es decisiva en la cosmovisión de Jorge Bergoglio: Amelia Podetti.
La reciente entrevista del presidente Alberto Fernández en el Vaticano, breve y protocolar, y la neutralidad de mero go between que adoptó el Papa entre el ministro Martín Guzmán y la jefa del FMI, Kristalina Georgieva, representan una buena oportunidad para sondear en las fuentes en las que Francisco moldeó su pensamiento.
Aquella tarde, en las dos horas largas que duró la charla, Scannone nos introdujo en el clima de época que reinaba entre teólogos y filósofos católicos cuando discutían apasionadamente sobre religión y marxismo. Bergoglio vivió en ese Colegio Máximo durante casi una década. Llegó a ser rector y entabló con Scannone una amistad muy estrecha, a punto tal que cuando fue nombrado Papa lo convocó a Roma para que escribiera en el periódico La Civiltà Cattolica, un órgano de difusión jesuita.
Scannone y ese edificio nacieron en el mismo año: 1931. Ladrillo a la vista, arcos de medio punto en puertas y ventanas, arquitectura abovedada, paredes anchísimas y recovas con columnatas que reparan del sol y que se abren a enormes jardines. Ese día fue la primera y última vez que lo vi; tres años después, en 2019, murió. Octogenario, bajito, calvo, de cara regordeta, usaba unos anteojos negros a través de los cuales asomaba una sonrisa calibrada. Con Juan José Sebreli, en cambio, se conocían de niños, de los años 40, cuando ambos asistían al Colegio Normal Mariano Acosta. No por casualidad se habían hecho amigos y compañeros de banco: a diferencia de Bergoglio, a ninguno de los dos les gustaba el fútbol, lo que en un colegio de varones constituía una invitación al bulliyng, una suerte de capitis deminutio. Los imaginé de adolescentes, filosofando bajo los frescos renacentistas de Narazero Orlandi que adornaban los techos del colegio; y los vi en ese momento, caminando lentamente por el jardín de San Miguel. “Estás más gordo”, le dijo Sebreli, con la sinceridad brutal que lo caracteriza. “Y vos más flaco”, contestó Scannone, como un tenista que responde con un passing shot fulminante.
Nos ubicamos en una habitación austera: sillas muy sencillas, una mesita, paredes pintadas a la cal, muros gruesos que no alcanzaban a amortiguar el calor de esa tarde de enero. Casi no corría viento. “Tendrás un vasito de agua, si no es molestia”, clamó Sebreli. Luego de varias dudas llegaron tres vasitos plásticos pequeños con agua de la canilla.
Scannone se había doctorado en Múnich y había vivido la fiesta de una Europa en ebullición, donde solía codearse con Ratzinger y Lévinas. “Yo volví en noviembre del 67, Bergoglio estaba estudiando teología y se ordenó en diciembre”, nos cuenta. “Como yo había sido su profesor de griego fui a la primera misa que hizo, en una capilla en un colegio de religiosas por Flores, y allí me encuentro a dos primas mías. Le pregunto a una ‘qué hacés vos acá’, e increíblemente me dice que había sido su maestra de primer grado”.
Parece hurgar en su memoria cuando le preguntamos por los libros que leía Bergoglio. Menciona Diario espiritual, de san Ignacio; El amo del mundo, una novelita de Robert Benson; Los novios, de Manzoni. Hasta que súbitamente cita un título tan desconocido como crucial: La oposición polar, de Romano Guardini. Scannone pronuncia el título en alemán y hace una larga disquisición sobre la traducción. El leimotiv de ese libro es la oposición: arriba/abajo, varón/mujer, izquierda/derecha, norte/sur, divino/humano. No es contraste, que sería luz/sombra. Tampoco es contradicción, que sería sí/no. Los términos no se contradicen como tesis y antítesis en Hegel, solo se oponen. No se excluyen porque quedan siempre en tensión, no hay síntesis. Es una manera alternativa y contraria a la dialéctica hegelo-marxista: cada cual permanece abroquelado en su lugar. En esta cosmovisión, la síntesis hegeliana violentaría la alteridad porque, en la fusión, siempre habría fagocitación y lápida. Por eso propone que en los conflictos no haya dialéctica sino un simple contacto.
Un mero contacto
Esta tesis ha tenido implicancias evidentes en un lote de gestos performáticos del Papa. Se inscriben en ese registro el encuentro para rezar juntos con el líder palestino Mahmoud Abbas y el presidente israelí Shimon Peres y el abrazo con el rabino Abraham Skorda y el musulmán Omar Abboud frente al muro de los lamentos. Cada uno preservaba su individualidad, no había contienda ni comunicación auténtica, sino meramente un contacto al cabo del cual cada uno volvía a su mundo. Gestos. Resultado: a los pocos días palestinos e israelíes se olvidaban del encuentro y estaban nuevamente a los tiros.
Más peligrosa aún fue la aplicación de esta filosofía en las tratativas del Papa con Venezuela, al insistir con una salida pacífica que respetara tanto a los disidentes como a Maduro. Resultado: la dictadura continúa y se agrava, con su secuela catastrófica de miles de muertos y exiliados. Si desde una perspectiva abstracta es verdad que todas las opiniones gozan a priori de una presunción de validez, y por lo tanto no correspondería que fueran violentadas ni suprimidas, en la práctica esta tesis de Guardini lleva a un inevitable relativismo paralizador. ¿Qué ocurre cuando, ante el avance de un Hitler o un Stalin, no me defino como una antítesis clara y contenciosa y permito que avancen los enemigos de la libertad? ¿No me convierto acaso en cómplice?
Pero Guardini se ensambla con el deslumbramiento que Amelia Podetti ejerció sobre Bergoglio. Esta mujer, que podría definirse como una hegelo-peronista, fue crucial en las llamadas Cátedras Nacionales y la intelectual de más peso en el grupo Guardia de Hierro. Dos hechos confirman ese influjo. El primero: Bergoglio prologó en 2007 un libro póstumo de Podetti; el segundo: según nos dijo Julio Bárbaro una tarde en el viejo Hotel Plaza, Bergoglio le entregó la Universidad del Salvador a las Cátedras Nacionales.
Periferia de la periferia
Sebreli evoca ante su excompañero de colegio una anécdota protohistórica: “Vos me llevaste a una manifestación de juventudes católicas, yo en esa época iba a todos lados. Estábamos parados y pasa una chica un poco mayor que nosotros. Me impresionó sin saber quién era porque hablaba con fanatismo, se ponía colorada, con muy buena oratoria, parecía una predicadora. Muchos años después, cuando ya era conocida y vino a mi casa a través de una amiga en común, me di cuenta de que aquella muchacha enardecida era Amelia Podetti”.
Scannone replica con otra anécdota, no menos esclarecedora. Cuando el Papa lo convocó a Roma fue para que escribiera en el periódico jesuita, lo primero que hizo fue pedirle una audiencia. Ese encuentro fue en Santa Marta y Bergoglio le dijo que cuando fue ungido Papa y salió al balcón no tenía nada preparado. La “improvisación” fue sin embargo calculada cuando dijo “Vengo del fin del mundo”. El viejo teólogo sintió que la frase le caía como anillo al dedo: justamente, entre los temas que tenía para proponerle estaba el de que la realidad se ve mejor desde la periferia que desde el centro. Desde Tierra del Fuego se ve mejor el mundo que desde Europa. Desde las villas se ve todo Buenos Aires, en cambio desde la catedral o desde Barrio Norte se ve poco y nada. La frase “Vengo del fin del mundo”, un detalle aparentemente geográfico e inofensivo, adquiere así una semántica crucial, como un guante que antes del crimen había pasado inadvertido pero que, a posteriori, cobra un sentido dentro de la pesquisa. Scannone toma un sorbo de agua y remata: “Bergoglio entonces me dice: ‘¿Sabés de dónde saqué yo ese tema? De Amelia Podetti’”.
Entre 1967 y 1970, Jorge Bergoglio cursó estudios de teología en la Facultad de Teología del Colegio Máximo de San José, en el Partido de San Miguel. Allí recibió las enseñanzas del teólogo jesuita Juan Carlos Scannone, uno de los exponentes de la llamada teología del pueblo.AP – El Salvador School
La periferia y el centro. ¿Era un elogio de las culturas marginales? A regañadientes, el viejo teólogo lo admite: “De alguna manera, sí”. Podetti decía que con el descubrimiento de América recién se tiene la idea de “mundo”. Según ella, América había sido preparada por la historia para cumplir una misión esencial. En la combustión entre Guardini y Podetti hay una operación de doble pinza contra el eurocentrismo: congelar la imagen con Guardini y otorgar a América Latina un predominio secreto con Podetti. Por eso Sebreli define a Bergoglio diciendo que es “el maquiavélico Ignacio de Loyola travestido en el dulce Francisco de Asís”. A los jesuitas les gusta jugar en política, y si es con las cartas marcadas mejor. Lo supo el arduo Carlos III en 1767, que los expulsó por intrigantes de la península y de las colonias españolas, luego del motín de Esquilache.
Pero Podetti estudió en París, Scannone en Alemania y Bergoglio vive en Roma, los libros que leyeron y que los conmovieron son casi todos de autores tan europeos como sus propios apellidos. De modo que Europa es su capital simbólico, mal que les pese. Esa utopía latinoamericanista se respaldaba en que Europa se había mercantilizado, era consumista, egoísta y oligárquica; en síntesis, se había alejado de Cristo, mientras que en la “virgen” Latinoamérica, por el contrario, palpitaban la naturaleza, los valores espirituales y el Pueblo (con mayúscula).
Los últimos cuarenta años han desmentido a Podetti: mientras Europa, con todos sus defectos, tiene las sociedades más progresistas e igualitarias, donde se alcanzó la inclusión de las minorías, donde primero operó la igualdad de género, donde hay prensa libre, donde los pobres dejan de serlo, en la periferia venerada por Podetti y Bergoglio la corrupción corroe como un tumor todos los planos. Desde el caso Odebrecht a los cuadernos de Centeno, cunden los presidentes procesados y presos. Países enteros como Venezuela o Nicaragua han caído en hecatombes humanitarias. El conurbano bonaerense ha superado ya el 50 % de pobreza. En casi todos estos lugares los débiles son cada vez más débiles. Y la religiosidad de Daniel Ortega, Rafael Correa o Evo Morales no es más que un apolillado conservadurismo. Que Podetti incurriera en estos errores en los años 70, cuando hasta Fernando Henrique Cardoso hablaba de dependencia, vaya y pase, pero que el Papa lo repita ya bien entrado el siglo XXI roza lo trágico.
Bergoglio está constituido por aquel artefacto intelectual de las Cátedras Nacionales y Guardia de Hierro: una derecha peronista que detestaba el liberalismo pero que tampoco quería adoptar el incómodo marxismo, razón por la cual se refugió en el binarismo pueblo/antipueblo, lo que inevitablemente desembocó en cierta simpatía por el populismo, en el acercamiento a los curas villeros (del padre Mugica al padre Pepe) y en el elogio espiritualista de la marginalidad. Como si ser pobre fuera una virtud. No por nada Juan Grabois, hijo de Roberto “Pajarito” Grabois, un afluente de Guardia de Hierro, es un nexo eficaz con esas barriadas doblemente marginales (por ser lo periférico dentro de un país períferico) en las que Bergoglio atisba el discreto encanto de la pobreza.
por Marcelo Gioffré
La Nación, 22 de mayo de 2021