Se cumplen 210 años del nacimiento, en San Miguel de Tucumán, del hombre que sembró las ideas liberales en la República. Una semblanza.
Se han cumplido el 29 de agosto, el 210º aniversario del nacimiento en la ciudad San Miguel del Tucumán de uno de los grandes hombres del pensamiento argentino, Juan Bautista Alberdi, lugar que llevó en su corazón hasta el fin de sus días y al que dedicara estas palabras en su “Memoria descriptiva” de la provincia: “Por donde quiera que se venga a Tucumán, el extranjero sabe cuándo ha pisado su territorio sin que nadie se lo diga. El cielo, el aire, la tierra, las plantas, todo es nuevo y diferente de lo que se ha acabado de ver”.
Alberdi murió a las 9.30 de la mañana del 19 de junio de 1884 a los 74 años en Neuilly-Sur-Seine (Francia), en la avenue du Roule 34, donde se encontraba un sanatorio del doctor Defaut. Sabemos que había sufrido en su viaje de regreso de Buenos Aires un ACV que le quitó el movimiento de una mano y un pie. Fue notificado de inmediato el cónsul argentino en París y el cuerpo del difunto fue embalsamado el 22 y sepultado al día siguiente en la iglesia de San Juan Bautista, luego de un oficio religioso, para ser luego trasladado al cementerio local en octubre de ese año.
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En 1884, al tiempo que el Congreso votó una partida de $ 10.000 para la edición de sus “Obras completas”, tomó cuerpo la idea de repatriar sus restos. Dos años más tarde volvió al tema un grupo de jóvenes encabezados por Miguel Navarro Viola y en 1888 se creó la comisión encargada de esa tarea. Finalmente, el 27 de abril de 1889 se realizó la exhumación de los restos, que fueron cambiados a un nuevo ataúd, y el 24 de mayo llegó en el buque “Río Negro” al puerto de Buenos Aires. Como coincidía con la visita del presidente uruguayo, Máximo Tajes, la ceremonia se trasladó al 5 de junio.
Ese día, después de un oficio religioso presidido por el arzobispo León Federico Aneiros en la Catedral Metropolitana, con el ceremonial de estilo y honores militares, los restos fueron trasladados al cementerio de la Recoleta y, después de los consabidos discursos, fueron colocados en la tumba de su coprovinciano y amigo José Fabián Ledesma, fallecido ese mismo año. El 28 de setiembre de 1902 se inauguró el mausoleo en el que descansaron sus restos hasta el 29 de agosto de 1991, en que, en cumplimiento de una ley, fueron trasladados a Tucumán. Allí fueron depositados en el hall de acceso al Palacio de Gobierno en un sarcófago especialmente preparado.
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El destacado historiador Carlos Páez de la Torre, un buen amigo fallecido a fines de marzo, integró la comisión encargada del traslado del cuerpo de Alberdi y dejó consignados estos recuerdos, que sólo ha conocido un grupo pequeño de personas y que me permito reproducir como homenaje también a su memoria: “Junto con mi colega Ventura Murga, nos habíamos preocupado por sostener, ante el doctor Aráoz, la necesidad de que el féretro de Alberdi fuera abierto, como medida previa al traslado, a fin de que se documentara que contenía efectivamente los restos del prócer. El interventor estuvo de acuerdo y así lo expresó la mañana del 28 de agosto en Buenos Aires, durante la reunión -un tanto nerviosa- que mantuvimos en el Salón de los Escudos del ministerio del Interior”.
Los funcionarios nacionales, recuerda, “no parecían muy conformes con el requisito ya que añadía una complicación inesperada al trámite”. Le tocó entonces “invocar con vehemencia los precedentes del traslado de los restos del general Gregorio Aráoz de La Madrid a Tucumán, y los del general José María Paz a Córdoba, en 1895 y en 1958, respectivamente. En ambas oportunidades se había realizado la previa apertura de los ataúdes y se había documentado, en actas con mucho detalle, el estado de los despojos. Los hombres del Ministerio no tuvieron más remedio que aceptar la exhumación dada la firmeza con que tanto la Comisión Nacional como el doctor Aráoz demandaron la medida”.
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Poco antes de las 3 de la tarde de ese mismo 28, estuvieron todos en La Recoleta, donde esperaba el director del cementerio, doctor Omar Jorge Abdala. “Este ya tenía convocado y listo al personal de la empresa fúnebre que se encargaría de la operación”, añade.
“El doctor Aráoz formuló estrictas recomendaciones sobre algunos puntos. No quería que la exhumación fuera presenciada por periodistas por entender que nos ponía en riesgo de un tratamiento sensacionalista de la información. Tampoco -por las posibles filtraciones a la prensa- quiso que estuvieran presentes quienes no fueran los comisionados o los designados por la Casa Rosada. Solamente se admitió al señor Luis Rodolfo Aráoz, en su carácter de descendiente colateral de Alberdi, para que representase a la familia. La exhumación sería documentada por la Escribanía General del Gobierno de la Nación”.
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Minutos después se dirigieron al mausoleo de Alberdi, una notable construcción en mármol que corona la estatua del prócer ejecutada por Camilo Romainore. “Por suerte el cementerio -visitado constantemente por turistas- estaba casi desierto a esa hora, lo que rodeó de la buscada discreción a todo el asunto. El personal de la funeraria extrajo el cajón con mucho esfuerzo. Como dijimos, al realizarse el traslado de los restos desde Francia a Buenos Aires, en 1889, el cajón primitivo no se descartó sino que fue forrado totalmente con plomo y luego colocado dentro de un nuevo féretro, de gruesas maderas. Ello dotaba a la caja de un enorme peso”. Entraron a la capilla vacía, salvo el pequeño altar con el soberbio Cristo de mármol cincelado por Monteverde, recuerda Páez de la Torre, y el féretro fue puesto sobre una gran mesa, al centro. “Tras controlarse la identidad de quienes ingresaban, se cerró la puerta. Creo recordar que no se encendió la luz en el interior. Era suficiente el sol que entraba a raudales por la amplia abertura superior”.
Entonces dos operarios empezaron a lidiar con los tornillos de la tapa, ceñidos desde hacía tantos años. “Al fin, sacada la cubierta, apareció una gruesa capa de aserrín, que cubría la caja de plomo. El operario amontonó aquel material en la parte inferior. Luego, con un instrumento similar a un gran abrelatas perforó el plomo y practicó un amplio corte en forma de U invertida. Luego, con unas enormes tenazas, levantó todo ese sector y lo dobló hacia fuera. Quedaba así descubierto el interior del féretro”.
Sobre la Patria
Lo primero que se vio eran unas tablas rotas y humedecidas amontonadas en desorden: sin duda, los restos del primitivo cajón. “El doctor Alberto Daniel apartó estos vestigios y entonces quedó a nuestra vista la parte superior de los restos del doctor Alberdi, desde la cabeza hasta el pecho. Nos fuimos acercando: en mi caso -y sin duda en el de todos con una mezcla de estremecimiento y emoción”, relata el historiador.
“A mi modo de ver -continuó-, la calavera conservaba algún vestigio oscuro y reseco de piel, así como restos de pelo canoso. La gran frente nos permitía reconstruir -in mente- esa faz de Alberdi tantas veces divulgada en fotografías, pinturas y esculturas. Sobre el rostro estaba una prótesis dental cuyos bordes colorados resaltaban entre la tonalidad amarronada de los vestigios. El doctor Daniel procedió a colocar de vuelta aquel aditamento en el arco dentario, que conservaba algunas piezas. El torso seguía enfundado en una levita negra ya muy descolorida y rotosa”.
De París a las tolderías
El doctor Daniel iba dictando a la empleada de la escribanía los detalles del estado del cadáver. “Su voz era la única que se oía en la capilla. Al concluir el dictado, el doctor Aráoz inquirió a la comisión si estábamos de acuerdo en dar por terminada la verificación, a lo que contestamos afirmativamente”. Se tomaron fotografías, que se le entregaron al representante de la comisión con sus negativos, tras lo cual el revelado y las copias se hicieron bajo estricto control para evitar duplicados.
“Recuerdo que minutos antes de iniciarse el cierre de la cavidad abierta en el féretro, el doctor Marteau, muy conmovido, pidió permiso a los presentes con un ademán y puso, junto a los restos, un minúsculo botoncito de seda con los colores nacionales. De inmediato, los operarios doblaron la gran lengua de plomo en su sentido original y con un soplete que derritió el metal, en pocos minutos la superficie quedó reconstituida. En ese momento, el señor Luis Rodolfo Aráoz colocó una gruesa cinta celeste y blanca cruzada sobre el plomo, que fue cubierta al esparcirse nuevamente la capa original de aserrín. Pidió también que rezáramos un Padrenuestro por el alma de Alberdi. Así lo hicimos”.
El 29 de agosto de 1991 los restos llegaron a Tucumán y siguen en esa ciudad, que lo viera nacer. Con sus “Bases…” fue como el carpintero para el encofrado del edificio de nuestra Constitución y cerramos con sus palabras sobre estos artesanos que vio en su juventud el recuerdo que le hacemos aquí: “Recorriendo aquellas cercanías vi que los carpinteros de Tucumán no trabajan a la sombra destemplada de largos y tristes salones. La vasta y húmeda copa de un árbol les ampara de los rayos del sol, pero no les impide tender la vista por las delicias que le circundan. Mil pájaros libres y domésticos cantan en torno suyo. Perfume de cedro y arrayán arrojan sus manos que casi no tocan otras maderas”.
por Roberto Elissalde*
Publicado en la Gazete Mercantil.com
* Historiador. Académico de número y vicepresidente de la Academia Argentina de Artes y Ciencias de la Comunicación