Quién no recuerda la elegante belleza de una Deneuve? ¿Qué decir de la exuberancia exótica de la Loren? ¿Cómo definir la beldad concupiscente expresada en la mirada de la Gardner? ¿Dónde situar la finesse encantadora de la muñequita Bardot? ¿Acaso no es para entrecortarse el suspiro al contemplar la lindeza de la Lollo?
Mas, ¡ay!, todo eso pertenece al ayer. Basta con entrar en el navegador, escribir un nombre y añadir:” Antes y ahora”. Y al conjuro se desvanece la primera imagen para ser suplantada por la actual. Donde todo era atracción, encanto y finura, por arte de birlibirloque, contrariamente al espejito mágico de la malvada reina de Blancanieves, se ha transformado en decadencia. La hermosura de la flor se ha marchitado. (Que no toque nadie a rebato machista, pues esto dicho a modo de ejemplo vale para todos y cada uno de los mortales). Es más, si queremos personalizar, tomemos una fotografía retrospectiva en la que nos encontrábamos junto a un grupo de amigos, compañeros de trabajo o familiares. De inmediato resuena en nuestra testa aquello de: fulanito ya no está; menganito, tampoco, zutanito se nos fue anteayer mismo. Y siguiendo el dedo cual puntero hemos de admitir que son ya muchos los que dejaron este valle de lágrimas. Mas, de repente nos invade la duda: ¿Y yo…? Punto y final de la meditación. Eso, mejor lo dejamos para mañana.
Tempus fugit. Cierto, porque el tiempo vuela.
Hay un refrán que hunde sus raíces en la palabra “procrastinar”, del latín procrastinare (pro―adelante― crastinus―mañana) Esto es: retrasar algo. Lo que se refuta en el proverbio “No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy”.
No se trata de caer en los extremos. No se nos insta a estar de continuo pensando en la adversidad que ha de sobrevenir al paso del tiempo y que no puede evitarse, como se aproximaría al perfil estoico. Tampoco el reverso de la moneda, cuál sería el epicureísmo, pensando que la vida toda no tiene más afán que el del placer. Más bien, de lo que se trata es de tomar conciencia de lo que es la vida y adónde nos lleva; aunque eso, probablemente acarrearía algún cambio de actitud, algo que posiblemente podría incomodarnos. Sacarnos de una rutina a la que nos hemos acomodado. Y es sabido que el hombre una vez dentro de su propio laberinto, a pesar de la estrechez tiene más miedo en salir de él que en permanecer. Tal vez pensando que vale más lo malo conocido que lo bueno por conocer, lo que implicaría, quizá a dar la vuelta al caparazón de cómo se vive para vivir cómo se piensa. Metanoia.
Sin embargo, es costumbre arraigada en nuestro hoy eso de la gandulería de la mente. A este propósito, conviene recordar lo que decía un poeta contemporáneo: “Si el diablo quiere perseverar en la tentación del hombre, habrá de modificar la jerarquía de sus seducciones, y en consecuencia alterar el orden de los llamados “pecados capitales”, de modo que el último, la pereza, se convierta en el más prioritario. Porque, si la pereza de antes consistía en la astenia para realizar cualquier actividad mundana, la que padece el hombre actual es la de relajar su espíritu, hasta el punto de perder el conocimiento de sí mismo, lo que le lleva a desinteresarse por su proyección final.
Decía Hamlet aquello de “morir, dormir, tal vez soñar…” Y nuestro Calderón lo de “la vida es sueño”. Lo malo no es soñar― vislumbrar lo mejor por acontecer― sino dormir la realidad y mecerse sin control en el filo de la navaja de la existencia, anestesiando el pensamiento, como si así pudiéramos ignorarla. ¿Acaso no es el hombre también tiempo?
Ciertamente, pensar en el fin encoje el ánimo, pues el hombre está hecho para la vida. Y ello supone vivirse sin fin. Esa es la voz que vibra en el interior de cada uno. ¡Vivir, sí! Siempre vivir. Pero, por más que se pueda mirar hacia otra parte, somos conscientes― aún sin pararnos a pensarlo― que convive en nosotros una eterna compañera de viaje que espera siempre pacientemente: como una amante o como un sayón. Eso depende de nosotros.
La aceptación requiere madurar. Ese instinto de existir sin terminarse necesita de una esperanza, si bien esa certidumbre confiada precisa edificarse en la mente. Es como la casa levantada sobre rocas, que podrá resistir las embestidas del temporal, en tanto que la construida sin solidez acabará cayendo. Sería oportuno reflexionar ¿puede levantarse una casa sin cimientos? O lo que es lo mismo: ¿en la soledad de la última hora, tendrá el hombre firmeza para soportar la infinita levedad de su ser?
La altiva razón no entiende sino aquello que domina. Y, siendo el hombre raciocinio y también sensibilidad habrá de dialogarse sin violentarla, lo cual exige tiempo. No se puede dejar la esperanza para el último momento, cuando llega la desconexión que pasa entre la vida sensible y el misterio inefable que se abre ante él. ¿Un “viaje” hacia la nada?
¿O tal vez…?
Quizá eso es lo que debería meditarse. Hoy mejor que mañana.
por Angel Medina