En buena lógica estas líneas deberían estar en blanco. Porque, ¿la “nada” es nada o tal vez algo? Y si fuese algo, ¿podría provenir algo de la nada? Pero, como necesitamos poder expresarnos para transmitir las ideas habremos de renunciar a buena parte de la lógica y ser incongruentes, aceptando utilizar siquiera un lenguaje metafórico aproximativo.
Hay gente que se aferra a la “nada” más bien que a “algo”. Sencillamente admiten la existencia de algo, pero niegan la Mayor. Aceptan lo inmediato, incluso lo tangible, pero rechazan que deba tener una causa. Silogismo inconcluso. Y la respuesta es “nada”. Es tal cosa, porque sí. Afirman el ser y niegan el ente. La expresión abarca de lo sencillo a lo complejo. Lo primero, por ejemplo, cuando ocurre un suceso, se le resta importancia diciendo “no hay que preocuparse; es nada”. Pero ¿cómo se niega lo que antecede a lo presente, si se está afirmando el hecho? En cuanto a lo segundo se recurre a la reflexión filosófica -Sartre se refiere a ella en su obra “L´être et le neant” (el Ser y la Nada), donde dice que, mientras que los objetos no tienen consciencia de su existencia (por ejemplo, una piedra), el hombre, al tenerla, está en condiciones de reconocerse, si bien ello implica admitir su procedencia primera como algo “que es”, contrario a lo inexistente. De lo que se colige la causalidad.
Por tanto- tomando como partida de la pregunta la percepción de su existencia- ¿puede el hombre aceptar sin más acabar en “nada”? ¿Adónde conduce la nada? ¿Qué explica la nada? ¿Es integración o absurdo? ¿Caos en lugar de orden?
A poco que nos introduzcamos en la reflexión nos iremos sumiendo en la aporía. Por eso, a veces las cosas solemnes se diluyen mejor en el prisma de lo grotesco. En la moraleja de la parábola, diciendo de lo serio en el lenguaje de lo absurdo. Verdades de payaso.
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Conozco a un sesudo, del cual dicen que está como una cabra, pero siempre genial y sarcástico, presto a responder con causticidad y muy locuaz. Y hablando de la “nada” me desconcertó diciéndome que a veces también la nada produce algo. Luego, desbrozó su idea con plasticidad.
Había una vez un hombre muy pobre. No tenía nada a excepción de su imaginación. ¿Y qué es la imaginación sino humo, algo etéreo, es decir, nada? – insinuó-Nuestro hombre tenía que subsistir, por lo que se decidió abrir una tienda. No disponía de medios para hacerse propaganda, optando por rellenar a mano unas octavillas en las que figuraba escuetamente la palabra “NADA” y una dirección, esparciéndolas como un reguero por las calles de la ciudad. Y como la gente no quiere preocupaciones, pero en el fondo siente curiosidad por las cosas más inverosímiles, resultando el anuncio sugerente, acudió en masa.
En la puerta colgaba un cartel que invitaba a que cada cual- gentileza de la casa- se sirviese la bebida que quisiera. Misión imposible, pues no disponía ni de botellas ni copas. Nada.
A partir de aquí comenzaba lo estrafalario y la incongruencia, porque al entrar no había personal que les pudiera atender. Ni dependiente, ni nada. Tan solo un holograma que proyectaba la inubicable figura de un hombrecillo de aspecto astuto y mirada retorcida. Nadie con quien regatear ni pagarle. ¿Pagar, el qué, si dentro del habitáculo tampoco había mercancía ni género alguno? Luego si no compraban, tampoco tenían que abonar nada. Así, en una rueda que giraba alrededor de lo irracional, pasada la sorpresa inicial, pensando que les habían tomado el pelo, igual que entraban, salían. La bobada les había hecho perder el tiempo para nada. El último en entrar fue un hombretón grueso y sudoroso, vestido de negro de pie a cabeza, (otra vez la nada, pues el negro es la ausencia de todos los colores, simbolizando el fin) portando un carterón desollado por el uso y de idéntico color. Y allí mismo, tras ojear en derredor suyo, escrutando hasta el último rincón, convencido que no había nadie más, se plantó ante los dos rayos de luz del láser e hizo unas preguntas al fotografiado; al no obtener respuesta (cosa lógica, porque al que veía no estaba: o sea, otra vez nada) sacó del maletón una calculadora y empezó a aporratar el teclado como un poseso. A continuación, rellenó un impreso y, dando por finalizada su tarea lo dejó a sus pies, bufó y se marchó ufano.
El día amaneció plomizo. La cola era larga; no hay nada que enaltezca más el ánimo que acudir a Hacienda a pagar cualquier clase de impuesto con el que se desagua la sangre de nuestras economías. El funcionario de información estaba cabizbajo, y al levantar la mirada observó que habían depositado sobre el mostrador un formulario cumplimentado, en cuya casilla final figuraba el guarismo “0” (lo que equivale a nada). Lo repasó de arriba abajo y farfulló algo entre dientes, disponiéndose a devolver sellada la copia del mismo. Su sorpresa fue grande al comprobar que no había nadie. Y con gesto mecánico, empujó la copia de mala manera, viniendo a caer a los pies del despistado que acababa de entrar. Al instante, temeroso de la Gran Recaudadora, y tal vez pensando que Hacienda somos todos, la recogió sumisamente, considerando por lógica que debía de ser para él, y sin pensarlo (en ocasiones nos dejamos orientar por el impulso y no por el análisis, lo cual no conduce a nada) se encaminó taciturno hacia la ventanilla de pagos, y confundiendo el empleado la casilla, acabó abonándola.
Y así, la “nada” produjo el efecto de “algo”, pues no siendo reconocida, acaba por perturbar el sentido de cualquier razonamiento. Porque, de algo y no nada estoy convencido: para enfrentarnos a la nada es necesario reflexionar acerca de su extraña lógica irracional; esto es, adónde conduce abrazarse a ella. Y, como mínimo, llegaremos a la conclusión que a ninguna parte. Finalmente, a eso, a nada. Pues eso. Más de nada.
por Angel Medina