- Introducción
La Argentina exhibe -como la matrioska, esa tradicional muñeca rusa- crisis envolventes que se agregan y superponen alimentándose unas a otras.
La primera, de raíz estructural, está dada por el estancamiento que distingue a nuestra economía desde el agotamiento del patrón productivo de la industrialización sustitutiva de importaciones, a mediados de la década del 70. Ese estancamiento, que se verifica en la dramática constatación de que la riqueza generada en el año 2021 es la misma que una década atrás, nos condujo a un retroceso relativo que puede medirse en en el dramático dato de que en los últimos cincuenta años nuestro país cayó del puesto 25 al 60 en el ingreso por habitante de los países del mundo.
A esa primera categoría se suman las consecuencias de una gestión oficial de la pandemia improvisada, vacilante, especulativa y prejuiciosa. Y con escaso apego al cuidado de la calidad democrática y de los derechos individuales. Si nos guiamos por la combinación de resultados sanitarios y económicos, la gestión de la pandemia por parte del gobierno nacional llevó a nuestro país a las posiciones menos honrosas en la región con tremendas consecuencias económico-sociales y educativas[1].
Abordar con éxito los desafíos de la pospandemia está condicionado por la evolución de dos variables decisivas: la dinámica de los asuntos globales y el desempeño del sistema político.
En relación a la primera, la “desoccidentalización” de la globalización abre las puertas a la intensificación de la disputa estratégica entre las dos superpotencias, incluida la competencia por la primacía tecnológica, que repercute en dos precios claves para nuestra estructura productiva: los “commodities” y la tasa de interés internacional, ahora puesta en jaque por el reaparición de tensiones inflacionarias desconocidas en los últimos 40 años. El proceso se desenvuelve además en un contexto de retroceso de las calidad democrática aún en países que creían haber consolidado sus instituciones. Los años venideros serán cruciales en los tres planos: la disputa por la hegemonía global, los vaivenes de la economía mundial y la solidez de los cimientos de la democracia.
En cuanto al desempeño del sistema político, es claro el déficit de gobernabilidad democrática de nuestro país, en tanto no ha sido capaz de promover eficazmente progreso económico y social incluyente, sostenible y equitativo.
A continuación se discuten las capacidades del gobierno para enfrentar con éxito los desafíos que se nos presentan y luego se arriesgan algunos criterios para contribuir, desde la UCR, a la construcción de la alternativa de gobierno de Juntos por el Cambio (JxC) en la próxima elección presidencial.
- El gobierno
Es evidente que cuando la pandemia termine nuestro país estará en peores condiciones económico – sociales e institucionales que al inicio de la crisis sanitaria. Ese resultado será también la derivación de un estilo de gobierno que no valoró las enseñanzas de las mejores prácticas internacionales, que no consideró relevante las opiniones científicas plurales y multidisciplinarias y que antepuso su voluntad de regimentar a la sociedad desde el poder a las fortalezas que siempre ofrecen los modos cooperativos de gobierno.
Ese modo del abordaje oficial a los desafíos que impuso la pandemia es propio de los gobiernos con registros populistas y que puede sintetizarse, tal y como sostuvo Felipe González, en que el populismo tiende a imaginar supuestas soluciones simples para problemas complejos los que, por otro lado, siempre están causados por actores, locales y/o internacionales, a los que se les atribuye la “culpabilidad” de la situación.
El populismo puede tener en términos económicos variantes muy amigables con el mercado, como ocurrió durante la presidencia de Carlos Menem, o una visión muy estadocéntrica como ocurre con la gestión de los Kirchner. Pero en lo que no hay diferencias, tanto en países desarrollados como en periféricos, es en la subestimación de la democracia representativa y en la relativización de la división de poderes. Uno de los casos extremos es el del Presidente Fujimori, un adalid del neoliberalismo, que en un autogolpe en el año 1992 cerró el Congreso del Perú.
En nuestro país, el peronismo concibe al poder como un sitio exclusivo a conquistar, en lugar de ser, esencialmente, una plural construcción política. Esa visión conduce a una lógica de suma cero, donde el adversario que no admite transformarse en un sujeto político a ser cooptado se convierte en un “cuasi enemigo”.
En las creencias de ese mundo, los contrapesos institucionales y la rendición de cuentas dejan de ser atributos imprescindibles de una república para convertirse en obstáculos formales al mandato popular que, por otro lado, tiene una única representación política: la propia.
Además, otro registro de este nuevo turno del peronismo en el gobierno es la crisis del dispositivo de poder oficial. Su notoria debilidad de origen -por la anomalía del proceso decisorio para la selección de las dos posiciones políticas más relevantes del país, el presidente y el gobernador de la provincia de Buenos Aires- se ve aumentada desde la nítida derrota electoral, sin antecedentes para un peronismo unido y en el poder.[2]
Esa morfología del quinto gobierno peronista elegido en las urnas desde la inauguración democrática de 1983 es original: el titular del ejecutivo, que lo es también del Consejo Nacional del Partido Justicialista, ostenta dos carencias notables: no tiene la empatía con amplios sectores sociales que tuvieron Carlos Menem y Cristina Fernández y tampoco le es reconocido liderazgo partidario, que sí ejercían Néstor Kirchner y Eduardo Duhalde.
Un resultado de aquella anomalía y de esta originalidad es una administración que, dada la abundancia de actores con capacidad de veto, sufre bloqueos a iniciativas propias originados en sectores del propio oficialismo. Por ejemplo, el Senado con amplia mayoría oficialista no le aprobó las nominaciones del Procurador General, del Presidente del Banco Central y de la Directora de la Agencia Federal de Inteligencia.
Otros ejemplos son la sanción de leyes relevantes -el llamado impuesto a las grandes fortunas es una muestra-, o los proyectos aprobados en el Senado y estacionados en Diputados de reformas a las leyes del Ministerio Público y de la Justicia Federal, ya que ninguno de ellos fueron iniciativas del Ejecutivo.
Esa vulnerabilidad manifiesta de la autoridad presidencial también se expresa en la política exterior de la administración, que es registrada por los otros actores globales y regionales como confusa y errática, cuando no extravagante.
En este marco de crisis superpuestas que se retroalimentan, resulta pertinente afirmar que el gobierno de Alberto Fernández no está en condiciones de afrontar con éxito los desafíos de la post pandemia.
En estos tiempos particularmente críticos, en un país con severos problemas crónicos, una administración debilitada y disociada que no cuenta con respetabilidad social -como lo muestran las encuestas de los índices de esperanza de los ciudadanos- ni con la confianza de los mercados -las tasas de riesgo país y la brecha en la cotización de las divisas son ejemplos válidos de ello- y que es, al mismo tiempo, tratada con distancia por relevantes protagonistas de la escena global, solo puede ponerse como máximo objetivo que la situación no empeore.
Para ello debe, al menos, dejar de emular a Donald Trump -que aún no reconoció, después de un año, el limpio triunfo del Presidente Joe Biden- y asumir que es legítimo referirse a opiniones propias pero que los “hechos propios” son inaceptables.
- La Alternativa
Con la presidencia de Raúl Alfonsín la sociedad argentina pudo dejar atrás las recurrentes interrupciones institucionales que jalonaron nuestra historia desde el primer golpe de estado en 1930. Sin embargo, aún está pendiente la superación de los modos populistas de gobierno y los estilos movimientistas en la acción política.
El punto es especialmente relevante porque existe suficiente evidencia de la asociación positiva entre la calidad de las instituciones y el progreso económico.
De ahí que la regeneración institucional, junto a una integración inteligente al mundo, sean los pilares de la creación de un marco contextual que aliente la inversión privada y la consiguiente creación de empleo de calidad, únicos caminos para avanzar en la competitividad económica sistémica y la imprescindible cohesión social.
En nuestra concepción, el régimen político ideal es el que se sostiene en tres pilares. Un componente democrático: elecciones libres, limpias y competitivas. Una base liberal: reconocimiento de los derechos individuales y de todas las minorías. Y un elemento republicano: división e independencia de los poderes con efectiva rendición de cuentas.
En nuestro caso, debemos reconocer el evidente retroceso, en los dos últimos años, en la calidad de nuestro funcionamiento institucional.
La administración del Presidente Fernández – que cuenta con un mayor número de facultades delegadas por el Congreso que en la crisis de principios del siglo XXI, sancionadas antes de la pandemia, pasará a la historia como el titular del Ejecutivo con más números de decretos de contenido legislativo firmados en un año. La máxima concentración de poder en el Ejecutivo, que incluye avances sobre la independencia del Poder Judicial, se grafica con el dato de que son más los DNU firmados en un año que leyes sancionadas en el Congreso en el mismo período.
A tal punto estos DNU crearon un estado de excepción, que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos despachó, por algunos de estos casos y por la situación de Formosa, medidas cautelares contra nuestro país. A sabiendas de que estos DNU colisionaban con derechos reconocidos en normas internacionales de Derechos Humanos de los cuales la Argentina es parte, el Gobierno no tuvo otra opción que comunicar a la Secretaría General de la ONU, la suspensión de ciertos derechos y garantías del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos hasta el 31 de diciembre del año pasado.
Aunque sorprenda, es así. El gobierno suspendió un Pacto Internacional porque ha dictado DNU que no sólo son incompatibles con la división de poderes y las atribuciones que la Constitución le acuerda al Congreso, sino que, además, en muchos de ellos, se lesionan y limitan derechos y garantías de las personas.
Hay que aceptar, también, que los déficits de gobernanza de la globalización económica imponen límites a la autonomía de los estados nacionales y, en consecuencia, de las capacidades de los ciudadanos para influir de manera efectiva en el curso inmediato de los asuntos públicos de cada uno de los países.
De allí la relevancia de la acción exterior de los estados nacionales para reforzar el papel de los organismos multilaterales: incentivar la integración, aumentar el intercambio comercial y promover la vigencia de valores fundamentales.
En nuestro caso la política exterior debe pasar por una integración inteligente al mundo. Basada principalmente en la asociación regional, en la promoción de los derechos humanos sin limitaciones impuestas por la geografía o los prejuicios, en avanzar en los acuerdos Mercosur/ UE y la incorporación a la OECD dado que son palancas decisivas del progreso social y ejemplo de las mejores prácticas internacionales y que, por otro lado, están asentados en los principios democráticos y de preservación del medio ambiente.
Así, en esta hora de las coaliciones políticas, en nuestro país y en la región, y con este “bicoalicionismo imperfecto” que caracteriza el sistema político argentino, la UCR tiene un papel relevante.
La coalición que integramos, JxC, ya demostró que puede ganar, como lo hizo en tres de las cuatro elecciones nacionales en las que compitió, y alcanzar un piso de representación de alrededor del 40% de la voluntad popular.
Por ejemplo, en la última convocatoria para la renovación legislativa -donde la UCR encabezó la lista en cuatro de las seis provincias y en siete de los trece distritos donde ganó nuestra coalición, para el Senado y para la Cámara de Diputados, respectivamente- el resultado fue homogéneo en toda la geografía del país. Si esos resultados se repitieran en la próxima elección, nuestra coalición sería primera minoría en Diputados, habría paridad en el Senado y estaría a escasos tres puntos porcentuales de ganar la candidatura presidencial en primera vuelta.
Con estos últimos resultados, JxC, con el decisivo aporte de la UCR, contribuyó a la estabilización y el reequilibrio del sistema político, condición necesaria para afrontar en la Argentina los desafíos crónicos y los derivados de la pandemia.
Por si hubiera dudas sobre la pertinencia de la afirmación precedente, basta con pensar en una oposición fragmentada y dispersa frente a un oficialismo rechazado por siete de cada diez electores. Ese eventual escenario de impotencia oficialista y de irrelevante dilución opositora sería garantía de frustración y fracaso social.
Ahora bien, hay que reconocer que construir una oposición con capacidad de gobierno es más complejo que armar una propuesta exitosa en la arena electoral.
Es necesario -además de contar con presencia territorial, estructura organizativa, propuestas de campaña y candidatos atractivos- ser idóneos para formular una visión de país que exprese un modelo de sociedad deseado y una prestigiada inserción internacional, en un todo coherente con los principios fundantes de nuestra doctrina: los ideales permanentes de libertad e igualdad, pero actualizados a nuestros días.
Un primer aporte a ese desafío crucial lo constituye el trabajo de cientos de académicos, profesionales y dirigentes políticos de todo el país que formularon desde la Fundación Alem, antes de la última elección legislativa, el documento “Visión y propuestas para la Argentina” que contiene una serie de propuestas de política pública para el periodo 2021/2023.[3]
En suma, es indispensable ser competentes para ofrecer un sueño socialmente compartido de cumplimiento colectivo como el que fuimos capaces de protagonizar en el amanecer democrático, dejando atrás las más de cinco décadas de golpes, autoritarismos y proscripciones.
Ese sueño socialmente compartido requiere, en primer término, de un renovado fortalecimiento de la confianza social. Debemos ser capaces de transmitir que es factible construir una Argentina inclusiva y en condiciones de resolver los enormes desafíos que tiene por delante. Esa construcción del horizonte colectivo no puede apoyarse sólo en la voluntad. Requiere señalar con claridad el contorno de las dificultades a superar y el camino a seguir. Es el llamado a un trabajo que sabemos que es arduo, pero para el cual no existen atajos ni soluciones simples.
Este punto requiere reconocer dos dimensiones: la primera es la distancia entre los ciudadanos y las instituciones como consecuencia de las expectativas frustradas de amplios sectores sociales que se expresan en el desinterés por los asuntos públicos y la desafección política.
Pero otra distancia, no menos importante, es la que trasciende la saludable confrontación de ideas y la diferenciación política y se expresa en una tóxica polarización social que contamina la discusión pública y conduce a una enemistad cívica peligrosa para la convivencia democrática.
Esos objetivos requieren de un liderazgo político de nuevo tipo -ausente en lo que va del siglo- que con austera ejemplaridad democrática, se proponga ser custodio del interés público antes que protector de ventajas corporativas o intereses sectoriales.
Ese liderazgo político de nuevo cuño, necesario en todos los niveles de gobierno, debe entender que no hay democracia sin deliberación pública y que las reformas para ser tales deben ser duraderas y que ello exige no solo acuerdos políticos sino también consensos culturales para construir una verdad plural y compartida.
Un buen ejemplo de la extendida y peligrosa confusión entre “actuar rápido” y “llegar lejos”, en relación al cumplimiento de los objetivos, fue la designación por decreto, en los inicios del gobierno de Cambiemos, de dos integrantes de la Corte Suprema de Justicia de la Nación. Luego, finalmente, juraron tras la aprobación de sus respectivos pliegos, como corresponde, en el Senado de la Nación.
Ese enorme trabajo político exige un radicalismo comprometido en la identificación de la agenda. En la discusión de los problemas. En la claridad de los diagnósticos y las propuestas programáticas. En el planteo de los dilemas que es necesario resolver. Y en la docencia política que haga posible un nuevo gobierno que encare con éxito no solo las cuestiones estructurales pendientes sino también los desafíos de la nueva era.
Para terminar, en un presente lleno de incertidumbres sociales y, también, de miedos y angustias personales, la UCR tiene la obligación de ofrecer un horizonte de certidumbre y esperanza para superar las consecuencias de la pandemia y del desgobierno que ejerce el oficialismo nacional. En esa línea debe asumir el compromiso de competir en JxC con candidatos propios en todas las categorías y en todas las jurisdicciones, en el convencimiento de que ese es el camino para ampliar, desde la base social, la representación política de nuestra coalición.
Para ello debemos evitar caer en algunos vicios y desviaciones de la sana acción política: tenemos la obligación de desterrar el sectarismo, el dogmatismo y el individualismo, verdaderos virus que pueden contaminar la imprescindible contribución de la UCR en esta hora decisiva de nuestro vida como nación independiente.
por Jesus Rodríguez
19 enero de 2022
[1] Para mayores datos se puede consultar el documento de la Fundación Alem “Pandemia en Argentina: memoria de un desgobierno” en http://fundacionalem.org.ar/actividades/126-pandemia-en-argentina-memoria-de-un-desgobierno
[2] Más datos en “Tercer triunfo”: https://www.jesusrodriguez.com.ar/tercer-triunfo/#more-3679
[3] Visión y propuestas para la Argentina. http://fundacionalem.org.ar/actividades/97-vision-y-propuestas-para-la-argentina