Síntesis de la conferencia pronunciada en el ciclo “Foro de la Ciudad”, el 6 de noviembre del corriente año.
En el 331 a. C. Alejandro Magno fundó, próxima a la desembocadura del Nilo, la ciudad que llevaría su nombre, aun cuando nunca habitó en ella. Tras la muerte de este estadista e intrépido conquistador, ocurrida muy tempranamente y en condiciones aún no esclarecidas, su imperio se desmembró en numerosos reinos ocupados por los principales generales de su ejército. Cupo al lugarteniente del general macedónico, el lágida Tolomeo, el de Alejandría; con él se inicia el reinado de esta familia cuyo último eslabón dinástico lo encarnó Cleopatra.
Tolomeo I, apodado “Sotér” -‘Salvador’- encargó a sus consejeros, el orador y político Demetrio de Falero y el físico Eratóstenes de Lámpsaco, se ocuparan de la construcción del palacio, el museo y, junto a éste, la biblioteca; todo esto tuvo lugar en el aristocrático barrio Bruquión. De estas tres construcciones la importante fue el Museo, un amplio espacio de investigación al que, para completar estudios vinculados con la physis, se le había añadido un zoológico y un jardín botánico. La biblioteca, conocida como “Biblioteca madre” -para diferenciarla de una menor o mero acopio de papiros conocida como la “Biblioteca hija” situada en el barrio Racotis-, no tuvo la importancia del Museo. La Biblioteca era un sitio de grandes dimensiones que albergó una cantidad importante de rollos papiráceos donde estaba almacenada algo así como “la memoria de la humanidad”. Se discute el número de estos rollos que, según diferentes autores, oscilaba desde los 200.000 hasta los 500.000. No hay certeza sobre la cantidad a lo que debe añadirse el problema de que un libro, por ejemplo, necesitaba varios rollos papiráceos donde consignarlo. Por tanto, todas las cifras aludidas son inciertas. Se sabe, sí, que acopió un número ingente de obras con la idea de conservar todo el saber entonces conocido. De ese modo, entre otras medidas, se dispuso que toda nave que llegara al puerto de Alejandría, debía depositar los manuscritos para que fueran copiados; más aún, consta que los alejandrinos pidieron en préstamo a los atenienses los originales de los trágicos griegos para copiarlos y que no los habrían devuelto.
También en la Biblioteca se creó un centro de estudios filológicos que se ocupó de la recuperación de los textos homéricos; en tal tarea se destacan, entre otros, los nombres de Aristarco y de Aristófanes de Bizancio. Son ellos quienes con su hacer fundan la ciencia filológica, encargada de la recuperación, fijación y datación de textos. Sin la labor de estos eruditos sería imposible, por ejemplo, la lectura de Platón o Aristóteles ya que son ellos quienes han reconstruido y fijado los textos.
Una circunstancia importante de Alejandría es que Aristeas, un notable judío consejero de Tolomeo II, apodado “Filadelfo”, sugirió al monarca que la Biblioteca incluyera también textos hebreos. Para ello partió una embajada con destino a entrevistar a Eleazar, Sumo Sacerdote de Jerusalén, para conseguir un ejemplar de la Ley judía y conocedores de su lengua para que pudieran volcarla al griego. La misión fue exitosa ya que dio como resultado la versión de “los 70”, conocida como Septuaginta ‘Los setenta’, ya que fueron 72 sabios (seis por cada una de las doce tribus de Israel) que en 72 días -según atesora la tradición- tradujeron a la lengua helénica el Pentateuco, vale decir, los cinco primeros libros del Antiguo Testamento. Tal circunstancia pone de relieve la existencia numerosa de judíos en Alejandría, así como el buen trato que entonces se les dispensaba.
La Biblioteca “madre” estuvo activa durante unos ocho siglos, vale decir, desde su creación en el siglo IV a. C., hasta mediados del siglo V de nuestra era. A partir de ese momento entró en un cono de sombra hasta la mítica destrucción ocurrida en el 640 por obra del emir Amr Ibn al-As, cumpliendo con la orden del califa de hacerla desaparecer ya que si sus libros estaban de acuerdo con el Corán, eran innecesarios, y si, en cambio, se oponían al “libro sagrado”, era menester destruirlos. Una leyenda muy difundida refiere que los rollos papiráceos sirvieron durante muchos meses para caldear los baños de Alejandría, entonces bajo dominio musulmán.
La confusión respecto de la quema durante la época romana, obedece a un error. Cuando Julio César tomó Alejandría y tuvo el encuentro con Cleopatra según describe Plutarco y recrea con maestría poética Shakespeare, imprevistamente Césaar se vio sitiado por egipcios comandados por el general Aquila y, para detener la ofensiva, lanzó flechas encendidas contra las naves amarradas al puerto. Parece que habría sido en esa circunstancia cuando ardió la biblioteca de Alejandría, en verdad, la “la biblioteca hija” que, probablemente, era solo un depósito de rollos de papiro o bien de libros que Alejandría vendería a Roma o a otras ciudades. Esta, como hemos referido, estaba en el Racotis, antiguo barrio egipcio devenido, con los años, parte de Alejandría.
Entre otros hechos críticos acaecidos en esa ciudad, recordamos el martirio a que fue sometida Hipatia, una destacada estudiosa de la antigüedad. Física, astrónoma, matemática, una librepensadora, hija de un científico celebérrimo que, naturalmente, no encajaba dentro de las pautas culturales que entonces se pretendía debía ostentar una mujer. Tildada de hereje, pagana y de otras denominaciones arteras, fue desollada viva por una turbamulta probablemente instigada por Cirilo, entonces a cargo de la diócesis romana de Egipto, cuando el emperador Teodosio -recordemos que, tras la conquista romana, Egipto había pasado a ser una provincia imperial- ordenó destruir templos paganos (entre ellos el Serapis) y borrar todo vestigio del paganismo. Fue entonces cuando Hipatia pereció víctima de una secta de fanáticos que, ciertamente, malinterpretaban el mensaje evangélico. También en esa circunstancia oprobiosa desapareció el soma, es decir, el cadáver de Alejandro quien había muerto en Babilonia pero que sus seguidores habían trasladado hasta Alejandría en una caja de cristal. Aún no ha sido hallado su cadáver pese a numerosas búsquedas.
También frente a Alejandría, en la isla de Faro(s) que el arquitecto Dexiphanes de Cnido unió mediante un puente a tierra firme, construyeron una importante luminaria (de 134 mts. de altura) que sirvió para acrecentar la fama de Alejandría como ciudad clave del comercio del Mediterráneo (dicho faro sucumbió debido a un movimiento sísmico).
Contrariamente a lo que se sostiene, la Biblioteca de Alejandría no fue un sitio de enseñanza, sino de investigación. Hasta ella convergían sabios de los sitios más recónditos con el propósito de acrecentar el saber ya que entendían que el conocimiento daba poder. Allí no se enseñaba; la labor docente, en cambio, se llevó a cabo en la biblioteca “rival”, la de Pérgamo, situada en Asia Menor, en la actual Turquía. Esta, también de gran importancia, fue perdiendo valor con el paso del tiempo. Un hecho anecdótico que merece recordarse -y que conocemos por el historiador Plutarco- es que cuando Marco Antonio se unió a Cleopatra, le obsequió unos 200.000 rollos papiráceos depositados en la Biblioteca de Pérgamo, para compensarla por el incendio de la Biblioteca ocurrida en época de Julio César como hemos referido. No quedan restos de ninguna de las dos antiguas bibliotecas de Alejandría, aunque sí numerosos relatos sobre ellos. Pocos años ha, el filólogo Luciano Canfora, recientemente fallecido, elaboró una sintética aunque muy cuidada investigación en un trabajo clave: La biblioteca scomparsa ‘La biblioteca desaparecida’.
En octubre de 2002 el gobierno egipcio inauguró una muy moderna Biblioteca en Alejandría con una cantidad cercana a los 200.000 volúmenes. Ciertamente no pretende reproducir la antigua, sino que está orientada al estudio, investigación y difusión del saber la que, a través de la web, pretende extender sus redes invisibles al mundo. Es de destacar que en su inauguración se exhibieron manuscritos y primeras ediciones de la obra de Borges, facilitados para la ocasión por un coleccionista porteño. En la inauguración se leyó una página memorable del escritor Naguib Mahfouz, único escritor en lengua árabe en obtener el premio Nobel de Literatura (1988).
por Hugo Francisco Bauzá