El capitán inglés Joseph Andrews recorrió nuestro territorio y nos dejó un magnífico libro editado en Londres en 1827 con los recuerdos de esa visita a nuestras tierras con el título: “Viaje de Buenos Aires a Potosí y Arica en los años 1825-1826”.
Entre las muchas ciudades que visitó una de ellas fue Salta, en la que se ve que nuestro amigo inglés tenía buen ojo para las mujeres y las de allí lo impresionaron al punto de que escribió: “Las damas de Salta gozan de fama proverbial en las provincias por su belleza y finos modales, a lo que podría agregarse un porte lleno de vivacidad y distinción que aumenta sus atractivos. La sociedad se clasificaría entre las de alto rango”. Y a continuación elogia a los caballeros de su tiempo.
En esa visita el militar británico, que intentaba explotar el negocio de minas, fue introducido socialmente por el médico escocés Joseph Redhead, que había atendido a Manuel Belgrano y a Martín Miguel de Güemes, a una dama jujeña, Josefa Raimunda Marquiegui, propietaria de los derechos de las explotaciones de Chiromo, en las proximidades de Tupiza. Y escribe sobre ella: “Esta dama era mujer de treinta años más o menos, con facciones que se dirían bellas más bien que hermosas, esbelta de formas y modales graciosamente cautivadores, detalle muy común en las damas salteñas”. Aclaremos que Josefa tenía 27 años, había nacido en San Salvador de Jujuy el 5 de mayo de 1797, hija del comerciante guipuzcoano Ventura Marquiegui y de su mujer María Felipa Iriarte, y que entroncaba con antiguas familias jujeñas.
Le faltaban cuatro meses para cumplir 14 años cuando casó con su primo, el comerciante Pedro Antonio de Olañeta y Marquegui, que le llevaba casi tres décadas. Olañeta había llegado de su nativa Elgueta, en Guipúzcoa, radicándose en Jujuy y haciendo transacciones comerciales en el norte que le dieron una más que acomodada posición. En 1803 había sido designado sargento mayor de las milicias urbanas de Cotagaita, y no fue contrario a la Revolución porteña de mayo 1810, como que al año siguiente fue elegido en Jujuy regidor y defensor de Menores y Pobres, pero el nombramiento no fue aceptado por la Junta Grande, seguramente por ser español peninsular. Disgustado en grado extremo se unió a los realistas y combatió en toda la guerra de la independencia, y fue quien ocupó nuevamente Salta en junio de 1821 a la muerte de Güemes.
A tal extremo llegaron sus méritos que el virrey del Perú, José de la Serna, escribió en la hoja de servicios de Olañeta en 1818 que “la decidida adhesión de este benemérito jefe a la causa del rey, le ha comprometido a continuados sacrificios de su vida, familia e intereses, cuyas circunstancias le hacen perfectamente encomiable y digno de toda consideración”. Alcanzó la jerarquía de mariscal de campo en 1824, con antigüedad al año anterior, se opuso a aceptar la capitulación de Ayacucho y debió hacer frente a la sublevación de sus propios subordinados. Falleció a consecuencia de las heridas sufridas el día anterior en el combate de Tumusla, el 2 de abril de 1825.
Prosigue que realzaba las cualidades de “Pepita”, como era conocida socialmente María Felipa, “una expresión de tristeza en el rostro que armonizaba con el luto de su vestido y la situación del momento”. La soledad, señala, “había aumentado su abatimiento, pero aún así, su natural dulzura y bondad de corazón se dejaban ver en todo. La comparé con una linda flor trasplantada de la luz a la sombra; palidecían sus colores y sin embargo conservaba el perfume y belleza en tanto que su situación fuera de lugar la tornaba sumamente interesante. El héroe de Ayacucho, general Sucre, le había prestado solícita protección contra la anarquía que sobrevino a raíz de la caída de su esposo… Dotada de gran valor, no llegaba éste a eclipsar lo femenino de sus gracias y prendas que la hacen tan distinguida. Su exquisita educación y la afabilidad de sus cautivadoras maneras, envueltas en suave tristeza, cautivan al momento el espíritu del que por primera vez la trata, dejando profunda huella”.
El general Tomás de Iriarte, en sus “Memorias”, afirma que era “una de las mujeres más hermosas” que había conocido, “y su traje marcial la hacía aún más bella” (…) vestido un rico batón de grana guarnecido con el bordado de Brigadier”. Su marido, en tanto, no escapa a los gruesos calificativos que aplicaba a sus adversarios, calificándolo de “viejo, sucio y asqueroso”. Vicente Fidel López a su vez recuerda que “según se decía en el ejército realista -Pepita- no solo era bella, sino la más artera de las mujeres de la América del Sud”. Si bien nadie le negó su belleza no se conserva su retrato, pero la descripción de Andrews nos trajo a la memoria estos versos: “Julio Romero de Torres, / pintó a la mujer morena / con los ojos de misterio / y el alma llena de pena”.
por Roberto L. Elissalde