El concepto ancestral de castas se aplica a grupos conservadores de poder con continuidad hereditaria, o sea por generaciones. En la actualidad el término se utiliza como metáfora para señalar continuidades políticas plagadas de nepotismos y elitismos en el que la perdurabilidad predomina sobre lo ideológico. Sus sistemas de gobierno presentan matices siempre alejados del concepto de democracia y republicanismo: autocracia, dictadura, dirigismo, militarismo, entre otros. En algunos casos predomina el personalismo; Cuba se identifica con el castrismo y Venezuela con el chavismo. En otros como Rusia y China, sus sistemas mantienen tradiciones autocráticas e imperiales, pero con estrategias de desarrollo modernas que les permite competir con otras potencias en un marco capitalista.
Nuestras castas criollas presentan características peculiares: su continuidad temporal la logran en el marco de una democracia, si bien de pobre calidad, y pese a ser responsables del atraso y empobrecimiento del país. El invocado “fuerte presidencialismo” se diluye en un sinnúmero de mini castas cuyos integrantes pueden intercambiarse en cada elección. Pese a lo cual discursivamente se sigue apelando al principio binario de “amigo y enemigo” planteado por Carl Schmitt como forma de concentrar poder (la grieta), que perdió vigencia en nuestra realidad política debido a una multiplicación de castas con múltiples grietas internas fluctuantes, y alejadas de todo proyecto nacional basado en intereses comunes virtuosos. La situación semeja a las luchas entre ciudades-estados en la Italia de los siglos XV y XVI, en donde los acuerdos de ocasión y traiciones habituales llevaron a Maquiavelo a expresar “que los que cambian siempre de bando, terminan estando en ningún lado”. Esta anomia explica también el costoso y ocioso sobredimensionamiento del Estado, pues las “castas y mini castas” no negocian programas de gobierno sino cargos y prebendas.
Imprevistamente una pandemia mundial aún inmanejable puso a prueba la capacidad conductiva de los gobiernos, bajo la expectativa de que “toda crisis presenta una oportunidad”. La fiebre amarilla a fines del siglo XIX permitió un fenomenal avance en las infraestructuras de saneamiento. En nuestro caso solo sirvió para exponer como nunca antes las superficialidades discursivas y mediocridades conductivas políticas, que mantuvieron el conservador y repetido simplismo conceptual de siempre, sin comprender el profundo cambio de escenario. Como natural consecuencia de la falta de una estructura de gobierno nacional coherente, el presidente Alberto Fernández oscila entre confusiones declarativas y descoordinaciones ejecutivas, transformándose en un mal comunicador antes que en un presidente. La vicepresidenta por su parte emite epístolas circunstanciales grandilocuentes dedicadas a su propio gobierno, pero sin cursos de acción definidos. Como corolario, la oposición se suma al festival literario y declarativo tipo boletín informativo.
Comenzada la pandemia, la acción oficial arrancó con los habituales exitismos autocomplacientes y rimbombantes, para un año más tarde, carecer de una política de vacunación definida y menos aún una política económica, siquiera a corto plazo. El ministro de economía (del que dependen más de 200 cargos jerárquicos políticos en el árbol burocrático), recorre el mundo con Vaticano incluido, clamando que la deuda no se puede pagar (lo que todos sabemos), pero sin un plan económico de corto y mediano plazo conocido en primer lugar por los argentinos. Cual morosos consuetudinarios, vamos tirando.
Cuando el exitismo inicial mutó en desesperación, no solo se mantuvo la grieta comunicacional “Macri/Cristina” como recurso propagandístico simplificador, sino se la trasladó demencialmente a la acción de gobierno: salud o economía; camas hospitalarias o aulas; si el virus circula de capital a provincia o viceversa; si en la reforma constitucional de 1994, el nivel de autonomía de la ciudad de Buenos Aires es o no equivalente a una provincia. En este contexto las castas y mini castas no postergaron sus prioridades, como la de batallar en ámbitos legislativos y judiciales para mantener libertades y proteger patrimonios mal habidos de varios de sus miembros, y tomar posesión de los escasos botes del Titanic representados por los recursos públicos, ya sea por las buenas (prebendas), o por las malas (corrupción). Como en la antigüedad, las castas necesitan de costosas estructuras de apoyo que se sostienen con tributos del pueblo (hoy impuestos), y conquistas territoriales que les provean recursos (hoy sacar por decreto coparticipación a la ciudad de Buenos Aires, y restarle autonomía a esta caprichosa ciudad-estado)
Los pobres? Hasta el momento alcanzan el 42% en el país, y se ubican en la tercera vía ante la grieta: carecen de opciones. Solo piden pan.
por Alberto Landau
Buenos Aires, 21 de abril 2021