Cuando terminé el colegio secundario, a principio de los años ’60, deseé trabajar de manera sostenida, es decir, con un sueldo fijo (antes lo había hecho de modo informal). Adolescente, no quería ser gravoso para mis padres. Además, con lo que pudiera ahorrar, aspiraba cumplir uno de mis sueños: adquirir una motoneta Vespa, vehículo que marcó época y que hoy vemos en románticas películas italianas de esos años. Mis padres jamás me la hubieran comprado por considerarla peligrosa. Poco tiempo después el gobierno de la provincia de Buenos Aires abrió un concurso para cubrir una serie de vacantes de empleos públicos, al que me presenté. Exigían cierta destreza en materia dactilográfica -había que escribir varias decenas de palabras por minuto, no recuerdo cuántas-, estudios secundarios completos y conocimiento de determinadas leyes. Sorteé con creces esas exigencias, especialmente porque había cumplido con éxito mi bachillerato en el prestigioso Colegio de la Universidad Nacional de La Plata. Obtuve así un empleo administrativo, pero el problema entonces era ver a qué repartición me destinarían. Y en ese trance, como es habitual en nuestro medio, entró en juego el tema de conocidos y amistades. Recurrí a mi progenitor en consulta y ayuda. Mi padre, que conocía al subsecretario del área, le transmitió mi deseo de ser destinado a la Biblioteca de la Casa de Gobierno, sito en La Plata, donde vivíamos. Este señor, atento a que había logrado uno de los primeros lugares en el concurso, a mi aspiración a prestar funciones en esa biblioteca y a que, siendo estudiante de Letras -y, por tanto, amante de la lectura-, podía ser de utilidad en ese destino, accedió a esa petición. Así, pues, pasé a ser empleado de la biblioteca ubicada en el suntuoso edificio neo renacentista, obra del arquitecto belga Jules Dormal, cuya construcción comenzó, a fines del siglo XIX, con los inicios de la ciudad.
Creí haber tocado el cielo con las manos: un empleo fijo que no debía a nadie; siendo lector voraz, el privilegio de trabajar en una biblioteca y, entre otras bonanzas, vivir a unos doscientos metros del lugar de trabajo. ¿Qué más podía pedir?
Pero las cosas no fueron tal como las pensara. La biblioteca era un ámbito acogedor, situado en la mansarda del palacio de gobierno e iluminada a través de numerosas buhardillas que se abrían al cielo. Techo bajo, piso de roble de Eslavonia al que enceraban semana por medio, paredes tapizadas de libros. Espacio aromado por fragancia de ceras y por el olor inconfundible de una substancia con la que curaban los volúmenes atacados por la papilella, i. e., ‘polilla’. Sitio supuestamente consagrado a la lectura.
Primera desilusión para mis sueños: al ser una biblioteca especializada en derecho, poseía pocos libros que no fueran de la especialidad, y no me interesaba esa temática. Segunda: contrariamente a lo imaginado, era imposible leer en ella. Diré las razones. El lector podrá sacar las conclusiones que desee para entender un poco el “descalabro” que es la administración pública en nuestro país.
La Biblioteca, catalogación y centralización de leyes, así era su ostentoso nombre, tenía un director, un subdirector, una jefa y, cuando ingresé, nueve empleados, espero no olvidarme de ninguno. La mayoría de ellos no escribía a máquina, aspecto entonces clave en la administración pública -aún no se contaba con ordenadores-. Un amplio espacio físico solo habitado por poco más de diez personas al que acudían poquísimos lectores, creo que nunca más de diez por día; digamos, un empleado para cada lector. Quienes ordenaban y catalogaban las leyes, si es que así podía llamarse a esa tarea, eran el director, la jefa y dos señoras muy respetables. La jefa era pura bondad. Mujer mayor, más que soltera, solterona; poco agraciada en su aspecto físico. Solitaria y de mirada triste. Vivía sola. La biblioteca era su vida, su refugio: en suma, su hogar. La señorita E., así se llamaba, llegaba antes del horario y se iba última. En una ocasión, confidente, refirió que como amuleto de la buena suerte llevaba en su cartera una pata de conejo disecada. Apenas la runfla -no encuentro designación más precisa que esta voz del lunfardo para referirme a mis compañeros- tomó conocimiento de ese hecho, tramó una broma macabra. Cuando la pobre, al ir a la toilette, dejó la cartera, sacaron la pata y la escondieron. La damnificada, al enterarse de lo sucedido, tras un paroximo inicial, cayó casi como en un soponcio. Mis compañeros, entre asustados y humanitarios, se la restituyeron de inmediato, no sin antes decirle que se la habían escondido como prueba de amistad por la confianza que, siendo jefa, les dispensaba. Ese hecho demostraba que no eran sino una caterva malsana de juerguistas a los que les sobraba el tiempo. Creo que no tenían más mira que el presente y ¡cómo pasarla bien!
En cuanto a las tareas, los empleados copiábamos leyes, ordenanzas y reglamentos que nos encomendaban usando máquina de escribir y el ya legendario papel carbónico para multiplicar las copias, pero atención, la mayoría de mis compañeros no escribía a máquina, por lo que solo éramos dos los que realizábamos esa labor. ¿Qué hacía el resto? Aún no lo sé, salvo charlar. El director, en mi opinión, jamás debió haber leído libro alguno. Sí lector, no te sorprenda, ¡leíste bien! Una de esas cosas incomprensibles de nuestro mundo: dirigir una biblioteca sin antes haber frecuentado libros. ¿Cómo había llegado a ese sitial? Seguramente por perseverancia, obediencia, entrega y por ese imponderable que llamamos azar. Hombre extremadamente timorato quizá por la razón que referí. El subdirector, en cambio, era una persona culta, de trato afable y especialmente interesada en sociología, ciencia entonces en ciernes; no tenía estudio universitario alguno, que yo sepa. Lo veía siempre con el Tratado de sociología de Alfredo Poviña entre sus manos; por él, por vez primera, oí hablar del ilustre sociólogo Gino Germani, entonces exiliado en nuestro país. Pero este buen señor era un fantasma, por cierto, inofensivo. Llegaba a la hora precisa, firmaba la correspondiente planilla de entrada y, de golpe, se escabullía misteriosamente para reaparecer en el horario de salida y eso no una vez, sino casi siempre. Creo que el director toleraba esa situación ya que su “segundo” lo doblaba en saber e inteligencia y, por esa causa, su presencia debía incomodarle: debe haber habido un pacto tácito sobre el que, por ser tácito, no se hablaba.
Después de mi llegada, esa “familia” administrativa comenzó a crecer año a año sin ningún tipo de concurso. Llegaban a la biblioteca nuevos empleados, casi siempre mujeres mayores. Las malas lenguas comentaban que eran o habían sido “amigas” de tal o cual funcionario. Decían venir por pocos meses para cumplir el tiempo que les faltaba para poder jubilarse, pero me consta que se quedaban por años, diría atornilladas hasta la eternidad. Aterrizaban serenamente, sin saber dactilografía -imprescindible en esa época- y sin la menor noción de catalogación de libros; intuyo que muchas de ellas no habrían coronado la etapa de estudios secundarios. Cada vez que se presentaba una nueva, el director la recibía cortésmente, aunque se le inflamaban los orificios nasales en señal de desagrado e, ipso facto, descendía hasta la planta baja del edificio a referirle al director general que esa empleada no era necesaria. Que había en la biblioteca sobreabundancia de personal, que casi no había lugar físico para un nuevo empleado, que no sabía qué tareas asignarle y cuantas otras cuestiones que eran verdades a la vista. Pero la respuesta era siempre la misma: es una orden que viene de arriba. “Como director general, aunque piense igual que usted, al no tener poder frente al dictamen de mis superiores, no me cabe cuestionar ese mandato, sino acatarlo. Actúo, por tanto, con diligencia para que la mecánica del engranaje administrativo siga su curso”, yo añadiría implacable. Tal era o debía ser la conversación entre estos dos funcionarios.
El director volvía cabizbajo, por no decir vencido. Y procedía a dar a la recién llegada la incorporación “formal”. Tras presentárnosla, el rito consistía en asignarle escritorio, proveerle un bolígrafo poco ha inventado por el húngaro Ladislao Biro, hoy vulgarmente llamado birome, y un lápiz con el rótulo “servicio oficial”, que servía para cualquier cosa menos para escribir, pues era de un grafito de pésima calidad, de esos que rayan al usarlo. A esta nueva empleada no podía ofrecerle un escritorio para ella sola pues ya no había uno disponible; la solución era, en consecuencia, arrimar una silla a alguno de los ya existentes. La señora se instalaba en esa suerte de altar administrativo junto a otra señora que tampoco escribía a máquina y que, igualmente, tenía ignorancia supina sobre libros y catalogación. ¿Y qué hacían entonces? Conversaban, conversaban y conversaban. No hablaban de Kant ni de Hegel, sino de temas menores: la cocina, la moda, radioteatros, actrices de actualidad y otras cuestiones por el estilo. A veces, de política. Me atrevo a decir que no tenían competencia intelectual para atender a los escasos lectores que venían a diario a la biblioteca. Para no fatigar al lector omito referir anécdotas increíbles que junto a ellas me tocó vivir, aunque hay una a la que no puedo dejar de señalar. En una ocasión un amigo que quería verme preguntó por Bauzá, y una de estas mujeres, tras buscar ese apellido en el fichero, le preguntó ¿cuál de los dos, Francisco o José?, aludiendo a los historiadores de la República hermana. Las charlas de estas damas, sostenidas y, en ocasiones, en alta voz atentaban contra el silencio que es lo mínimo que se desea en una biblioteca. De ese modo convertían el recinto en un parloteo continuo, ciertamente, molesto. Y esos “aterrizajes” venidos, año tras año, desde lo alto del poder, acrecentaban la indeseable y perniciosa burocracia administrativa.
Como con rapidez cumplía con mi tarea, el director me permitía leer el tiempo que me quedaba libre, que era mucho. Pero casi no podía hacerlo: el parloteo de estas mujeres y las bromas de mis gárrulos colegas me impedían abocarme a la tarea. ¿Cómo ocuparme, por ejemplo, de la lengua griega en la que entonces estaba interesado en mis estudios universitarios? Imposible. En cuanto a eventuales lecturas, me distraían el citado bullicio y las bromas de los empleados que no estudiaban, ni leían. No podían entender que pasara horas entregado silenciosamente a los libros: era una rara auis a la que había que perturbar y así lo hacían. Me escondían los volúmenes y si tenía apuntes, entreveraban los folios. En lenguaje de nuestros días era motivo de bullying, aun cuando me apreciaban y en otras cuestiones éramos auténticos compañeros. Sólo uno, estudiante crónico de derecho, se acercaba a los libros, pero no mucho, no vaya a ser que por ósmosis se contaminara de lo que sus secuaces entendían como un mal hábito. Con todo, en los cuatro años que estuve en esa biblioteca leí casi todo Cervantes, algunas novelas de Dostoievski y parte de la obra de Camus; también textos de literatura argentina. Me place evocar un momento de calma. Sucedía a las cinco de la tarde. “A las cinco en punto de la tarde” como evoca Lorca en su conmovedor “Llanto por Ignacio Sánchez Mejía”. Era la hora del five o’clock tea “criollo”, cuando un ordenanza venía con el mate cocido y tres medialunas para cada empleado, preterida época de bonanza y de vacas gordas que todos recordamos con comprensible nostalgia. Las conversaciones se detenían como por arte de magia. Cundía un silencio solo interrumpido por el crujido de la manducación de las facturas elaboradas por los presidiarios del Penal de Olmos con que el estado provincial alimentaba a su fauna administrativa. Era un momento sagrado, de recogimiento, de unción. Daba la sensación de que se había detenido el mundo y, por cierto, había un receso en la labor de la biblioteca que, por unos quince o veinte minutos, suspendía la atención al público. La escena, fellinesca, sorprendía a los pocos lectores que, al estar en el recinto y sin participar del festín, miraban azorados y, seguramente, con cierta envidia la ceremonia (mientras escribo estas líneas, no puedo contener la risa).
Cuando me recibí obtuve una beca con destino a una universidad europea por lo que solicité licencia en mi empleo y, a mi regreso, busqué un destino donde verdaderamente pudiera ser útil. Pese al bullying referido, de mis años en ese recinto, guardo recuerdos cálidos, incluso de mis pintorescos compañeros a quienes, por haberme mudado a la Capital y por esos caprichos del destino, no he vuelto a ver. Tampoco sé si existe o no esa biblioteca dadas las mutaciones a que están expuestos los organismos e instituciones del estado. Supe, por los diarios, que determinado gobierno la cerró durante largo tiempo para organizarla -¿organizarla?-, lo que motivó diversas quejas. Tiempo después la reabrió aprovechando políticamente ese hecho: el logro que significaba su reapertura para la democratización de la cultura (deliberadamente omitían decir que ellos mismos la habían cerrado).
Te sorprenderá e inquietará, preciado lector, el paulatino crecimiento del personal de esa biblioteca. El caso es un ejemplo en miniatura de lo que, en muchos casos, sucede en nuestra administración, ya en las esferas nacional, provincial o municipal. Así, por ejemplo, la Biblioteca del Congreso de la Nación, según dato que recojo de diversos diarios (así, por ejemplo de Clarín del 17.X.2015), no desmentido por las autoridades del Congreso, cuenta en su plantilla con 1.558 empleados (me comentan que a ese cantidad, hay que añadir algunos adscriptos). Cifra record, escalofriante aún no superada por las bibliotecas nacionales de Rusia, China, España y, ni siquiera, por la British Library que, según estadísticas, parece que recibe diariamente algo más de 15.000 usuarios; tampoco por la de la Universidad de Cambridge, ni por la famosa oxoniense, de larga data. En eso -es decir, en materia de desmesura y desorden– nos ufanamos en ser los primeros, y lo somos. Advierto idéntico panorama en muchas dependencias de ministerios, intendencias y de otros organismos del estado, lo que es preocupante. Espero llegue la hora sensata en que estos dislates de gobiernos de diferentes signos políticos puedan ser corregidos para bien de todos; mientras tanto, sic transit gloria mundi!, como años ha sentenció Tomás de Kempis.
por Hugo Francisco Bauzá*
* H. F. Bauzá es Doctor en Filosofía y Letras por la Université de Paris IV (Sorbonne). Ha sido Presidente de la Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires y es “Personalidad destacada en el ámbito de la cultura”, por unanimidad de los diputados del gobierno de CABA, en sesión del 16 de octubre de 2014.