LA NACION publicó ayer notas de académicos e investigadores sobresalientes aunados en la conmemoración de los doscientos años del nacimiento de Mitre. La fecundidad de esa revisión histórica estuvo a tono con la versatilidad creativa, polifacética y polifónica, de uno de los hombres de talla superior que han guiado la Argentina.
Ayer, también, en el cementerio donde reposan los restos del presidente y legislador, del gobernador y del guerrero, del periodista y escritor, del fundador de instituciones y protagonista de acuerdos memorables entre rivales de contiendas cívicas intestinas, y de acuerdos entre la Argentina y algunos de sus vecinos, un puñado de personas nos reunimos para agradecer los servicios que prestó al país. Lo hicimos en el número estricto que disponen las normas protocolarias para salvaguardar la salud pública.
Quienes escribieron ayer en el suplemento especial de LA NACION han allanado el camino para ceñirnos a una plegaria cívica al estadista retratado por José Luis Romero hace más de medio siglo, en admirable síntesis: “Era, a un tiempo mismo y fundido en una rigurosa unidad de espíritu, un historiador y un político, y su reflexión histórica era como una pausa en el camino de su creación, así como, de inverso modo, era su acción como una proyección de sus concepciones históricas”
Una de las últimas plegarias cívicas fue la de Alfonsín, en su apelación reiterada al preámbulo de la Constitución Nacional en la campaña de 1983. En este orden de oraciones, confiaré en la licencia de quienes interpretaron que si los muertos (exceptuados, claro está, los mártires o santos) pudieran ver qué pasa con los vivos, no tendrían en su bienaventuranza paz ni descanso.
Que la memoria de Mitre, pues, fortaleza entre los argentinos vacilantes la templanza en defensa de la juridicidad en que se fundó nuestra añorada grandeza. Que la lección solidaria que los porteños celebraron por su denuedo en Buenos Aires durante la epidemia de fiebre amarilla de 1871, en contraste con gobernantes que habían abandonado la ciudad, prodigue en la política nacional nuevos émulos en estas circunstancias de angustia y desconcierto. Recuérdese que la mayor popularidad de Mitre como caudillo político devino de aquellos días.
Basta de sornas, conciudadanos, batiría palmas el estadista bajo el chambergo ladeado. Basta de sornas por las redes como consuelo magro que compense tanto estupor por el acoplamiento fatal entre dilates de improvisación ligera y la pasmosa insolvencia moral de quienes rebajan a poco o nada el valor de la palabra argentina en el mundo. Piensen con calma, ciudadanos, invitaría Mitre; pero piensen con seriedad cómo han de revertir este estado de cosas.
Que la evocación de quien se consubstanció desde la juventud con el liberalismo progresista de Mazzini y de la Nueva Italia, y lo aproximó a la generación romántica suscitadora de la Nueva Europa, aleccione sobre la importancia estratégica de afianzar una justicia independiente, republicana, en el país. Mitre señaló el camino con la fuerza de los actos de Estado, al designar en 1863 los cinco primeros jueces de la Corte Suprema de Justicia de la Nación entre juristas ajenos al círculo de los amigos políticos. Probidad de quien nada tenía que amañar en acopio de inmunidades y otras ventajas personales.
En 1871 hubo en Buenos Aires 14.000 muertos. Por el censo de 1869 su población era de 187.304 personas. Una sola muerte importa, pero sepamos que aquella epidemia produjo hace un siglo y medio en la ciudad bajas en vidas proporcionalmente mucho más altas, en solo cinco meses, que las de este largo año de penurias.
Aficionados pertinaces a la picaresca de las informaciones falsas, nuestros gobernantes han resentido con obsesión comparativa el ya frágil decoro del Estado ante hermanos de la región y de Europa. Inexplicable manía: debieran huir despavoridos de las estadísticas irrefutables. En casi todos los renglones, ocupamos lugares que desconciertan, tratándose de un país que se preciaba de propinar al mundo lecciones sobre cómo resolver con los menores costos una epidemia.
Se entiende mejor que hayan sustraído a nuestros chicos, con la educación pública degradada, de evaluaciones que pondrían una vez más al desnudo la calidad de la enseñanza. Quien fundó como Mitre tantos colegios nacionales nos indagaría si aquello ocurre desde que se desprestigió el valor del mérito y la educación, y se desalentó el esfuerzo, el trabajo y el ahorro como motores de ascenso social.
Un pueblo de hombres y mujeres dispuesto a luchar por un bienestar sustentable amparado por las libertades y garantías constitucionales no puede esperar, diría Mitre, a que se produzca un cambio drástico en la actual situación que padecemos por la sola espontaneidad de la clase dirigente. Observaría que en el siglo XXI las élites de vanguardia, si es que todavía existieran, dependen de que en lo más profundo de la sociedad fermenten las condiciones impulsoras de la transformación que el país necesita.
No es esta la hora de la espada, Lugones, palmea Mitre al poeta; nadie la quiere a riesgo de aumentar zozobras. Es, en rigor, la hora próxima a comicios cuyos resultados podrán paliar por algún tiempo, en el mejor de los casos, las aflicciones colectivas. Y, sobre todo, conjurar el gravísimo riesgo de que el kirchnerismo llegue a controlar por sí la Cámara de Diputados de la Nación, mientras Juntos por el Cambio debe repechar la cuesta de tener que renovar 60 de sus actuales 115 bancas.
Comicios capaces de suscitar no más que esperanzas en logros de duración incierta, pero sin redimirnos con certeza del abismo en que caímos. Para esa redención faltaría resolver entre vencidos y vencedores de la primavera que se avecina las principales causas de esta encrucijada. Entre todos: con manos generosamente extendidas a quienes quieran corresponderlas.
Mitre demandaría que nos pongamos en marcha hacia la cordura sin ocultar la perplejidad por ver dirigentes de la oposición que han olvidado en algún lugar la brújula y divagan mirándose el ombligo, en lugar de concentrarse en la suerte de la República (Dante, traducido por Mitre, escribió que los negligentes esperan en el vestíbulo del Infierno). Demandaría que la sociedad acucie, por el bien de su existencia, a que la clase dirigente anude consensos que salvaguarden la ventura social por el porvenir que acecha.
A salvo de fantasías, como la de que a esta altura podremos reconstruir por un acto electoral de medio término un país arrasado por la mala praxis política de incontables décadas, infortunio que agravan las compadradas con doctrinas asociadas a regímenes autócratas y sangrientos. A salvo de la afectación diaria de los derechos y garantías individuales en temas como la integridad física, la propiedad e iniciativa privadas, y hasta en cuestiones tan íntimas e indelegables como la salud, según se anticipó en desventuradas declaraciones del oráculo oficial.
Mitre advertiría que sólo una sociedad decididamente dispuesta a cambiar hará que la política reflexione con realismo sobre las razones de tanta pavorosa frustración, que no mitiga la limosna pública: la inflación, la ausencia de inversiones generadoras de empleos dignos y de bienes, la seguridad jurídica en constante jaque, y la pobreza y exclusión por doquier. También el capitalismo “que no funciona” (Fernández dixit), en particular donde rige un capitalismo de amigos, Rusia, la Argentina, que perpetua la corrupción que infecta y la ineficiencia que paraliza.
Con lógica elemental, Mitre advertiría a los gladiadores de la comparación odiosa que les está vedado el triunfo en torneos sobre igualdad de géneros pese a cuantas alharacas hayan hecho. ¿Cómo vencer, apalancados en la ridiculización del uso de la lengua que nos mancomuna (por ahora) con 500 millones de seres en el planeta, mientras se destroza la cultura de un orden social eficientemente disuasorio de aberrantes delitos? Ese orden ya habría aplastado la escalada de feminicidios definitorios de una época que hubieran horrorizado a la denostada sociedad machista del pasado.
Mitre y Urquiza; Mitre y Avellaneda, que conmutó al adversario la pena de muerte con la que un consejo de guerra lo había condenado, por seis votos contra dos, a raíz de la controvertida revolución de La Verde, a fines del gobierno de Sarmiento; Mitre y Roca, en fin, depusieron enconos y zanjaron en algún momento conflictos gravísimos por el bien general. ¿Van a prescindir las actuales generaciones de la grandeza de asentar un piso firme de serenidad emocional, libre de algaradas y modales tóxicos, sobre el que se levanten coincidencias fundadas en la razón?
Mitre sabía que los arreglos magnánimos sobre asuntos supremos para la nacionalidad suelen dejar agravios y agraviados. En casos extremos, imponen renunciamientos políticos a quienes pueden ser actores centrales de un ciclo, como el que comenzó en 1983, y dañar moralmente a otros por la temeridad de concesiones que forzosamente se labren en compensación recíproca. Si va lejos, lejísimo, hasta puede que un acuerdo concierte inhabilitaciones para volver a ejercer funciones públicas e involucre, incluso, el gesto crucial que nadie, salvo un colaborador de La Voz, de Córdoba, se ha atrevido a mentar: el gesto del perdón, vilipendiado hoy, invertido sin equidad ayer; pero tan aplicado en plenitud desde Mayo en la tradición de los siglos XIX y XX, que la compilación de perdones habidos en nuestro historia abarcaría un libro por entero.
En su curiosidad insaciable, Mitre preguntaría si alcanzan la sabiduría y las agallas cívicas de nuestros contemporáneos para consumar hechos que terminen por develar el zeitgeist de una nueva época, y con él, el espíritu restaurador de la confianza nacional en sí misma y de nacimiento del tiempo histórico que tarda en llegar.
Imaginemos que Mitre nos indaga.
por José Claudio Escribano
La Nación, 27 de junio 2021