Puede sonar ingenuo o idealista, pero creo fervientemente en el diálogo, la cooperación, la formación de consensos, la necesidad de que los principales actores políticos, económicos y sociales puedan acordar un conjunto básico de objetivos estratégicos de largo plazo para orientar las políticas públicas y romper la obsesión cortoplacista que caracteriza a nuestra cultura ciudadana. Desconfío de los liderazgos personalistas, del abuso de la autoridad presidencial en detrimento de la división de poderes y de los frenos y contrapesos que dispone nuestro diseño institucional. Rechazo en especial los estilos de liderazgo hiperpresidencialistas que ahogan la democracia y anulan o amortiguan la legitimidad de los otros poderes del Estado, en especial el Parlamento, la casa de los partidos políticos.
Critiqué a este gobierno por haber despreciado la política hasta la reciente crisis (veremos si la aparente autocrítica se transforma en modificaciones efectivas en el proceso de toma de decisiones) y por haber ignorado la promesa de campaña de promover acuerdos estratégicos sobre “políticas de Estado”, planteada para las elecciones de 2015 y reiterada el año pasado. Hubo un breve amago en el CCK a fines de octubre pasado, pero al poco tiempo el Gobierno se engolosinó con la ilusión de desplazar al peronismo como partido hegemónico, se autoconvenció de la inevitabilidad de la reelección de Mauricio Macri, perdió foco y credibilidad en relación con la agenda de reformas económicas y terminó alimentando con errores no forzados esta intensa crisis cambiaria que, irónicamente, tuvo como principal resultado el cambio de Cambiemos en al menos tres planos: el fortalecimiento de la hasta hace poco desplazada y taciturna ala política, el empoderamiento de Nicolás Dujovne como “ajustador oficial” del equipo presidencial y la posible convocatoria a un gran acuerdo nacional.
Por haber sido siempre un convencido militante de esta última idea, celebro que el oficialismo se disponga a dialogar con una pluralidad de fuerzas políticas y representantes de la sociedad civil con visión amplia, espíritu republicano y vocación autocrítica. Más vale tarde que nunca.
Sin embargo, me preocupa la agenda de debate. En principio, el Gobierno convocaría a múltiples exponentes del liderazgo nacional para pedirles que renuncien a algún tipo de privilegio que la mayoría considera derechos adquiridos. Esto incluye gobernadores de la oposición, alguno de los cuales aspira a competir por la sucesión presidencial contra el propio Macri (o contra María Eugenia Vidal). No sorprende que las primeras reacciones hayan sido tan cordiales como negativas: los barones del peronismo periférico están encantados de sentarse a dialogar, pero solo para presionar al jefe del Estado para que el ajuste recaiga en su gobierno y en el de sus principales socios políticos, la propia Vidal y Rodríguez Larreta.
Si Macri continúa con su obsesivo foco en los recortes presupuestarios, la convocatoria está destinada a fracasar, como ocurrió con el primer GAN impulsado en 1971 por el general Alejandro Agustín Lanusse, que solo buscaba impedir el regreso al poder de Perón (en vez de consolidar las instituciones democráticas y el Estado de Derecho). Otro sería el panorama si la propuesta de debate fuera más abierta y sustanciosa; si priorizara el equilibrio fiscal, pero al mismo tiempo contemplara al menos otras tres dimensiones que constituyen los pilares de un proyecto de nación: el sistema capitalista, el modelo de Estado necesario para romper este perverso círculo vicioso de falta de desarrollo que lleva más de siete décadas y el sistema democrático con el cual nos vamos a gobernar.
Aunque parezca mentira, nunca nos dimos la oportunidad de debatir estas cuestiones de forma simultánea, consistente, madura y responsable. Por eso llevamos tanto tiempo en este asfixiante estancamiento cuasi secular.
El primer punto representa una oportunidad para saldar viejas antinomias: campo-industria, aperturismo-proteccionismo, economía real-sistema financiero. Persisten visiones anacrónicas que suponen que existe una contradicción fundamental e irresoluble entre capital y trabajo. Esto ignora el hecho de que el capitalismo contemporáneo debe ser pensado como una compleja y cambiante red de organizaciones descentralizadas, alimentadas y articuladas por impresionantes flujos de información y conocimiento que tienen la capacidad de generar y multiplicar volúmenes inéditos de riqueza. Esto requiere una transformación profunda de la institucionalidad existente, considerando los continuos avances de la tecnología y de la competencia de muchísimos países que nos han sacado una ventaja, a esta altura, casi irrecuperable. El cambio que requiere la Argentina debe ser macro y micro. Duplicar el ingreso per cápita en una década constituye un objetivo mucho más sugerente que equilibrar las cuentas públicas, que debe ser considerado un prerrequisito, pero nunca un fin.
Respecto del segundo ítem, nos debemos como sociedad un esquema basado en una fórmula tan sencilla como trascendental: todo el mercado posible, todo el Estado necesario. Esto implica un Estado inteligente, ágil, capaz y presente y a la vez austero, transparente, profesional y responsable. Capaz de brindar los bienes públicos esenciales (seguridad, justicia, educación, salud, infraestructura física y cuidado de medio ambiente) en función de criterios de equidad, integración territorial, eficacia y eficiencia. El sistema federal permite aprovechar el potencial transformador de una descentralización planificada e inteligente, que integre la política local como un eslabón crítico para mejorar la interrelación (y alimentar la participación) de los ciudadanos.
Esto remite a la tercera dimensión: a punto de cumplir 35 años de continuidad institucional, nuestra estructura política se encuentra en crisis y nadie hace nada para salir de ella. El sistema electoral (incluyendo la famosa lista sábana) ha generado partidos anémicos y fragmentados, incapaces de identificar, jerarquizar y canalizar las demandas de la ciudadanía. Solo sirven como plataforma formal para lanzar proyectos personales de poder. La tradición caudillista no termina de morir, y el surgimiento de un liderazgo democrático genuino no termina de nacer. En el ínterin, los gobernantes se tientan con la trampa fácil del hiperpresidencialismo, que otorga la falsa sensación de control y fortaleza hasta que los despabila alguna crisis y advierten que lo que parecía permanente se evaporó, que todo es efímero. Por eso los presidentes argentinos no dejan legados perdurables. Solo se llevan consigo causas judiciales, enemigos ocultos o visibles a quienes responsabilizan de su opaco destino y la frustración de haber desperdiciado una gran oportunidad.
Aprovechemos la próxima convocatoria para debatir en serio los problemas de fondo. Démonos de una vez por todas la oportunidad de escucharnos, comprendernos y respetarnos para consensuar modelos pragmáticos y posibles de capitalismo, Estado y democracia. Si lo logramos, tal vez la reciente crisis cambiaria haya sido el llamado de atención que necesitábamos para reaccionar. Si ponemos otra vez el carro delante del caballo y limitamos todo a una discusión sobre ajustes, instrumentos de política y metas fiscalistas, seguiremos alimentando los grandes desacuerdos nacionales.
Llegó la hora de pensar en grande, de hablar en serio. Tenemos que alcanzar cuanto antes el equilibrio fiscal, es cierto, pero eso, como único destino de una nación, suena absurdo, amarrete y aburrido. ¿O acaso alguien puede imaginar a San Martín resignando el cruce de los Andes o a Sarmiento postergando la construcción de escuelas y hospitales porque no les cerraban los números?
Fuente: La Nación Online